LiteraturaPerspectivas

El autor como antólogo

16/07/2022

Veintidós años han transcurrido sin que se publicara un libro de poesía de Luis Pérez-Oramas en Venezuela. Lo que sigue es el epílogo que el propio autor escribió para La mano segadora. Selección antológica (1983-2021), que acaba de publicar en Caracas Fundación La Poeteca y que recoge poemas de sus siete libros aparecidos hasta la fecha, así como textos de cuatro libros inéditos. Se trata de un recorrido por el proceso creativo con sus lecturas, vivencias e influencias de una de las voces fundamentales de la poesía venezolana contemporánea.

Luis Pérez-Oramas. Fotografía de Jaime Castro Oroztegui.

La trayectoria autoral de una poesía es -como todo evento autobiográfico- el resultado de encuentros, incontables memorias y olvidos, quizás una empresa imposible de concluir. Mientras es, nadie puede -en efecto- de manera conclusiva decir: he sido. Tal es la vieja conseja de los griegos: que se puede ser feliz, pero no se puede ser el sujeto de la frase que proclama la felicidad. Otras civilidades más allá del crisol grecolatino, provenientes de coordenadas diversas del mundotodo en la resonancia de cuya multitud de lenguas vivimos nuestra lengua, nos han enseñado a llegar a ser lo que no somos, a ser lo que no hemos sido, a no ser lo que fuimos. La poesía, ese nombre inexacto de las cosas, es desde siempre un terremoto parmenídeo: el ser hasta en la persistencia de no-ser y vida más allá de lo pensable.

Apenas salía yo del bachillerato con un manojo de poemas malos, inflados de impostura adolescente y falsamente eruditos, mi padre -su primer lector-, para sorpresa mía, decidió editarlos amorosamente en un cuaderno, con excelente papel y cartulina fina de portada. Ese libro, en el que no me reconozco porque era la voz de uno que aún no llegaba, me permitió un día encontrar a Fernando Paz Castillo. Su voz quería yo que estuviese en mí y la lección de generosidad que me ofreció ante la mediocridad de mis poemas aún persiste para recordarme la necesidad de la misericordia ante cualquier obra.

Los años de mi infancia poética habían sido marcados por Paz Castillo, también por Salustio González Rincones (por encima de Ramos Sucre), César Vallejo, Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Giuseppe Ungaretti y, sobre todo, Miguel Hernández. Luego vinieron los amigos, las interlocuciones reales -aquel taller de poesía dirigido por Andrés Athilano, poeta experimental e irónica figura, misteriosa, quien me enseñó la dimensión espacial del poema-, y las grandes amistades, que aún no cesan.

Esta antología se inicia con cinco poemas de mi primer libro -no aquel publicado por mi padre, sino el primer poemario editado y sancionado a través de una iniciativa editorial, Monte Ávila Editores, en 1986-, titulado Salmos (y boleros) de la casa. Ese libro fue, mientras se escribía, todo él leído en la casa de Antonia Palacios, Calicanto. Y Antonia fue, después de Paz Castillo, un encuentro aún en brasa viva. Yo quisiera ver en alguno de sus cantos, junto al eco de poetas como José Gorostiza, Gilberto Owen, Javier Villaurrutia, Enriqueta Arvelo y Ana Enriqueta Terán, Dylan Thomas, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Emily Dickinson, Walt Whitman, Leopardi, Quevedo, Petrarca, Arquíloco y Catulo, el rastro de un tono que puedo encontrar en los poemas de Antonia, aguardando mi nombre cada día: «Aquí mi piedra inmóvil, mi inmóvil fortaleza. Aquí mi piedra inerte, mi piedra en descalabro».

Fue, sin embargo, Juan Liscano -cuando ya había empezado el ruido callejero de los grupos Tráfico y Guaire, con sus recitales en plaza pública y el estertor de los manifiestos, la injuria contra los grandes poetas que nos habían precedido- quien me convenció de participar con ese manuscrito en el premio de poesía joven de Monte Ávila Editores que, ya viviendo fuera de Venezuela, tuve la satisfacción de recibir en 1983. Por esos años había conocido a José Balza, en cuya tersa y aguda prosa vivo aún como en una casa paterna. Y gracias a cuyos oficios conocí luego a José Napoleón Oropeza. A ambos debo las más profundas e inteligentes lecturas integrales que se han hecho de mi obra.

Así como los arquitectos permanecen a menudo en el aire de sus dibujos, no logrando llevar a piedra sus ideas, los poetas acumulamos poemas desechados, libros inéditos. La escritura -como un puente- que me condujo de los Salmos (y boleros) de la casa a La gana breve respira en uno de esos conjuntos aún sin publicar. Fue en el otoño de 1984, en París, mientras leía a Homero, que pude asistir al estreno de una ópera compuesta por Gavin Bryars puesta en escena por Robert Wilson: Medea. El impacto de esa experiencia fue enorme y me llevó a escribir un largo poema coral, basado en la Odisea, como libreto para una ópera a ser compuesta por Julio d’Escriván, y cuya puesta en escena fue abocetada por Orlando Arocha. El largo viaje -así se titula aquel libreto/poema- nunca vino a ver la luz de su música, menos su vida en escena, y por primera vez se publica una selección de sus versos en esta antología.

La dimensión juglar de la poesía -ha argumentado Octavio Armand- es su inminencia, que yace en el canto, que a su vez yace en la voz a punto de ser proferida. Una temprana decisión me hizo pensar que mi vocación poética se confundía con el cancionero, que mis poemas serían canciones, abrevaderos de una sed -o gana- breve, como sorbos de agua. Revisando viejos manuscritos encuentro unas reflexiones sobre el deseo escritas por mí en 1985, con una cita de Sergio Solmi: «rozar, con una mano perezosa, las asperidades de lo real». Pudiera ser éste mi ars poética, tocar la realidad deseosamente, su cuerpo más visible, con la sonoridad de la palabra. En Europa me hice al oficio de las cosas mudas, que es como Nicolás Poussin hablaba de la pintura. Fue en esa larga jornada de estudio y vida que entendí la vinculación inextricable entre lo poético y -por decir algo que se aproxime- lo visible, lo visual. La mía es, creo, poesía de un voyeur. En mis versos quiero evocar la intensidad de lo que he visto, retornar memoriosamente a la trepidación de lo visible.

Recuerdo haber participado de un recital en los pasillos del viejo Museo de Bellas Artes, en 1984, cuando se celebraba la ceremonia de premiación en la que fue galardonado mi poemario Salmos. Aquella tarde, como viniendo de ninguna parte, se acercaron a mí con una ternura que no podré olvidar jamás Juan y Malena Sánchez Peláez, y luego, Eugenio Montejo. Fueron estos encuentros fuego inextinguible de una poesía en la que quiero vivir para siempre. Terredad y Animal de costumbre, Por cuál causa o nostalgia y Trópico absoluto deben resonar en los versos de La gana breve, publicado por el Fondo Editorial Pequeña Venecia en 1992.

Los poemas que he incluido de ese libro tienen que ver con los afectos que lo hicieron posible. Uno de ellos, concebido frente a un cuadro de Cy Twombly, es un amuleto para los silencios que se rompen. Pero allí también debería retumbar el eco de poetas cuya lectura me acompañaba por esos años (y que aún me abrigan en la vida): Paul Celan, José Ángel Valente, Eugenio de Andrade, Mario Luzi, Antonio Colinas, Salvatore Quasimodo, Zbigniew Herbert, Sandro Penna, Yorgos Seferis, Constantino Cavafis, Yannis Ritsos, Cesare Pavese, Antonio Ramos Rosa, entre otros que rescato de la mezquindad de la memoria.

Fue también en 1992 cuando, leyendo la modesta y afectuosa correspondencia entre Henri Matisse y Pierre Bonnard durante los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial y bajo la ocupación nazi en Francia, me pareció encontrar las claves de una poesía ready-made en frases que, escritas sin destino o impulsión literaria, resultaban valerme como poemas: «materia insensata de un poema que aún no llega, poesía que precede a su forma y respira al borde de su no-ser», escribía en el prefacio a «B/M», ese extraño texto, poema de poemas inédito, finalmente concluido en 2010. Se publica por primera vez integralmente -como una rareza en mi obra- en esta antología.

En 1994 retorné a Venezuela, tras haber vivido en Francia por más de una década estudiando y enseñando. Algunos meses antes de mi regreso, uno de mis colegas en la Escuela de Bellas Artes de Nantes -donde yo era profesor- me invitó a producir una plaquette de artista, un pequeño libro objeto que contuviese algún poema escrito por mí. Daniel Nadaud, un hombre discreto y genial, cuya obra se alimenta del olvido rural sobre el que se ha construido la moderna Francia, hizo unos hermosos dibujos de ramajes dorados y térreos para aquel poema, Doble siesta, publicado por una editorial de libros artesanos -Sixtus- en la ciudad de Poitiers. Poema bilingüe, en castellano y en francés, Doble siesta es la única pieza de poesía que he escrito en un idioma diferente a mi lengua materna. Fue -no sin cierta ironía- algo así como mi propia Vuelta a la patria. Lo he incluido en esta antología porque, aun cuando no es inédito, es también un vaso conductor entre uno y otro momento de mi obra.

Otro inédito, un largo poema erótico, titulado «Balada de Joey Stefano», cuya composición inicial data de 1997, pero que solo llegó a su forma final en 2014, resultado de historias y escarceos amorosos -mi amigo y furtivo amante Ramón Herrera Rojas evocando su encuentro una noche de trenes con un anciano Jean Genet; y yo mismo, en la oscuridad de los sótanos de la prostitución, cruzando miradas, caricias y palabras con un célebre actor de pornografía homosexual al borde de la muerte, Joey Stefano- funge en esta antología como un puente entre La gana breve y mi poesía más reciente. Creo haber alcanzado en la «Balada» una impulsión homoerótica que marca mis poemas desde entonces y, más allá del anecdotario que le pudo dar origen, esa «Balada» es la condensación mnemónica de una ondulante vida amorosa, a la vez fulgurante y deseosa, en el cumplido gozo o en el desasosiego, de cuya ceniza hago la materia de muchos de mis versos.

Alcancé a poseer mi propia voz como poeta en la última tarde del siglo XX, durante la década de 1990. Los versos que fueron publicados en el libro Gacelas y otros poemas, al cuidado de Leopoldo Iribarren en la editorial Goliardos en 1999, para cerrar el milenio, fueron concebidos durante ese decenio, a partir de 1992, y quiero creer que en ellos se refleja el pulso nuevo de mi voz, su grano, su fragilidad, su queja, su alegría, su trepidación, su aliento, su dolor, su extenuación, su sístole. Coinciden esos poemas con un redescubrimiento de la poesía lorquiana. Pero no solo Lorca -especialmente aquel del Diván del Tamarit, con sus casidas y gacelas- debería escucharse allí: también Luis Rosales y Manuel Padorno, Jorge Luis Borges, Alejandro Oliveros y, siempre, Juan Sánchez Peláez. Son esas gacelas poemas en los cuales la impulsión erótica de mi poesía sigue la estela de la «Balada» y que se alimentan también de relecturas clásicas: Ovidio, Virgilio, Horacio, Fronto y, especialmente, Tito Lucrecio Caro, cuya obra De rerum natura es, con certeza, el poema que yo me llevaría a la isla de cualquier exilio o muerte.

Mis dos más recientes poemarios, publicados en España por la editorial Pre-Textos, Prisionero del aire (2008) y La dulce astilla (2015), son mi espejo más fiel: en ellos puedo verme, al fin, tocando el puerto que buscaba con mi voz. Compuestos mientras vivía en Venezuela hasta el año 2003 y luego en Nueva York, donde resido desde entonces, pueden responder a un aforismo encontrado en los diarios heredados de uno de mis padres, Isaac Chocrón, en cuya amistad, casa y teatro me encontré como un hijo pródigo durante aquellos años finales del siglo XX y en la infancia del nuevo milenio: «Escribo todo / para no morirme / con todo en la boca».

Esos poemarios fueron acuñados también al compás de una permanente frecuentación de la poesía en español y de poetas amigos -Igor Barreto, Antonio Lucas, Luis Muñoz-, y de algunos más venerables, desde el gran Juan de Tassis hasta Jaime Gil de Biedma, Tomás Segovia, José Bergamín, José Lezama Lima, Eliseo Diego, Ramón Gaya, Julio Martínez Mesanza, Andrés Sánchez Robayna, Hugo Padeletti, la Amereida de Godofredo Iommi y otros más jóvenes, como Abraham Graguera, Alejandro Crotto o Luis Felipe Fabre. Muchas de estas lecturas las debo a la fortuna de haber encontrado a los mejores editores de poesía en castellano: Manuel Borrás, Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba de Editorial Pre-Textos, a quienes no tengo cómo agradecer la iluminación y la amistad.

Cada uno de los poemas que he escrito puede referirse a un evento, una música, una sensación, un olor, una textura, un cuerpo, una ciudad, una voz que pasa. Quisiera pensar que son todos ellos poemas de una epifanía, si breve, modesta o incomunicable. Recientemente, la amistad con poetas venezolanos más jóvenes -Alejandro Castro, Adalber Salas Hernández, George Galo, Daniel Ch. Aro, Hibrahim Alejo-, a quienes debo la generosidad de su lectura entusiasta o crítica, me impulsa a pensar que no hay otro destino para un poema sino vivir en otro, poema o poeta, como voz consumida por otras voces y allí consumada, en su rastro fulgurante, habitando como un arcano para la metamorfosis y la vida.

Esta antología se termina con una selección de poemas escritos entre el 2015 y el 2021, todos ellos incluidos en un poemario inédito, Animal vesperal, que la Editorial Pre-Textos debería publicar en el curso del año 2022.

Cuando la Fundación La Poeteca me anunció, a fines del año 2021, a través de un inesperado y generoso mensaje de Jacqueline Goldberg, la voluntad de publicar esta antología de mi poesía, estaba yo llegando a las últimas páginas de Las paradisíacas (Último reino IV), de Pascal Quignard. Quizá no hay otro escritor que haya impactado en mí con tanta asiduidad y persistencia como el autor de los Pequeños tratados. En él encuentro cada vez, como en un nuevo Borges, el exceso de lo vivido sobre lo ya dicho que hace siempre posible el poema. Cerrando Las paradisíacas de Quignard me llega esta frase, aquí propicia: «Cuando escuchamos un canto, el cuerpo deja de estar sujeto al tiempo que pasa». Pueda entonces acontecer, como la invoca un poema escrito bajo la sombra de Lezama, súbita, aquella «mano segadora/ que acaricia lo que nadie espera».

(Greenpoint, enero de 2022)

*

Tres poemas de Luis Pérez-Oramas

 

Tocaste
la puerta de la alcoba

con paso de ojos pardos

con ruido de ojos claros.

Sigiloso y penetrante
el cuerpo liso de la muerte

abrió sus cauces.
Sus baladas, sus líquidos espesos

y blancuzcos.
Su cuna de hoy, su crisol

su despedida.
Tocaste, Nick, Joey
el siempreotro
tu pan duro, tu miga oscura.

Que es sombra y es espalda
que es espejo el otro en el deseo
que es hambre y sueño, espasmo
y cuando vive muere y muere cuando vive.

 

[Del libro Balada de Joey Stefano (2015-2021)]

 

 

*

 

Se mueven los loros despaciosos
y lentas sus pezuñas en tu sueño

en la siesta
hábito de siempre y del olvido

campo seco de pan y de ceniza

jubilatorias las corrientes del río las armadas los pastores

Juanito si te duermes si durmieras
un jueves como es hoy de lejos

airosos delfines con perfume de niño

Juanito en tu garrocha alto y gentil
si te durmieras

los loros en los árboles que sueñas espectrales

y no ves
ya no dan sombra
tan solo hojas secas para el lecho
y los frutos del desierto
olivares
una casa vacía
trinitarias en flor trinitarias
luego tus monstruos Manoa el paraíso
el amor también
su acre olor detrás del sueño tras la muerte
tu olor de pájaro sin rostro de la infancia en los jardines

en la noche lateral de los pantanos
muriendo del amor desasido de la mano
de tu amante
fiestas florestas siestas perdidas
en tu cuerpo en el foso de tu cuerpo
espejo blanco
Juanito Apiñani nacido en Caracas un 7 de agosto de 1960

a la sombra del sauce
cuántas mañanas
cuántos mares, cuántos jardines del oriente y del occidente

cuánto Virgilio.

 

[Del libro Doble siesta (1994)]

 

 

*

 

Los archivos

¿Para quién se acumula

el silencio descomunal
de los archivos?
¿Para quién silba la abeja

cuando vuela su rumor

de miel entre detritus?

¿Para quién la arena cuela

entre las manos
de los que nunca vinieron
a la cena?
¿Para quién Pontormo escribe

sus almuerzos y visitas
su brazo izquierdo
sus dolencias?
¿Para quién sopla el insomnio

aún en vida ligera brisa tibia

o helado muerto el halo
en sus rondas en sus frutos

ya maduros
ante el ruido final de la caída?

¿Para quién cerca el pastor

sin animales
el horto concluso
del desierto?

 

[Del libro Animal vesperal (2022)]


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo