Caracas, Humboldt, Barutaima: utopía del paisaje y teoría del lugar (II)

13/09/2020

Compartimos desde el Archivo Fotografía Urbana la segunda de tres entregas de este ensayo. Escrito en 1997, fue originalmente el texto de una conferencia dictada ese mismo año en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (Francia) en Coloquio de homenaje al legado intelectual de Louis Marin, bajo cuya dirección el autor realizó sus estudios doctorales entre 1986 y 1992. Fue publicado originalmente en francés, en: A force de signes. Travailler avec Louis Marin (Ed. Alain Cantillon, Pierre-Antoine Fabre y Bertrand Rougé, Paris: Editions EHESS, 2018).

Hotel Humboldt, ca. 1956: Tomás José Sanabria ©Fundación Compromiso Urbano

a Louis Marin, in memoriam

II. Alejandro de Humboldt y el faro teológico del paisaje

El relato del ascenso de Humboldt a la cima del Ávila, con ser también el primer relato de ascenso a ese monte, ocupa un lugar privilegiado en la historia de la representación del paisaje caraqueño. El sabio alemán antecede su relato de una aguda observación de la vida urbana y de sus habitantes, subrayando cómo estos profesan una admiración casi totémica de los «montes circundantes», aun cuando los desconocen totalmente, «no encontrándose un sólo hombre que hubiese llegado a la cumbre»(1).

La descripción que Humboldt ofrece desde la altura de esa cumbre, momento culminante del relato, construye un sitio textual, ideológico, en los bordes del paisaje o en su confín absoluto desde el cual el paisaje mismo surgiría como potencia pura de visión, como éxtasis escópico y como utopía metahistórica, esto es como un «fuera-de-lugar” desde el cual ningún deseo de pasado sería ya necesario para el hombre:

«Abarcando de una ojeada este vasto paisaje, apenas es de sentirse que se vean las soledades del Nuevo Mundo embellecidas por la imágen de los tiempos pasados. En todas las partes de la zona tórrida en que la tierra, erizada de montañas y tapizada de vegetales, ha conservado esos rasgos primitivos, no se presenta ya el hombre como el centro de la creación. Lejos de domar los elementos, no procura sino sustraerse del imperio de ellos. Los cambios que desde ha siglos han efectuado los salvajes a la superficie del globo desaparecen junto a los que producen en algunas horas la acción del fuego subterráneo, las inundaciones de los grandes ríos, la impetuosidad de las tempestades. La lucha de los elementos unos con otros es lo que caracteriza en el Nuevo Continente el espectáculo de la naturaleza. Un país sin población se presenta al habitante de la Europa cultivada como una ciudad abandonada por sus habitantes. Cuando se ha vivido en América por varios años en las selvas de las regiones bajas o en las faldas de las cordilleras, y cuando se han visto paises tan extensos como la Francia que no contienen sino un corto número de cabañas esparcidas, no asusta ya a nuestra imaginación una vasta soledad. Se hace costumbre en uno la idea de un mundo que no sustenta sino plantas y animales, donde el salvaje no ha dejado de oir jamás el grito de la alegría o los acentos lastimeros del dolor.»(2)

Como una perspectiva marcada por un absoluto alejamiento, por un alejamiento que absolvería a la mirada de toda su relatividad con relación a lo mirado, el paisaje de la ciudad se observa desde la cumbre de la montaña con un ojo desvinculado, desinvolucrado, des-politizado. Ojo metapolítico (como era el de Humboldt meta-histórico en su ilusión de abandono escatológico) que vería, como un anacoreta, desde lejos, al mundo que para ver abandona. Desde entonces, la cumbre del Ávila sería el punto de vista ideal del paisaje que la montaña domina, «lugar-fuera-de-lugar» que dominando la totalidad de lo visible sería producido por ella como un punto neutro y desde cuya axiomática u-topía se poseería (visualmente) la integral heterotopía del paisaje.

Yo quisiera entonces pensar, como hipótesis de una teoría del paisaje de la primera ciudad equinoccial al norte de la América del Sur, que el paisaje caraqueño se construye teóricamente, idealmente, en las vicisitudes de su historia moderna, desde dos lugares extremos, desde dos arquitecturas opuestas. Así surgiría, en el paisaje que se tiene desde la arquitectura, una arquitectura del paisaje como «teoría de lugares (…)», o para parafrasear a Fedida «como construcción de un modelo de lo desconocido entre dos extremos»(3). Tales sitios, tales arquitecturas, son, en el límite sur del valle de Caracas, y sobre una colina en los confines de la ciudad, la casa-jardín del historiador teórico del paisaje venezolano, Don Alfredo Boulton, y en el límite norte de ese valle, perfectamente alineado con aquella casa, sobre la cima de los «montes circundantes», sobre la cima que lleva por nombre el nombre del Barón de Humboldt, un edificio moderno, un pequeño rascacielos transparente, circular, especular, emblemático de un sueño de modernidad hoy fracasado, hasta hace poco y durante mucho tiempo abandonado como una nave mítica que hubiese resurgido de su hundimiento encaramada en la más alta de las cimas.

Vista aérea del hotel Humboldt, ca. 1956: Tomás José Sanabria ©Fundación Compromiso Urbano

Este edificio es, como lugar construido a la vez al borde de la lejanía y de la altura, el extremo mismo del paisaje. Ahora bien, ¿cómo pensarlo, cómo concebirlo a él que desde su transparencia constituye al menos teóricamente una arquitectura (ideal) del paisaje, cómo interpretarlo en su cualidad de paisaje de arquitectura?

Arquitectura inevitablemente visible en el paisaje de la ciudad, el edificio Humboldt –cuya apelación repite la homonimia tutelar de la montaña– sería el monumento construido, al borde del paisaje y en su sitio potencial de engendramiento, para repetir aquella mirada fascinada del Barón de Humboldt sobre la inmensidad del valle, sobre las infinitas estepas de la América equinoccial que el sabio alemán soñaba ver desde la altura del Ávila, «si –como dice– las cimas circundantes no interceptasen la vista…» (4).

Vista aérea del complejo Hotel Humboldt-Teleférico, 14 de diciembre, 1971: Tomás José Sanabria ©Fundación Compromiso Urbano

Desde allí se vería –y se pensaría– el paisaje de la ciudad «a partir de su margen, de su borde, de sus alrededores»; desde allí se tendría, encarnada como arquitectura misma, «la vista a vuelo de pájaro» que prima sobre la ciudad moderna «considerada, bajo el efecto de la distancia, como un espectáculo, una escena, e incluso como un decorado, una tela de fondo…» tal como lo ha afirmado en repetidas ocasiones Hubert Damisch en sus consideraciones sobre Dédalo inventor de la arquitectura. (5)

Vista aérea del complejo Hotel Humboldt-Teleférico con anotaciones, 3 de septiembre, 1954: Tomás José Sanabria ©Fundación Compromiso Urbano

Este edificio, construido en la primera mitad de la década de 1950 y concebido como un hotel por Tomás Sanabria, aeronauta y arquitecto, discípulo de Walter Gropius (6), constituye un gesto heroico y anacrónico, quizá también autoritario, en la gramática de un proyecto de nación que quería ir, sin transición, voluntarista, desde la naturaleza primigenia que Humboldt había descrito hasta el porvenir moderno, desde la heterotopía incontrolable de los suelos vernáculos hasta un paisaje universal, hasta una arquitectura (política) vencedora, dominante, más allá de la naturaleza, más allá de la historia, más allá del lugar.

Hotel Humboldt, ca. 1956: Tomás José Sanabria ©Fundación Compromiso Urbano

Punto de vista construido sobre el punto de vista ideal del paisaje, punto de vista total -faro teológico del paisaje- construido sobre el punto ciego del paisaje desde el cual todo lo visible vendría a ser, al norte la terra incognita del Caribe, al sur la inconmensurable enormidad interior del continente americano, y, con ello, lugar construido en el punto (utópico) de lo «fuera-de-lugar», el edificio Humboldt constituye también un fragmento de ciudad moderna, y hasta de «ciudad radiosa», ideal, diferido en el confín de no-ciudad que es la montaña.

Lugar de diferencia y diferimiento utópico de la ciudad en el paisaje, el edificio Humboldt, a más de significar la ilimitada potencia de implantación de la arquitectura moderna, implica una inevitable dimensión anacorética al constituirse como fragmento de ciudad más allá de la ciudad, y hasta hace muy poco, y por muchos años, ruina urbana en el confín de lo urbano, en la absoluta diferencia del paisaje, como una «villa anacorética», desde la cual se obtendría el ideal autárquico de poder ver a lo lejos, desde la lejanía absoluta, como un transitorio eremita y ya no como un átomo político, a la ciudad lejanísima, teniendo la impresión –para decirlo de nuevo con el Barón de Humboldt– de estar ante «una ciudad abandonada por sus habitantes», ante un país despoblado, más allá de la polis, como un observador (y como un ojo) meta-político (7).

No sería por lo tanto insignificante añadir que el dispositivo tipológico que permite esta mirada anacorética –mirada de la ciudad desde la infinita distancia de la no-ciudad– es, precisa, modernamente, un hotel. Tipología «democrática» que nos lleva a la sospecha de que el hotel responda (aquí) a la posibilidad de producir, en la exclusión de toda noción de permanencia, un modelo «confortable», transitivo, de anacorésis; la experiencia temporal de una anacorésis, o acaso su simulacro.

Edificio circular, metálico y transparente, coloso moderno en las alturas, en un sitio desde el cual se posee la visión «icnográfica» del paisaje que es, por la condición del arquitecto-aeronauta, el suplente constructivo, arquitectónico y por lo tanto tecnológico de una «mirada sobrenatural», el edificio Humboldt implica, pues, en el límite espacial y simbólico del paisaje de Caracas, «la apertura de un lugar en el cual todo vendría a ocupar un sitio y, a la vez, a reflejarse”(8), lugar de lugares que se encarna en un no-lugar matricial del paisaje, como » mirada fija en un punto de vista totalizador de todos los puntos de vista. El ojo de esa mirada se encuentra por lo tanto en un lugar que es lo otro del punto de vista; realmente inocupable, es el punto de un espacio a partir del cual ningún hombre puede ver: punto de no-lugar, no fuera del espacio como en la carta geometral, sino en ningún lugar -utópico” (9).

El edificio moderno –rastro de una utopía de ciudad diferida en la utopía del paisaje– supliría la posibilidad, desde su singular tipología, a esta mirada no-situada, a esta mirada teológica, a esta mirada del absoluto anacoreta: estructuralmente por su circunferencialidad la mirada total que desde allí se tiene es una suma de agregados visuales, una mirada compuesta por la materia diversa y desvinculada de una conciencia memoriosa que no dependería de una situación tanto como de una circulación; funcionalmente, por tratarse de un hotel, sitio de paso, sitio de tránsito, sitio axiomático de una no-situación, dispositivo permanente de una no-permanencia, por mucho tiempo deshabitado, el edificio Humboldt sería el mirador de nadie y de todos (10), el faro en el cual un sujeto democrático, sustituible, niemand ordinario podría tener –por un instante pagadero­– el simulacro de una mirada teológica, generativa, panóptica y originaria sobre el paisaje.

Construido para el tránsito (de gentes) el edificio Humboldt, monumento moderno de una arqueología del paisaje caraqueño, es un edificio para nadie, un doble desierto de arquitectura (no solamente por su abandono legendario) desde el cual todo (del paisaje) se vería. Importa saber, entonces, para esta «teoría del lugar entre dos extremos», que alguien –opuesto a nadie– construyó, mucho antes de que la ciudad adquiriera su extensión moderna, y durante los mismos años en que se erigía el edificio Humboldt, en el extremo opuesto de un eje que atravesaría de Norte a Sur toda la extensión del valle caraqueño, y en un alineamiento perfecto con el edificio del arquitecto Sanabria, un sitio para mirar el paisaje desde otra perspectiva de totalidad.

*

Las imágenes de Alfredo Boulton se reproducen como cortesía de la Fundación Alberto Vollmer bajo cuya custodia se encuentran las colecciones fotográficas de Alfredo Boulton y las imágenes de Tomás Sanabria como cortesía de la Fundación Compromiso Urbano, propietaria del Archivo Tomás José Sanabria, al cuidado de la Fundación Vollmer, Caracas. El autor agradece especialmente a Sofía Vollmer de Maduro y Lolita Sanabria.

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Notas:

1. Alejandro de Humboldt: Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, traducción de Lisandro Alvarado, Monte Ávila Latinoamericana, Caracas, 1991, II, pp. 329-367. (Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Continent, fait en 1799, 1800, 1801, 1802, 1803 et 1804, par Al. de Humboldt et A. Bonpland, rédigé par Alexandre de Humboldt; avec un atlas géographique et physique, Paris, Librairie Grecque Latine Allemande, 1831.)

2. Alejandro de Humboldt, cit. pp. 358-359.

3. Pierre Fedida: cit., p. 277.

4. “Si las cimas circundantes no interceptasen la vista (…) se descubrirían al través (…) los Llanos o vastas estepas de Calabozo; y como esas estepas se elevarían a los ojos del observador, se verían desde el mismo punto los horizontes semejantes del agua y de la tierra.” Alejandro de Humboldt: cit., p. 358.

5. Hubert Damisch: La ville Narcisse, Seuil, Paris, 1996, pp. 27-29.

6. Sobre Tomás Sanabria vdr.: William Niño y Carmen Araujo: Tomás José Sanabria Arquitecto. Aproximación a su obra, Galería de Arte Nacional, Caracas, 1995.

7. «La anacorésis es un retiro político y un desinvoluncramiento con relación a la ciudad (con relación al fisco de la ciudad). El ideal del anacoreta (del ermita) es el mismo ideal de autarcia que experimentaba el ciudadano de Roma haciéndose construir una «villa» fuera de Roma, por ejemplo en Pompeya. Es el monje, el monos (el solitario), el hombre que no se concibe ni siquiera como un «atomos» político sino como un muerto social, como independencia (autarkeia) con relación al siglo, como un solitario cuyo epicureismo se ha ensombrecido totalmente»Cf. Pascal Quignard: Le sexe et l’éffroi, Gallimard, Paris, 1994.

8. Jacques Derrida: «Chôra», Pokilia, Etudes offertes à J.-P. Vernant, EHESS, 1987, cit par Pierre Fedida, Op. cit. p. 289.

9. Louis Marin: «Le portrait de la ville dans ses utopiques», in Utopiques: Jeux d’espaces, Minuit, Paris, 1973, p. 265.

10. Michel de Certeau: L’invention du quotidien. Arts de faire, Union Générale d’Editions 10/18, Paris, 1980, pp. 35-41.


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