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Con Homero la cosa era bastante sencilla. Los niños aprendían de memoria extensos fragmentos de sus poemas que cantaban y danzaban, lo que para Platón era la llave de la educación perfecta: danza y poesía. El ritmo les proporcionaba disciplina, sentido del orden, mientras que las voces y los movimientos en conjunto les daban sentido de armonía, pero también de pertenencia, de colectivo, a la vez que les hacían ejercitar el cuerpo, haciéndolos fuertes y flexibles para el deporte y, sobre todo, la guerra.
Mientras tanto, lo más importante, al memorizar extensos pasajes de la Ilíada y la Odisea, los jóvenes atenienses interiorizaban un ancestral código ético, un conjunto de valores que iba a definir su comportamiento social y político, pero también individual. Aprendían el valor, el arrojo y la furia de un Aquiles, que también lloró ante su madre la muerte de su amado Patroclo. Pero también el respeto a la experiencia y a la sabiduría de los ancianos como el venerable Néstor, el heroísmo denodado en el sacrificio de Héctor, la justicia y la humildad del rey Príamo, la vergüenza en la cobardía de Paris, la astucia, el inquebrantable compañerismo y la voluntad de un Odiseo, la hospitalidad del rey Alcínoo, el virginal amor de la princesa Nausícaa, el honor, la virtud y la castidad de la reina Penélope, la fervorosa abnegación de un hijo como Telémaco. En fin, que en las sabias palabras del viejo poeta los jóvenes griegos aprendían los trabajos, los sufrimientos, los sentimientos y pensamientos de unos héroes que eran suyos puesto que se los habían aprendido, los habían interiorizado, se habían apropiado de ellos.
También aprendían sobre los dioses. Aprendían que podían ser brutales y desalmados como Ares, medio tramposos como Hermes, borrachines e irresponsables como Dioniso, enamoradizos como Apolo, soberbios y concupiscentes como el mismo Zeus. Y las diosas podían ser celópatas y crueles como Hera, vanidosas, envidiosas y lujuriosas como Afrodita (cómo olvidar el delicioso cuento de los cuernos que le pone al viejo Hefesto con Ares, según se narra en la Odisea) u orgullosas y un poco hombrunas como Atenea o Artemisa. Aprendían también que nada podemos contra su voluntad, y que al hombre sabio no le queda otro camino que aceptarla y obedecerla, que no somos más que juguetes del capricho y del inestable temperamento de los dioses. Aprendían, pues, la humildad ante el destino, nada menos que la veneración y el respeto por lo que no podemos comprender.
Y como si fuera poco, cuando memorizaban las largas comparaciones de guerreros con bravos leones y águilas pavorosas, aquellos jóvenes aprendían también a temer a la naturaleza. A respetarla, cuando cantaban las tremendas tormentas del Egeo enfurecido. A admirarla, cuando el poeta describe las espléndidas mañanas griegas iluminadas por la “Aurora de dedos de rosa”. A amar a su tierra y al paisaje mediterráneo, cuando grababan en su imaginación los increíbles y lejanos países visitados por Odiseo. Aprendían aquellos niños, y esto sobre todo, el valor de la palabra. La fascinación por el mythos como alimento de la creatividad y la imaginación, pero también el respeto del logos como instrumento indispensable de la vida civilizada, como esencia del honor, la vieja timé. Aprendían, algo que hemos olvidado, que las palabras no se dicen impunemente.
Todo esto fue así hasta que llegó Sócrates. Convencido de los poderes de la razón, Sócrates pensaba que la búsqueda de la verdad no podía basarse en la memorización de ningún viejo poeta, y que todos teníamos en nuestro interior los medios suficientes para llegar por nosotros mismos a la comprensión las cosas. Así, inventó un método al que denominó “mayéutica”, que consistía en inducir al individuo, a través de preguntas y respuestas, al conocimiento que surge de uno mismo. El nombre de este método deriva del verbo maiéô, que significa “ayudar a parir”, que es lo que hacen las comadronas, que es lo que era la madre de Sócrates. Con semejante etimología nos queda bien claro, en la concepción socrática, cuál es la función de un verdadero maestro.
Así las cosas, no tardaría en surgir en Atenas una disputa entre los que defendían la vieja pedagogía, la homérica, y los modernos métodos de la nueva pedagogía, la sofística, y en especial la socrática. Esta querella se refleja claramente en Las nubes, la comedia de Aristófanes representada en el 425 a.C. En la comedia, Estrepsíades, un viejo agricultor ateniense, decide enviar a su hijo Fidípides a estudiar con el filósofo Sócrates. Fidípides es un holgazán y un aficionado a los caballos, por lo que su padre espera que Sócrates le enseñe la virtud y el trabajo. Es así que el viejo filósofo lo recibe en el “Pensatorio” (phrontisterion), la academia que ha fundado en medio de las nubes. Sin embargo, muy por el contrario de lo que espera Estrepsíades, su hijo se convierte en un charlatán y un tracalero. Entonces, furioso, prende fuego al “Pensatorio” con todo y Sócrates adentro. La escena final muestra a un Sócrates despavorido huyendo de su academia en llamas. Bromas aparte, que un poeta como Aristófanes dedique una de sus comedias a este asunto da una idea de la importancia que los ciudadanos atenienses concedían al problema de la educación, bien sabidos de sus innegables consecuencias políticas. Los atenienses y no solo los atenienses, porque más allá del estrecho de Corinto, en Esparta, otro sistema educativo se ensayaba desde hacía años, con miras y alcances muy diferentes a los de Atenas.
La agogé, “conducción”, era el sistema militar con el que eran educados los niños espartanos. En realidad, se trataba de un rígido método impulsado por el Estado, destinado a hacer de cada ciudadano un guerrero perfecto, una máquina de guerra. La verdad, la práctica de la eugenesia como política de estado. Al nacer, cuenta Jenofonte en su Constitución de los lacedemonios, el bebé era cuidadosamente revisado por un comité de ancianos. Si había nacido débil o con algún defecto físico, era arrojado sin más del monte Taigeto, cercano a la ciudad. Si era fuerte y robusto, de inmediato era separado de sus padres. Unas nodrizas lo criaban desnudo para que desarrollara resistencia al frío y se le bañaba con vino pues se creía que lo hacía más fuerte. Al niño se le acostumbraba a no temer a la oscuridad y no se le pasaba el menor capricho. A partir de los siete años y hasta los veinte, se le designaba un tutor que lo enseñaba a leer y a escribir, a cantar poemas guerreros y sobre todo a fortalecer su cuerpo en los deportes y el atletismo, especialmente en la lucha y la equitación. No debe extrañarnos que este sistema de educación militar, abiertamente opuesto al liberal e individualista de Atenas, convirtiera a Esparta en una ciudad cuartel, y claro, en una potencia militar.
La historia es conocida. Esta superioridad militar se hizo patente en la Guerra del Peloponeso, cuando Esparta supo aplastar a Atenas, sometiéndola e imponiéndole un gobierno títere, una dictadura. Sin embargo, esta ciudad cuartel era económica y culturalmente inviable, y aquella orgullosa Esparta guerrera decayó con los años hasta convertirse en lo que es hoy, un pequeño pueblo junto a un montón de piedras. Atenas en cambio se recuperó y recobró su antiguo prestigio, y volvió a ser lo que todavía es: la cuna de la civilización, una de las capitales de la cultura europea.
Mariano Nava Contreras
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