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En época de lluvia, Jacqueline Goldberg nos recuerda dos novelas que abordan desde diferentes perspectivas el deslave de Vargas y plantea la interrogante de como los temas de la realidad se convierten en temas de ficción
Escribo este texto bajo cielos equívocos de los últimos días de noviembre. Lo que debería ser transparencia, intenso cobalto, es nubarrón, techo aborrascado, aguacero que porta amenazas y una contabilidad de fallecidos, damnificados, inundaciones, llamadas de emergencia, miedo, desgracias que discurren hacia una única memoria, la del deslave ocurrido en el Estado Vargas en diciembre de 1999, cuyo saldo de víctimas jamás se oficializó.
Por casualidad —o porque los acasos no existen—, he leído en estos días, una tras otra, dos novelas venezolanas que conducen a aquellas devastadas horas finiseculares: Paleografías de Victoria de Stefano (Alfaguara, 2010) y Bajo tierra de Gustavo Valle (Norma, 2009). Ambas se sumergen en el tema del deslave casi de soslayo, haciendo de la hecatombe real el desaguadero de los infortunios de sus personajes. Y es esa distancia, ese ocurrir sin ataduras ni apremios historicistas, lo que imprime a estas dos particulares novelas una auténtica dimensión literaria que las separa de obras que han acudido más al periodismo y al dato inequívoco que a la intimidad, más al espanto que a la decantación metafórica. Vienen desordenadamente a la memoria algunos títulos emparentados: Pronombres personales, novela de Isaac Chocrón; La última sesión, obra teatral de Johnny Gavlovski; Noche oscura del alma, novela de Carmen Vincenti y Cuando bajaron las aguas, conjunto de relatos de Gabriel Payares.
En Paleografías, Victoria de Stefano deja flotar la depresión de su personaje central, Augusto, un pintor cincuentón, por ríos en apariencia calmos. Sólo cuando se topa consigo mismo y la pasión, se convierte en un torrente que no halla respuesta, claudica a conciencia y emprende un duro y pertinaz regreso. Hacia la medianía de la novela se intuye que la posada donde ocurre el encuentro amoroso está enmarcada en una catástrofe conocida. Se habla de lluvias que no cesan, carreteras anegadas, traslados pospuestos. La autora asoma en un correo electrónico que no se propuso el tema del desvale deliberadamente: “Él vino a mi encuentro a medida que avanzaba la novela. Siempre me ocurre así, trabajo más con una imagen inicial y unos personajes en determinadas situaciones. Las catástrofes naturales, inundaciones, terremotos, como bien dijo Faulkner en relación a su gran novela Las palmeras salvajes, son un escenario adecuado para poner en movimiento a los seres humanos, que son los que realmente me interesan como escritora”.
Bajo tierra, de Gustavo Valle —ganadora del Premio Bienal de Novela Adriano González León en su edición 2008 y del Premio de la Crítica a la Novela 2009—, tampoco pretendió acudir adrede a los lodazales de Vargas. Su personaje se zambulle en busca del padre en los vericuetos subterráneos de una Caracas maloliente, tapizada de alimañas, que oculta fantásticas historias. Sin que el lector pueda presentirlo, Sebastián se despeña como una de esas enormes rocas que bajaron de la montaña, cae en el mar y en una confusión propia y colectiva. Explica el autor desde Buenos Aires, donde la novela tuvo este año su primera edición argentina: “En mi caso el tema apareció como una exigencia más de los personajes, del motor narrativo, de la atmósfera. Leyendo a Humboldt encontré que el deslave tenía una clara lectura subterránea desde el punto de vista geológico, y allí se hizo el puente entre la tragedia que conocemos y los motivos profundos de mis personajes y sus desenlaces. La tragedia de Vargas está presente en la novela, sin duda, pero no de manera excluyente, pues de hecho ocupa solamente una pequeña parte, aunque significativa, de la historia. El tema llegó —o surgió— por obra de múltiples coincidencias, porque una novela es entre otras cosas una red de coincidencias”.
Obras con el tema del deslave de Vargas han ido apareciendo en la literatura nacional en muy diferentes momentos. Las de Victoria de Stefano y Gustavo Valle lo hacen con diez años de lejanía. Y me pregunto, ahora que llueve sin bridas, justo cuando tememos lo peor, ¿cuánto tiempo requiere la realidad para deslastrarse de márgenes, obviedades y sobresaltos, para hacerse vocablo y llegar a las encrucijadas del discurso poético?
De Stefano señala que cualquier cataclismo con fecha, referencias geográficas y signos de actualidad, envejece muy pronto: “Basta una década para que empiece a quedar en el olvido. Por otra parte, tienen un valor simbólico y literario en el sentido que no dependen de nosotros, que son destino y circunstancias, y nada más digno de ser novelado que un destino y la tenacidad o la pusilanimidad con que se lo enfrenta. Sea éste la muerte, la enfermedad, las pérdidas, los encuentros y las emociones que los acompañan”.
Por su parte, Valle acota que la literatura depende poco de la voluntad del escritor: “Si uno se sienta y dice: voy a escribir una novela sobre la tragedia de Vargas, lo más seguro es que el resultado final sea un adefesio. La conseja indica que debe pasar mucho tiempo, o por lo menos un tiempo prudencial. ¿Cuánto? ¿Quién sabe? Creo que hay temas viejísimos que nadie toca y que ya tienen telarañas, o temas recientísimos que si no los abordamos se perderían en la efímera marea de los días. En definitiva, un escritor está en la obligación de hacer lo que le da la gana. Y en esto tiene que seguir su personal olfato. Yo odio, por ejemplo, aquello de ‘historia de amor con gran telón de fondo’, pues me parece que es la manera más facilona de meter un gran tema en la construcción de una ficción. Y un gran tema no puede llegar a la novela como tema sino como un personaje más”.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 2 de diciembre de 2010
Jacqueline Goldberg
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