Literatura

Dos dramas de Eugene O’Neill: 1.- El viaje de un largo día hacia la noche

Eugene O'Neill

17/02/2018

El viaje de un largo día hacia la noche, del norteamericano Eugene O’Neill, sólo sería publicada en 1956, tres años después de la muerte del autor. Un extraño designio, si recordamos que para los lectores, y la crítica, se trata del más acabado de todos los dramas del autor. ¿Qué fue lo que influyó en Eugene O’Neill para que dejara inédita, lo que seguramente sabía, era la mejor de sus obras? No podemos saberlo, pero sí sospecharlo. El viaje es una de las expresiones más estupendas y desgarradas de lo que, refiriéndose a la poesía, el profesor A.M. Rosenthal llamó confesional poetry (“poesía confesional”) en un libro cuya influencia no puede exagerarse. En esencia, se refería a las obra de poetas norteamericanos que, a mediados de los cincuenta, propusieron el más serio cuestionamiento a la poética de la impersonalidad, la tradición dominante en la lírica anglosajona desde comienzos del XX.

En efecto, el credo de la modernidad excluía el uso de toda referencia autobiográfica que no fuera hecha de manera oblicua, enmascarada. De allí el rechazo unánime a Whitman (“Yo me canto y me celebro a mí mismo…”) y sus preferencias por Poe, pocas veces grande, pero siempre “impersonal”. Hasta cierto punto, la pulcritud de las teorías de la modernidad no dejaban de ser saludables. Habían surgido como una reacción a los excesos del yo romántico, sintetizada en el dictum poundiano: “Nada de babosa emoción”. Y su discípulo, T.S. Eliot, añadía que la única manera de expresar las emociones era a través de lo que llamaba correlato objetivo, esto es de manera indirecta. El criterio de la impersonalidad fue el dominante en Inglaterra, Estados Unidos y buena parte de Europa, por cuatro largas décadas. A comienzos de los años cincuenta, el granítico criterio comenzó a presentar ligeros signos de fractura. La irreverencia de poetas como Allen Ginsberg o la originalidad de otros como W.D. Snodgrass, los llevaron a disputar la necesidad de una lírica tan ascética, oblicua, impersonal. Ginsberg hablaría con nombre y apellido de su madre muerta; mientras que Snodgrass, de manera no menos desgarrada, se dirigía a la hija que tenía que abandonar a causa del divorcio. Parecía que todos los escritores y poetas estaban esperando a que alguien le pusiera el cascabel al gato. En lo sucesivo, la “confesión” se convertiría en el modo favorecido por los vates, narradores y dramaturgos norteamericanos. El más celebrado de los poetas de su tiempo, Robert Lowell, hablará, en un poemario llamado así, Estudios biográficos (Life Studies), de cómo había derribado a su padre de un golpe, en medio de la decadencia de la ilustre familia. Los más jóvenes comenzarían a cantar, sin ningún pudor, sus miserias existenciales, sexuales, fisiológicas, matrimoniales.

El teatro norteamericano, a diferencia de la poesía, no se había abstenido de acudir a las referencias autobiográficas. Las obras de Tennessee Williams, Arthur Miller (su ex, Marylin Monroe es el personaje central de una de ellas), Lillian Hellman y el mismo O’Neill (Hughie, su drama de un solo acto puede ser una viñeta de su padre ebrio en la recepción de un hotel de segunda, como los que su familia frecuentó toda la vida). La diferencia ahora es que O’Neill, en Largo viaje de un día hacia la noche se presentaba no en solitario, con todas sus pequeñeces, sino acompañado por su familia, cuyos miembros son los protagonistas del tenso drama, los personajes de un texto agobiante que se extiende por 180 páginas y cuatro horas de representación. Difícilmente una obra de teatro contemporáneo tan desoladora como esta. Una especie de Godot realista, sin borrosas implicaciones metafísicas. Todas las miserias de la Condición humana de Balzac, comprimidas en una sola pieza de teatro: avaricia, enfermedad (tuberculosis), alcoholismo, drogadicción, agresividad, desencanto, venganza, envidia, crimen (el hijo de pocos años es el causante accidental de la muerte del hermano recién nacido) y la fatal dependencia emocional. Mon coeur mis au nu, en fin. Pocas cosas más humillantes (“La confesión de uno humilla a todos”, decía Maeterlinck) que la confesión. De allí la intimidad del acto católico confesional, o la ausencia de ella entre los protestantes. O’Neill era de formación católica y su confesión, que prefirió dejar en secreto, es la más dolorosa.

El largo viaje es el más aristotélico de los dramas. Las dos “unidades” que destacara el filósofo en los trágicos griegos (acción y tiempo), así como la tercera, de lugar, agregada por sus seguidores, son respetadas obsesivamente por O’Neill. La única acción es la que protagonizan los personajes en el interior de la casa de verano familiar en un pueblo de Connecticut, y todo se desarrolla en las doce horas que se extienden de un ameno desayuno a una cena desastrosa. Aunque desoídas por el teatro contemporáneo, la receta de Aristóteles es la más saludable. La pieza de O’Neill debe su terrible eficacia a esta fidelidad al patrón clásico. El genio del norteamericano, entre otras cosas, consiste en el hábil dominio del método. Y no fue la única vez que lo hizo, buena parte de su dramaturgia fue escrita de acuerdo a este principio. Otro rasgo de su genio dramático fue darse cuenta de que para sus historias sólo una poética de este tipo podía tener eficacia. El largo viaje es un monumento a las posibilidades del realismo en el teatro, como lo son los dramas de Ibsen y Chejov, sus modelos. Es el mismo realismo, heredado de Maupassant y Zola, de Steinbeck, Gertrude Stein o Hemingway. Nada de las fantasías de Maeterlinck o Cocteau, por una parte, ni de las metafísicas Claudel, por la otra. Más cerca de Camus, Anouhill o Sartre, pero sin la poesía del primero, el luminoso historicismo del segundo ni la filosofía del tercero.

El argumento no puede ser más banal, —nada de terroristas enfrentados al dilema existencial del asesinato político, o los inconvenientes de servir a dos partidos, o la supuesta inocencia de los culpables—: un día de vacaciones en la vida de una familia de origen irlandés, de la clase media norteamericana en la primera década del siglo XX. Cuatro son los personajes principales y uno de menos importancia: James Tyrone, pater familiae, 65 años, actor retirado, irlandés, avaro, machista y alcohólico; Mary, la madre, reumática, prematuramente envejecida por su adicción a los opiáceos; Jamie, 33 años, primogénito, actor frustrado, adicto a los prostíbulos y el alcohol; retrato del hermano mayor de O’Neill, moriría alcoholizado en una clínica privada, y Edmund, poeta decadente, aventurero, tuberculoso y, por supuesto, dependiente del alcohol. Esta tendencia de la familia a la bebida justifica la portada de la edición de Largo viaje en la edición autorizada de Yale University: un jugoso vaso de whisky “on the rocks”.

Las referencias autobiográficas son las más transparentes. La descripción de la casa de campo de los Tyrone en New London, Connecticut, se corresponde, metro por metro, con la de los O’Neill en el mismo estado. De tal manera, que la fachada ha sido utilizada en las filmaciones y producciones de la obra, y es un lugar de culto para los seguidores del gran dramaturgo. No es de otra manera con la figura del padre; como el viejo James Tyrone, el padre de nuestro autor fue un destacado comediante, que llegó a figurar al lado del legendario Edwin Booth pero que, también, prefirió el éxito fácil al trabajo duro. El viejo O’Neill fue un actor itinerante, obligando a su familia a una existencia sin hogar, reducida a los hoteles de segunda en las ciudades donde se presentaba. La madre, un personaje patético y desgarrado se consuela, como la madre de Eugene, en el rarificado mundo del opio; mientras su primogénito, Jamie, acumula frustraciones como intelectual y actor, talentos que despliega en los bares y lupanares del hostil poblado, emulando en todo, incluso en sus resentimientos al hermano mayor del dramaturgo. Eugene O’Neill se retrata en el segundo de los hijos de la familia Tyrone, Edmund; como él, fue un poeta mediocre, amante de Swinburne y Dowson (“I have been faithful to thee, Cynara! in my fashion”), que se aventuró, sin más de un céntimo, en viajes a lejanas geografías, solitario, de contextura precaria; y, como Eugene, tuberculoso. De él son las líneas más hermosas de la obra y, entre las más permanentes de toda la dramaturgia norteamericana contemporánea:

Apareció el sol, la arena caliente, las verdes algas ancladas
en la roca, moviéndose con la marea. La visión beatífica de un
santo. Como el velo que una mano invisible levanta de las cosas.
Y por, un segundo, puedes ver los secretos. Por un segundo, las
cosas tienen sentido. Entonces, la mano deja caer el velo y estás
solo, perdido de nuevo en la niebla y tropiezas hacia ninguna
parte sin razón ninguna.

Fue un gran error haber nacido humano. Hubiese preferido
mucho más ser una gaviota o un pez. Siempre seré un extraño
que nunca se siente en su casa, que no quiere realmente, ni es
querido, que no pertenece a ninguna parte y siempre estará
un poco enamorado de la muerte.

No deja de estar en lo cierto el profesor Stephen Black, el mejor biógrafo de O’Neill cuando refiere las connotaciones catárticas de la dolorosa obra: “Hasta cierto punto, el acto de escribir Largo viaje, le permitió a O’Neill consolidar el proceso de duelo que, a finales de los veinte, lo llevó a intentar, en tres ocasiones” (Prólogo a edición de Yale University, 2006) Un poco antes, Black nos recordaba, que durante esa misma década, en el período de tres años, el escritor había visto desaparecer a toda su familia. El padre de un penoso cáncer abdominal en 1930; dieciocho meses después su madre de un tumor cerebral; y, ocho meses más tarde, de un coma hepático, su hermano mayor.

La obra, sin concesiones de ningún tipo, avanza inexorablemente hacia su desenlace. La acción crece en violencia y las situaciones se suceden inesperadas y sórdidas, con revelaciones de las atormentadas existencias de los protagonistas en un prontuario donde lo único que parece ausente es el incesto; el resto del álbum de miserias, los Tyrone lo han llenado varias veces y le sobran barajitas. El viaje del largo día se aproxima a la esperada noche, prolongada por respetables ingestas de alcohol y visita a los burdeles, hasta el gran y mezquino final, con los tres hombres de la casa absolutamente ebrios, mientras la madre deambula, fantasmagórica, en su particular infierno de morfinómana. El día ha llegado por fin a la noche después del largo viaje donde Eugene O’Neill, siempre aristotélico, intentó una catarsis convirtiendo en arte la confesión sobre su dolorosa miseria familiar. No tiene porqué extrañarnos, entonces, que haya dejado inédita lo que es para muchos la mejor de sus obras, y una de las más permanentes del teatro occidental contemporáneo.


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