Perspectivas

Don Arturo en Grecia

16/05/2020

En nuestras lenguas modernas, por nuestro mal, no hay ninguna palabra que traduzca exactamente lo que significaba eleuthería [libertad] para un contemporáneo de Platón. Pero al rato de contemplar mudamente, en el sol de la tarde y contra el cielo azul, la silueta del Partenón, a uno le parece que comienza a entenderla y que no hay ninguna palabra más hermosa.

 

En 1955, “para saciar la sed de más de veinte años de ausencia”, Arturo Uslar Pietri emprende su segundo viaje al Cercano Oriente. Ya a comienzos de 1931, cuando vivía en París desempeñándose como agregado de la delegación venezolana, había estado en Marruecos. Un año más tarde, el 5 de enero de 1932 para ser exactos, embarca en el Champollion, en el puerto de Marsella, rumbo a Egipto junto a su amigo Miguel Ángel Asturias. El pretexto es participar en el X congreso de Prensa Latina, que se realizará en El Cairo los días 10 al 13, pero el joven Arturo aprovecha el viaje y pasa también a Alejandría, Jerusalén, Beirut y Damasco. Claro que no serán los únicos países que conozca en esa primera estancia parisina. Asiste también como delegado a la Conferencia Internacional del Trabajo en Ginebra y viaja por Italia, Bélgica, Holanda, España e Inglaterra. En 1933, un año antes de volver a Venezuela, Arturo Uslar Pietri viaja de nuevo a Israel.

Tras los pasos de Miranda

El hombre que ahora desea andar de nuevo aquellos pasos no es el deslumbrado muchacho que a los veintitrés años salió por primera vez de Venezuela a descubrir Europa y el mundo. Ahora don Arturo tiene cuarenta y nueve años y ya ostenta brillante palmarés como escritor y hombre de Estado. El año anterior le han concedido el Premio Nacional de Literatura, que comparte con su amigo Mariano Picón Salas. El mismo Uslar Pietri nos da cuenta del itinerario de la nueva aventura: “Entré por el Tajo de Lisboa, pasé a las riberas del mar griego, penetré al bazar de Estambul, torné a mirar los balcones de El Cairo y los búfalos del Nilo, y regresé a Occidente por las torres de Italia y los viñedos de Francia”. Era, pues, su primera vez en Grecia.

Al igual que su ilustre antecesor, Francisco de Miranda ciento sesenta y nueve años antes, Uslar Pietri lleva detallado registro de sus viajes, que redacta en forma de crónicas. Ahí está no solo lo que ve y lo que percibe, sino también lo que siente y reflexiona, todo lo que aprende en el vasto “libro del mundo”, frase que por cierto toma prestada de su insigne paisano, y éste a su vez de Descartes. Las crónicas de este viaje llevarán por título Un turista en el Cercano Oriente, y serán publicadas en Caracas años más tarde.

Como Miranda, don Arturo deja constancia de sus pasos por tierra griega. El primer día, claro, es para subir a la Acrópolis, que es lo que hacemos compulsivamente todos los que llegamos por primera vez a Atenas apenas soltamos las maletas en el hotel. Don Arturo resume en un brillante párrafo la emoción que siente todo el que por primera vez anda sus calles:

“La moderna Atenas no es propiamente una ciudad hermosa, ni en su trazado ni en sus edificios hay nada que la haga destacarse. Son edificios de todos los estilos y calles estrechas. Hay partes en que pudiera ser Barcelona o Lisboa, o Panamá; pero de pronto, por una bocacalle apretujada de gente y de vehículos, por encima de la percha de un tranvía que suena su campana, mira uno, como en un destello prodigioso, la estructura del Partenón sobre la Acrópolis, y entonces todo cambia, todo se borra, todo toma otro aspecto, y ya luego uno sabe y no puede olvidar que aquella ciudad no se parece a ninguna otra, que aquella es Atenas, la que, en aquella menuda colina y en menos de cinco siglos, creó casi todo lo que hace de nosotros todavía seres civilizados”.

En esa primera jornada visita también el ágora, en tiempos en que todavía se hacían excavaciones. “Por entre esos pórticos andaba descalzo Sócrates, con su barba hirsuta, enseñándole a la juventud cosas inconvenientes”. Después de ese primer día en Atenas, emprende un corto viaje al Peloponeso. Cruza “por un estrecho puente” (ahora hay una autopista) el canal de Corinto y se adentra en la península, por la angosta carretera, hasta Argos. El paisaje que describe no se diferencia demasiado del que podemos mirar hoy: “Colinas ondulantes, altos montes abruptos, llanada manchada de pinos y olivos, y hieráticas filas de oscuros cipreses”. Nota que a orillas de la carretera se amontonan por igual cajas de uvas y de tomates que cosechan los lugareños: “El tomate de los aztecas está aquí junto a la viña de Dionisios, para recordarnos que el destino del hombre se ha entremezclado en treinta siglos de historia”. Pero, y en esto también nos recuerda a Miranda, le atrae especialmente el paisaje humano: “A la puerta de las casas hay una parra que da sombra, y bajo ella siempre hay el diálogo de gentes sin prisa que miran al pasajero con ojos lejanos y tranquilos. Las mujeres llevan envueltas las cabezas en coloridos trapos doblados sobre la boca a la turquesca”.

Se nota que los circuitos turísticos han permanecido invariables durante décadas, siglos tal vez, como si el catálogo de las maravillas griegas hubiera atraído por igual durante generaciones. De eso sabía mucho Pausanias. En ese viaje visita las ruinas de Micenas y don Arturo es arrebatado por las evocaciones. “Es tanto el poder de la evocación, que todo parece más suave y hermoso”, nos dice. Y al subir a la ciudadela: “Aquí está la Grecia de Homero (…) En estas ruinas de viejos palacios estuvo la corte de Agamenón y de Clitemnestra, y Esquilo vino a invocar la sombra trágica de Orestes”. Sigue a continuación hacia Nauplia, pasa por la pequeña ciudad y se adentra en las boscosas colinas hasta el santuario de Epidauro para ver el hierón y el famoso teatro. De ahí sigue adentrándose en la Arcadia para llegar a Laconia y conocer las ruinas de Esparta y el antiguo templo de Zeus Olímpico, donde se celebraban las olimpíadas. Pasa la noche en Trípoli, en el centro de la península. “Toda la población se vacía en la gran plaza para el atardecer. Es el viejo espíritu del ágora de esta raza acostumbrada a vivir fuera del encierro de las casas, el que los lleva a reunirse, a conversar y a deambular sin término por el vasto espacio lleno de mesas, donde toman su espeso café turco con un vaso de agua”. Por la mañana desanda el camino y vuelve a Atenas por la misma ruta, no sin antes detenerse en Corinto y visitar sus arcanas ruinas: “Allí está el ágora donde vino san Pablo a predicar las austeridades de la nueva religión”.

La Acrópolis de Atenas. Fotografía de Diego Albero Román | Flickr

Al día siguiente el camino es muy otro. Sale por el sur de la ciudad y toma el camino que bordea el golfo Sarónico, dibujando la costa oeste del Ática (que hoy ridículamente los operadores turísticos llaman la “Riviera Ática”) hasta el cabo Sunion. Allí, en el promontorio, observa las ruinas del templo de Poseidón y observa el inigualable paisaje. “¿De qué esta hecha esta calma increíble del Egeo y esta sólida materia de oscuro azul, donde el sol pone manchas de plata y el viento extiende zonas opacas?”. Quizás el recuerdo de estos paisajes marinos le inspirara uno de sus más bellos poemas, “La lagartija de Delos”, que será publicado en El hombre que voy siendo (1986):

La lagartija de Delos

no sabe de arqueología,

bajo el sol, entre las piedras,

se pierde por los matojos.

Reliquia de sangre fría,

piedra viva entre las piedras,

vieja como el mar y el viento

aquí la hallaron los griegos.

De la polis nada queda,

sol y ruinas, mar y viento,

en el temblor de su raya

la lagartija es lo eterno.

Al caer la noche, de regreso a la ciudad, don Arturo asiste a una representación del Hipólito de Eurípides en el Odeón de Herodes Ático, el famoso Herodion, imponente teatro romano enclavado en la ladera sur de la Acrópolis. Demiurgo de las palabras, no puede sustraerse al encanto de otra de las maravillas que impresiona a todo el que física o espiritualmente viaja a Grecia: la lengua griega. “La cadencia del verso trágico griego resonaba con impresionante majestad. Voces sonoras, llenas, claras, decían los rítmicos parlamentos”.

La última excursión la reserva don Arturo a otro lugar central de la cultura griega: Delfos. El ómphalos, el centro del universo, donde cuenta la leyenda que Apolo venció a la terrible serpiente Pitón y después, durante siglos, se sentó la Pitia a predecir el futuro, las desgracias y buenaventuras, de griegos y bárbaros. Antes, la carretera se adentraba en la llanura beocia, pasando por Tebas, el monte Helicón y la fuente Castalia, para después subir la escarpada ladera del monte Parnaso donde se asienta al santuario. Hoy se llega por un desvío de la autopista a Tesalónica. Por la vieja carretera debió pasar don Arturo para contemplar las exiguas ruinas y extasiarse en presencia del exquisito Auriga, una de las esculturas más hermosas de todo el arte griego. “Esbelto y firme en su túnica de bronce, que mira, con sus ojos esmaltados, el vacío que se abre delante de su mano firme que aún sostiene pedazos de riendas”. Pasa la noche en pueblo “moderno” para volver al otro día a Atenas. Mañana muy temprano debe partir, de nuevo como Miranda, a Estambul. Cuando la “Aurora de dedos de rosa” esté anunciando la llegada del carro del sol, ya su avión estará surcando el cielo sobre el Egeo.

El octavo tranco

Dieciséis años más tarde a don Arturo, que ya tiene sesenta y cinco años, se le ocurre una idea audaz: emprenderá un viaje alrededor del mundo y recogerá la experiencia en unas crónicas que titulará La vuelta al mundo en diez trancos. El viaje dura dos meses, entre abril y junio de 1971. Uno de los “trancos”, el octavo, es, desde luego, Atenas. El sábado 22 de mayo de 1971 Arturo Uslar Pietri está aterrizando en el viejo aeropuerto Hellenikó. Viene procedente de Estambul. Si aquella vez ése era su destino, esta vez su curioso periplo se extiende rumbo oeste, persiguiendo al sol, saliendo de Caracas para volver a ella. Don Arturo no deja de notar lo que ha cambiado Atenas: “Ha hecho muchos progresos Atenas en los años que llevo sin verla. Hay mucha limpieza, muchas hermosas avenidas y cuidados parques. Hay sensación de prosperidad”. En los periódicos se cuenta la glamorosa agenda que cumplen los reyes Constantino y Ana María en su exilio en Londres, pero en las calles de Grecia quienes mandan son los Coroneles. Y sin embargo, no es ésa la política que interesa a nuestro viajero: “yo no he venido a averiguar la política de los coroneles griegos, sino la otra política que aquí se hizo para el mundo hace veinticinco siglos”.

El domingo 23 por la mañana, cómo no, don Arturo sube por segunda vez a la Roca Sagrada (“vuelvo a hacer el desfile de las viejas piedras hacia la Acrópolis”). Aunque ya sabe lo que va a encontrar, el deslumbramiento y la emoción son los mismos de la primera vez, o quizás por esta razón mayores (y en eso también don Arturo sigue el camino de los que hemos estado en las sagradas ruinas una y otra vez). “Aquí está la maravillosa presencia”, dice. “El mármol dorado y tierno como carne viva. Y luego arriba el Partenón. La fila de las columnas dóricas enseñando lo que no sabían los asiáticos, la belleza de la simple armonía de las proporciones”. Y más adelante: “Puede uno sentarse a la sombra de una columna y ver lentamente a la extensión que lo rodea, desde los Propíleos, al Erectheion y a los pedazos de mármol dispersos sobre el suelo. Sale de allí una fe en lo humano que no brota de ningún otro monumento”.

Los días siguientes nuestro viajero se ve afectado por unas fiebres que no le permiten hacer mucho más que visitar el Museo Benaki para ver unas muestras de arte bizantino. Y quién sabe qué otras cosas no hubiera vivido don Arturo en su último viaje a Grecia, si no hubiera tenido que partir la mañana del miércoles 26 con destino a París, para nunca más volver a Grecia.

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En 1975 se publicaba en Caracas El globo de colores, que recoge todas las crónicas de viaje de Arturo Uslar Pietri. Ese mismo año don Arturo es nombrado embajador de Venezuela ante la Unesco y debe mudarse a París. Sin embargo, ya no volverá a escribir crónicas de viaje y se limitará a recordarlos. En El globo de colores están contenidos los textos que componen Un turista en el Cercano Oriente y los de La vuelta al mundo en diez trancos, donde están narrados los periplos griegos. En el prólogo, don Arturo hace una confesión a primera vista sorprendente: “Nada me ha atraído más, ni siquiera los libros, que entrar por un camino nuevo y llegar a una ciudad desconocida”. La afirmación, sin embargo, refrenda ese terenciano interés por todo lo humano, por todo lo que ocurre en el presente como en el pasado que es signo de su obra. Por aprender, hemos dicho, en “el gran libro del mundo”. No es otra sin duda la esencia del humanismo. “Ya nada está lejos”, afirma don Arturo con Terencio, “ni nada es ajeno. Habría que pasar por todas las formas de lo humano para poder conocer nuestra casa”.


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