Domingos de ficción

Domingos de ficción: La importancia de ciertas cosas

06/09/2020

Imagen de juiceeric18 | Flickr

Llegamos a la sexta entrega de la cuarta temporada de Domingos de ficción, en la que publicamos relatos escritos por periodistas, profesionales cuyo escenario natural es la no ficción. La muestra, curada por Óscar Marcano, prosigue con Leo Felipe Campos, (San Félix, Venezuela, en 1979). Leo es autor de la antología de crónicas Concierto para delinquir (El Taller Blanco, 2020), los libros de relatos Gancho al hígado (Tusquets Editores, 2018) y Sexo en mi pueblo (Ediciones Puntocero, 2009) y de la novela El famoso caso de las cartas de Lucas Meneses (2009). Fue fundador y editor de la revista cultural plátanoverde y de la revista de literatura latinoamericana 2021 Pura Ficción. Ha trabajado como periodista deportivo y de investigación y colaborado en medios como El Espectador y la revista Don Juan, en Colombia, Prodavinci, en Venezuela, y The New York Times en español. En 2012 fue nominado a los premios Latin Grammy por la creación de la letra para una canción de rock. Reside en Barcelona, España, y trabaja como editor, corrector de estilo, y como guionista y dialoguista para series de TV. 

 

Carlucho iba camino a la granja de su amigo cuando se detuvo a estirar los pies y a comprar un CD pirata de música venezolana. Entre ambos habían levantado una posibilidad que se encerraba en jaulas y estanques: acures, conejos, cerdos, pavos, peces de colores. Una posibilidad que podía significar para ellos un futuro estable: convertirse en productores, en avicultores, en vendedores de animales. 

Tenían también un mariposario como proyecto. 

Su amigo tenía un “contacto” y Carlucho había decidido, por fin, terminar con lo que no tenía sentido, pedir perdón a Lucero, su última novia, una cantante amateur de merengue, para después pedirle matrimonio. Era un plan.

“Las buenas canciones son como la mala poesía. Esconden nuestras peores intenciones”, solía decirle. La había conocido en un concierto el año anterior en el hotel Hesperia de Maracay. Estuvieron juntos lo que dura un embarazo, abortaron durante un viaje a la playa mientras escuchaban un disco de rock en español.

Carlucho era risueño. Un moreno regordete al que le encantaba andar sin camisa y hablaba todo el tiempo de pelota. Un chico tímido que poco a poco se transformó en el hombre carcajada. Prestaba chistes, exageraba anécdotas, no guardaba sino recuerdos, se equivocaba con frecuencia y, por lo general, escogía la burla para tratar a los demás. Venía de una familia numerosa y amaba el mar. El pecado de ser tan común y parecerse a los sueños ajenos no perdona. 

Mientras conducía sacó la cuenta. Llevaba casi tres semanas sin ver a Oriana, su nueva amante, una reportera de sucesos que vivía en Valencia y tenía en la pared de su cuarto una cartulina con fotos y una meta escrita en marcador fosforescente. Ella lo llamaba “mapa del tesoro”. 

Oriana anhelaba retratarse desnuda y convertirse en portada de Playboy. Todas las noches, antes de dormirse, repetía en sus redes que no creía en nada y moría un poco cada mañana para no esperar desengaños. Eso era, para ella, ser fuerte. 

Carlucho le llevaba siete años y la doblaba en peso. Trataba de entenderla, pero no podía. “Ya no más”, se dijo. “Se acabó”. Bajó del carro y fue por un café negro. A pocos metros estaba el viejo que vendía los discos. Lo señaló como si lo conociera de toda la vida. Vio a una mujer a lo lejos y le metió su mirada tan adentro de las nalgas como pudo. Pensó en Lucero y sonrió. 

En las fiestas y comidas de su barrio, Carlucho solía pasar por bueno. Era una promesa lógica para todas: leve, simpático muchacho de palmadas, gran bailarín. Era querido. Lo cuidaban, pero sobre todo lo querían. Y —lo que son las cosas—, su muerte llegó por lo que pasó en un cumpleaños donde sintió que lo querían más que nunca. 

En la esquina de un balcón vio recostada a una trigueña con extensiones y una blusa que se movía como las olas. No la conocía. La piel le brillaba y él se pasmó. Por un segundo se le borró la risa. No pudo creer que alguien de pronto le gustara tanto. Aquella misma noche, Oriana trabajaba a treinta kilómetros de distancia. Reportó para un canal local el suceso de un triple homicidio con cuerpos mutilados. Lucero, en su casa, un poco más lejos, vio la noticia y apagó el televisor. 

La trigueña tenía rato esperando que Carlucho se acercara como quien extraña el pasado y la besara en la boca. Él no sabía que esa mujer tenía un novio que era policía y sufría de migraña y mal carácter. Carlucho tenía sentido del humor, pero carecía de sentido común, y en esto en Venezuela se paga con la vida. A menos que pertenezcas a las esferas del poder. 

La madrugada en la que encontró la muerte, Carlucho venía de ver a la trigueña. Había sido más bien por casualidad, pero se divirtieron. Eso para él era importante. Iban a ser las dos de la mañana del sábado. Estaba solo y se sentía igual. “Ya no más”, se dijo después de despedirse. “Se acabó”. Pensaba ir a un ranchito que tenía su tío en la playa, pero la llamada de su amigo de la finca lo desvió de ruta: “Tienes que venir cuanto antes y mirar unas aves exóticas que levantarán el valor de estas tierras”. 

Había aparecido otro “contacto”. 

Lucero ofrecía un pequeño concierto con un grupo en una graduación en Caracas. Oriana estaba libre, se hacía la pedicure en casa de sus padres y miraba una serie documental sobre crímenes macabros sin resolver en Corea del Sur. Ambas lo echaban un poco en falta. Más de lo que hubieran admitido, como dijeron después. 

Carlucho sintonizó una emisora alternativa y escuchó The Rain Song, de Led Zeppelin, después Cowgirl in the Sand, de Neil Young, que le gustó, aunque le pareció un poco larga. Después It’s all over now, baby blue, de Van Morrison y Bob Dylan, y después Something in the way, de Nirvana. Cambió el dial porque quería algo más alegre: salsa, merengue, reguetón. Canciones de moda. Para Carlucho todo lo que sonaba en inglés era triste, cuando menos aburrido, y él no podía permitirse estar tranquilo; en la granja no paraba de sobrealimentar a los animales. Comía siete veces al día, se acostaba tarde y se levantaba temprano.

Aceleró el carro hasta 170 kilómetros por hora y comenzó a cantar con mímicas. Vio de frente las luces altas de una camioneta último modelo, negra, blindada, y sacudió su cabeza hacia los lados. Estuvo a punto de chocar y se mordió el labio inferior. El miedo le produjo un escalofrío que le hizo golpear el volante. Subió el volumen y volvió a pensar en Lucero. Después en Oriana. Después, otra vez en Lucero. 

A Carlucho lo estaban siguiendo. 

Rodó durante media hora, cada vez más apartado del mar, hasta llegar al puesto de descanso, donde había tres gandolas y un par de autobuses. Fue allí cuando se antojó de comprar el disco de música criolla; un regalo para su amigo, que tocaba el cuatro y el arpa. Antes de orinar señaló al vendedor de discos. Le pareció un espantapájaros. Fue entonces cuando clavó la mirada en las nalgas a la desconocida. 

En el baño aguantó la respiración y se tapó la nariz con una mano. Olía a gato muerto. Salió con la firme intención de pedirse su café largo y cargado. Necesitaba espabilar porque aún le quedaban cincuenta minutos de camino. Silbaba, incluso contento, y notó en el asfalto un escupitajo que se secaba con el viento frío. Algo debió haber escuchado. 

El policía de mal carácter y peores humores le disparó por la espalda. Acabó con su migraña vaciándole seis balas. Sonrió, se sintió satisfecho. Creyó que hacía justicia. Para él era importante. La sangre regó una pared mugrienta que tenía un grafiti contra el gobernador de turno. La pintura era marrón y se confundía con las manchas. Por segunda vez aquella noche, Carlucho había sentido miedo: murió con una mueca de espanto. 

Antes de recibir el primer balazo imaginó a Oriana desnuda en la portada de Playboy. Después a Lucero en traje de baño, dando vueltas con los brazos abiertos en la orilla de una playa. Las vio volar como mariposas enjauladas en la finca de su amigo. Durante ese último minuto no pensó en ninguna otra mujer.

***

Lea las entradas anteriores de esta serie:

Domingos de ficción: Una mala velada; por Cristina Raffalli

Domingos de ficción: Bob lo sabe; por Alex Vásquez Santander

Domingos de ficción: Tequila; por Gerardo Guarache Ocque

Domingos de ficción: La fiesta y Niña; por Lorena González Di Totto

Domingos de ficción: Dos mujeres; por Hugo Prieto


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