Perspectivas
Discurso de Recepción del VIII Premio Internacional “Pedro Henríquez Ureña”
por José Balza
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…venimos de todas las riberas de la tierra.
Nuestra raza es antigua, nuestra edad no tiene nombre.
Y el tiempo sabe mucho sobre todos los hombres que fuimos.
SAINT-JOHN PERSE: Crónica, III
(Traducción de Adolfo Castañón)
I
Cuando a comienzos de 1990 concluí el libro Iniciales (Siglos XVII y XVIII), lo hacía impregnado por Las corrientes literarias en la América hispana (FCE) y por La utopía de América (Biblioteca Ayacucho), en ediciones de 1978, aunque desde tiempo antes hubiera leído con recompensada curiosidad a Pedro Henríquez Ureña, guiado por la admiración de Borges.
Allí buscaba yo detectar señales y huellas antiguas del pensamiento teórico sobre literatura en América; nadie habría podido desencadenar tal interés en mí como lo forjaba Henríquez Ureña. Su influjo podía parecer “indirecto”, pero me enseñó a “alabar”, a comprender críticamente la actitud y el pensamiento de nuestros lejanos y activos Inca Garcilaso de la Vega, Hernando Rodríguez Camargo, Juan Rodríguez Freyle, El Lunarejo, Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana, Nicolás de Herrera y Ascanio, Eugenio de Santa Cruz y Espejo, entre otros.
Hoy lo sigo con admiración y gratitud. Borges tenía razón: “así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal cual provincia, mañana pensaremos en términos de América y alguna vez del género humano”. Ese mañana es nuestro presente.
Vengo de las selvas del delta del Orinoco; desde allí voy a Caracas y a las ciudades del mundo, para volver a sus aguas. El deslumbrante paisaje del delta también puede parecer una superficie, como la escritura. Pero bastaría detenerse a concebirlo geológicamente (una bárbara geología, según Sergio Pitol en Pasión por la trama) para advertir que bajo él hubo otras fuentes, otras rocas y sedimentaciones: que tras su atracción actual pasaron formas de la tierra milenarias o que quizá persisten en inconcebibles transformaciones.
También las aguas que ocurren frente a mi casa natal (aguas tan bien percibidas por Walter Raleigh o José Gumilla) no consisten solo en un pasar: ellas traen tesoros líquidos y minerales de centenares de afluentes, que nacen y atraviesan mi propio país, pero que también acuden a entregarse al Orinoco desde fronteras muy lejanas, como las de Colombia y, tal vez, Brasil. Alguna vez intuí que escribir es proseguir con las aguas o devolverlas hacia orígenes ignotos o a actualísimas ciudades.
Así que al misterio geológico de las tierras del delta, suelo sumar la vivificante confluencia de aguas diversas, unidas o compitiendo entre sí al convertirse en delta. ¿No es esa doble composición -capas sólidas, movilidad incesante del líquido- una metáfora elemental de la escritura? Si a todo ello añado la desembocadura del delta en la inmensidad del océano Atlántico o su vinculación con el inmediato Mar de las Antillas y los contornos del continente americano cercados por aguas, igual que sus islas, -como Santo Domingo-, vuelvo de inmediato a Pedro Henríquez Ureña, esta vez de la mano de Liliana Weinberg.
En La utopía de América nos ha dicho el maestro sobre el mundo mediterráneo: “Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futuro, y crea utopías”. Una humanidad desarrollada en esta dirección es el sueño de Henríquez Ureña; y para lograrlo el instrumento perfecto es el libro, el texto, la imagen, la práctica educativa. Colecciones de obras inmortales, bibliotecas, salas de música y de todas las artes, la vida cotidiana como acción estética, concibió el maestro. Pero también, según Weinberg, “enamorado del mar, los ríos, las corrientes, los caudales, supo reconocer tormentas e inundaciones, pero postuló para América una integración pacífica de las aguas, como esos ríos caudalosos que van a dar al mar” (Pedro Henríquez Ureña y el nuevo descubrimiento del Mediterráneo). Y forman deltas.
Desde su Dominica natal hacia los Estados Unidos, México, Argentina: físicamente es viajero; intelectualmente Henríquez Ureña es un errante en el tiempo: de su presente al nuestro, de allí a los días de Babilonia (atrapados en el Gilgamesh), de Alejandría, de Roma y Firenze; de su presente al futuro. Un viajero dentro de la prosa, suya y de otros, de ficciones y tratados teóricos, de aforismos y ensayos. Porque también el ensayo, centrándose en Montaigne, es antiguo y futuro.
II
El ensayo ve simultáneamente hacia el pasado y el porvenir; de otra forma no podría existir. Y una prueba firme de ello es este Premio Internacional que con el nombre de Pedro Henríquez Ureña otorga la Academia Mexicana de la Lengua a quienes escribimos en español.
Lo recibo, lo agradezco y no logro calibrarlo por completo, porque considero que es la más alta y original seña de valoración, de demostración de que otro rostro americano vive y encarna mucho de lo no visible o de lo que será común entre nosotros. Son famosas las distinciones a la ficción y al poema, al cine, la música, la plástica y el teatro en nuestro continente. Pero el ensayo, curiosamente para mí, la vertiente más constructora, disciplinada, libre, analítica y prospectiva de las letras, ha permanecido en penumbra.
Algunos de los autores que acabo de mencionar -Espinosa Medrano, Santa Cruz y Espejo, en sus remotos siglos- realizaron, concibieron el ensayo con la audacia de su pensar. Todos ellos y más están hoy encarnados en Pedro Henríquez Ureña, pero también en nosotros. La sinceridad del pensamiento es absoluta, aunque esté equivocado; también su autonomía. El ensayo es el vaso perfecto para recibirlo, proponerlo con énfasis o gestarlo con discreción. Todo ensayista es un mundo conceptual. Exactamente lo que nuestra América más exige.
Este jovencísimo Premio, que alcanzará pronto su décima expresión, ya revela la hondura y la versatilidad de lo que somos. Jurados alertas, cultos y flexibles atienden a las constantes temáticas, a los países, al lenguaje: así la red espiritual del ensayo cubre ciencia, letras, disciplinas todas, en último extremo, escrituras: conexiones profundas con esa actualidad que no muere, el pasado, y esa actualidad que nos hace im/posibles, el futuro.
No puedo ahora detenerme en todos los que han sido distinguidos en este tesón de la Academia Mexicana.
¿Puede un ensayo llevarnos a estados de estremecimiento -psíquico y físico- como lo haría una tragedia griega o un poema contemporáneo? Así lo suscita de manera transparente, enigmática y, extrañamente, directa Francisco González Crussí (VI Premio PHU: El cuerpo imponderable), quien asienta: “Entender un rostro equivale a entender todos los rostros”.Un rostro: un cuerpo: todos los cuerpos.
¿Puede un ensayo frío, técnico y erudito sumergirnos en una inesperada cuestión, también abstracta y seca, para revelarnos que estamos en el territorio de todos? Emilio Lledó (I Premio PHU: El concepto poiesis en la filosofía griega) lo hace y confiesa: es “…el verdadero saber, que no solo apuntará a la investigación de la naturaleza, sino a la estructura misma de la polis”. El acto escritural, en ciencias, tecnología o artes, como firme piso y circulación de la sociedad
¿Puede un texto ensayístico renovar siglos de certeza literaria para transformar a sus escritores y a nuestra actual geografía mental? Así lo encuentro en la obra de Luce López-Baralt (III Premio PHU: Nueve ensayos en busca de nuestra expresión hispánica).
Aunque se ha propuesto, intuido o sospechado así, el mundo arábigo circula tras la obra de Juan Ruiz, San Juan de la Cruz, Pedro Salinas, Borges, Cervantes; pero nadie se había inclinado a demostrarlo, como lo logra ella. Con humor, exactitud y erudición, Luce López-Baralt lo ha hecho. Su fluidez con el idioma árabe, su manejo de biografías y obras, su largo trato con expresiones literarias y con oscuros significados, iluminan de manera sorprendente lo que hemos sido en aquellos y muchos otros autores, abriendo la geología espiritual de nuestra lengua a campos vivos de lo terreno y lo espiritual.
¿Añadió Cervantes el Shaibedraa´ a su nombre para convertirnos también en Saavedra?. Luce López-Baralt lo considera, lo confirma.
He nombrado solo a tres ensayistas. En ellos y en todos, el detalle más obvio puede concentrar realidades (un rostro es otro cada vez, en sí mismo y en la comparación; uno es la multitud); la generalidad puede extenderse infinitamente o contraerse a un origen asombroso: en tal movimiento del ensayo caben las sociedades, la tecnología, la literatura. Cervantes es Saavedra, pero también lo son mundos olvidados, recónditos, futuros.
Quizá el ensayo recupere y origine realidades, las proponga y las construya.
José Balza
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