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Diario literario 2023, julio (parte I): verano japonés, «La muchacha» de Seicho Matsumoto, Michiko Ishimure, la tragedia del país natal, Akutagawa
Matsumoto Seichō
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Milán, lunes 3 de julio de 2023
Hemos llegado, poco más o menos, a la mitad de este raudo y cruel (el tiempo siempre lo es) 2023. Mis planes para publicar un libro inédito en Venezuela siguen siendo poco obvios. El proyecto de Al filo de la página, una selección de ensayos y reseñas, colapsó, como lo hizo antes Voces ajenas, una antología de mis traducciones, y colapsará todo lo que me proponga, incluyendo estos diarios o mis Memorias de Italia. Ya son quince los años que llevo en estos empeños, y no veo nada en el futuro que me haga sentir menos pesimista. Si fuera supersticioso (y lo soy), hablaría de una maldición o mal de ojo. Comienzo la segunda mitad del año pensando en Dante, “Lasciate ogni speranza…”.
La muchacha de Matsumoto
Después de la lectura de la estupenda y escabrosa Flores sobre el infierno, de la italiana Ilaria Tuti, en el fondo una versión post-nazi del Golem; vuelvo al japonés Matsumoto Seichō, un autor de novelas policíacas tradicionales en el ambiguo sentido en que puede serlo Simenon. La referencia no es casual. Autor de más cien títulos, Matsumoto es sólo comparable al creador de Maigret. He comenzado a leer, en la versión italiana de Adelphi, La muchacha de Kyushu. Como en otras de sus novelas, Matsumoto insiste en las dramáticas diferencias entre el Japón de Tokyio y el de la provincia, una divergencia no tan marcada en Europa, pero lo usual en nuestros países latinoamericanos. Los personajes que representan el mundo extraurbano parecen sacados de un almacén de antigüedades.
Milano, martes 4 de julio de 2023
Ishimure Michiko
Todo parece indicar que, al menos en sus comienzos, este será un verano japonés. Aparte de la novela de Matsumoto Seichō que estoy leyendo (La muchcha de Kyushu), y siguiendo las recomendaciones del querido amigo Robert Vifian, he solicitado, en la sucursal que me corresponde del Sistema de Bibliotecas de Milán, algunos libros de los autores nipones: Nomura Yoshitaro, Durian Sukegawa y Tomomi Fujiwara. Y, para recordar a uno de los autores más queridos de mis años en la universidad, una colección de cuentos de Akutagawa, conocido para los amantes del buen cine por ser el autor de Rashomon, el relato sobre el cual Kurosawa rodó una de sus mejores cintas. Y como no sólo de novelas vive un poeta, me dispongo a traducir algunos vates contemporáneos del Japón, a partir de las versiones italianas recogidas en Poeti giaponesi (Einaudi). Por pura coincidencia (no existen las puras coincidencias), otro viejo amigo y paisano, Ricardo Bello, acaba de dedicar a Japón una reveladora entrega de sus emisiones difundidas en Youtube. Ya quisiera yo unas buenas botellas de buen Sakè para acompañar estas estivales incursiones en la cultura japonesa.
Por lo pronto, unas muestras de la poesía de Ishimure Michiko, traducidas de la versión italiana de Einaudi. Nacida en 1927, pertenece a la primera generación de una post-guerra especialmente traumática. La única en todo el mundo que, entre sus tantas miserias, incluye la experiencia de haber padecido los estragos materiales y psíquicos los bombardeos nucleares. Fueron años de conocimiento y reconocimiento para un Japón que padecía las consecuencias de una hibris colectiva. Una arrogancia que los había llevado a creerse una raza superior, con un destino manifiesto sobre sus vecinos, especialmente la atrasada y mal armada China, sobre la cual desataron una maldad de proporciones épicas. La derrota frente a los norteamericanos terminó de convencer a los japoneses que no eran gobernados por un espíritu divino sino por un funcionario débil e indeciso a quien, sin embargo, por lástima y respeto, siguieron llamando emperador. La lírica de Ishimure es fiel a su geografía e historia. Una poesía “en situación”, como diría Jaspers. Dos de su haikai:
Sufre también el cielo,
al cual debería
elevar mis plegarias.
….
Entre flores que hablan
de muerte, te retuerces
envenenado archipiélago.
Milán, miércoles 5 de julio de 2023
Ishimure Michiko
Ishimure es una poeta formidable. A partir de experiencias relativamente marginales, en todo caso de conflictos y situaciones de los cuales es poco lo que se conoce en Occidente, ha escrito una de las poesías más universales de la literatura japonesa. En La muchacha de Kyusho, la estupenda novela de Matsumoto Seichō, la protagonista lamenta profundamente la muerte de su hermano en la cárcel, no sólo porque era un hombre joven e inocente del homicidio que se le imputaba, sino porque murió de manera vergonzosa. La vergüenza es el sentimiento que ha modelado la historia de Japón. Los 47 Ronin, la película de Kenji Mizoguchi basada en una historia real, cometen un suicidio colectivo por la deshonra que significó desobedecer la voluntad del Shogun. El suicidio de la operática Madame Butterfly no es por despecho, sino por vergüenza. La misma vergüenza que sintió Ishimure Michiko y que la llevó a postergar la publicación de su primer libro de poemas hasta que llegó a setenta y cinco años. No es mucho lo que conozco de esta poesía, pero los poemas que he leído parecen fragmentos de una épica del Japón perdido. Nacida y criada en el bucólico ambiente rural de su país, entre campesinos pobres pero ricos en tradiciones, sueños y fantasías, Ishimure dedicó su vida a oponerse a la criminal industrialización de Kyusho. Un proceso incontrolado que produjo una inimaginable contaminación material y espiritual en aquella región mítica del mítico Japón. El irrespeto por la naturaleza de la industria japonesa en la isla de Kyusho condenó a la región y sus habitantes a una condición comparable a la de Chrnobyl. En Desde la ribera del mar de la vida eterna, un visionario texto sobre este asunto, traducido con una magnífica introducción por la profesora mexicana Michiko Tanaka, se detiene en el doloroso recuento sobre la catástrofe llevada a cabo, sin la menor consideración por aquella naturaleza primigenia, por la compañía Nippon Chisso:
Siento en mi ser la presencia de la infancia muy lejana: “Cuando los rayos del sol caen sobre el monte Yashiro y se reflejan sobre el mar de Shiranui, el tejado de la Fábrica reluce y el humo cubre el cielo de la villa”. Eramos nosotros, niños de esa naciente villa, quienes cantábamos esa canción que alababa la fábrica de nitrógeno. Para la gente el humo era sólo una nube.
A la ilusión seguiría rápidamente el trágico desengaño en la forma de la cruel Enfermedad de Minamata, nombre del lugar donde se instaló la Nippon Chisso. Ishimure incluye en su texto unas declaraciones de uno de los obreros sobrevivientes:
“… Ciertamente era un lugar donde moría gente. Todos los días había heridos. La Fábrica de carbohidratos causaba víctimas como un incendio… Por eso, al regresar de ahí diariamente, iba a visitar a los heridos… Si no había heridos, había entierros. Verdaderamente, la Fábrica es, desde entonces, el lugar donde se asesinaba a los trabajadores. Y por lo tanto siempre hacía falta mano de obra… Se dice que en las minas moría la mitad. De cualquier manera, no era posible ganar dinero como campesino. el dinero sólo se ganaba jugándose la vida.
Ishimure, además de su prosa tensa y dolida, es autora de una de las poesías más interesantes de su generación, un grupo de poetas, como los hubo en Venezuela y medio Occidente, que se ocupó más en cantar, como reconociera Paz, que cantar y contar, al mismo tiempo, lo que tenían enfrente, que era el propio país. El texto que he traducido a partir del italiano pertenece al sector más imaginista y visionario (también) de su producción:
EL ALIENTO DEL ALMA
En Shiranuhi, alejarse de la orilla para
después volver, significa estar frente a la alta mar.
La hora puede ser otra, pero frente a las aguas que mecen
las frescas olas de la mañana, lo que tienes frente
a ti se ha transformado en algo tan solemne
que quita el aliento y te hace dudar de que sea
el mismo mar que has conocido.
Alisado por la luz, sin una embarcación a la vista,
en la hora próxima al crepúsculo, este mar
te hace creer que, en el arco de un día,
ha devuelto a los orígenes toda actividad
humana, para después acoger dentro de sí
la tarde y abrazar la noche.
Mesa de olivo, dicen a mi lado.
Pero, más hacia el norte, hacia la costa de Ashikita,
escucharás decir mesa de luz. Palabras de marineros.
No pensé en las sutiles diferencias en el habla y, durante el verano,
vagando por los atardeceres de esta costa, comencé a entender
cómo ser alisada gracias a la luz.
Bonanza es cuando no hay viento en el mar y plácidas
son las olas. Mas, cuando está alisada por la luz,
la superficie es inmóvil y se transforma
en lápida espejeante para recoger la luz del cielo.
No es completamente plana, cierto, pero expandiéndose
hacia dentro gracias a la luz que desciende sin pose,
dividida en infinitas crestas de ola
como fragmentos de un espejo. Los rayos del atardecer
se condensan, y cielo y mar se unen en la respiración
de una luz sublimada. Y cuando, entre un respiro
y otro emerge lentamente la oscuridad de la noche,
como respondiendo a una señal, sobre las olas
comienza a pasar el aliento del alma.
Como todo el que no logra regresar de un largo viaje,
permanezco inmóvil, a bordo de un mundo
en el cual el mar, dentro de sí, continúa acogiendo el cielo.
Hasta que el sol se desliza. Frente a ti, el mar de siempre,
ya sin luces. Donde el mar y el cielo se unen, hay un lugar
que me espera, pero quién sabe cuándo
podré alcanzarlo y recostarme hasta el final.
Milán, jueves 6 de julio de 2023
El aliento del alma
El diálogo de Ishimure con el mar es uno de los poemas más tensos que he leído sobre uno de los asuntos más tratados por la poesía. En Occidente, Homero le dedicó un epos al mar, cuya primera mitad lo tiene como protagonista. Ulises es apenas la consecuencia, no el efecto. Ishimiure proviene de Kyusho, la isla nativa de Ishimure, que forma parte de otra isla más grande que es Japón, ese «envenenado archipiélago». Esta región insular, además, cuenta con otro mar, un mar interior, un lago de agua salada, al cual se refiere en sus poemas. “El aliento del alma” es un texto con expresiones oraculares, casi shamánicas. El Shiranui es un brazo de mar que separa la costa de Kyushu (una isla) de la isla Amakusa. El mar como comienzo y fin. La vida y el descanso final. Kyusho es conocida por muchas cosas. La más trágica es que una de sus ciudades, Nagasaki, fue escogida, a última hora, para un segundo experimento nuclear.
Verano japones. La muchacha de Kyushu
Mi verano japonés ha continuado con dos lecturas de Matsumoto Seichō después de La duda. La primera de estas lecturas es La muchacha de Kyushu, la otra, “El paso por Amagi” . La muchacha…es la historia de una venganza. Una joven veinteañera se traslada, en las condiciones más precarias, desde la lejana Kyushu hasta Tokyo, para solicitar los servicios de un afamado abogado. Lo que sigue es su transformación en una de las criaturas más antipáticas de la literatura contemporánea. Sin la grandeza trágica de grandes vengadores como Hamlet o la poética ambigüedad de Próspero, ni la metafísica maldad del judío de Marlowe. Las precisiones de Matsumoto son escalofriantes, tanto como es admirable su estructura narrativa, que es la misma de la pintura japonesa, donde no existe un solo punto de fuga sino muchos que se van sucediendo. Así, el narrador pasa de una perspectiva a la otra, como en la conocida “Ola”, de Hokusai. Todo en el contexto de una novela policial. Las divergencias entre los habitantes de la lejana provincia y los de la capital se radicalizan. La muchacha de Kyushu se comporta con la misma irracionalidad de la ménades de Esquilo. Una versión del reiterado e irreconciliable enfrentamiento entre logos y mito. De Matsumo es, asimismo, “El paso por Amagi”. Una pequeña obra maestra de la ficción policial. En no más de cincuenta páginas, Matsumo desarrolla una historia verosímil y sorprendente. Un impresor imprime un libro sobre un crimen ocurrido treinta años antes; un “cold case”, como llaman en inglés a los casos no resueltos. Como un Basho joven, el protagonista, a los dieciséis años, se entregó al camino, después de abandonar la casa materna. Su intención es caminar hasta una ciudad, a tres días de marcha a pie, donde se encuentra su hermano. Los caminos están hechos de aventuras y el del héroe del relato de Matsumoto no es la excepción. En los días de su peregrinaje conocerá otros viajeros, una prostituta, un obrero. Treinta años después nos enteramos, por el relato del autor del libro recién impreso, que en la ruta que tomó se había cometido un homicidio, uno de los hombres que conoció en el trayecto, un crimen que quedó sin resolverse. “El paso por Amagi” es una historia resumida de un rito de paso, en el cual, como se sabe, el sexo siempre está involucrado; esta vez, cargado de resonancias freudianas. Un cuento que parece inventado por una Scherezade del difunto imperio del sol naciente.
El país natal
Sobre Venezuela ya no sé qué decir. Hace unos años mantenía, en estos diarios, una entrada regular que llamé “Anales de la revolución”, donde comentaba los indeclinables desmanes del régimen. Muchas páginas de mis cuadernos se llenaron con estas anotaciones que fueron publicadas debidamente. Por supuesto, no esperaba, con mi escritura, alterar el curso de los acontecimientos. Apenas me interesaba dejar por escrito mi militancia en una oposición democrática. Llegué a la conclusión, nada original, de que estaba en presencia de una tragedia colectiva, con una “amartía” también colectiva, algo sobre los cual no recuerdo que haya hablado Aristóteles. La “amartía”, dice el griego en la Poética, es un error de juicio que desencadena los hechos trágicos. La “amartía” colectiva, en nuestro caso, es el voto que los venezolanos concedieron a un carismático irresponsable. El resto es una tragedia nacional, que incluye la destrucción de un país, con buena parte su población incluida. Muchos han sido los muertos, muchos los desterrados, millones los agredidos en su psique; y un resto que sobrevive, fuera o dentro del país, en medio del más absoluto desprecio por la dignidad humana por parte de las autoridades. La “amartía”, el error de juicio, es lo que hace al personaje trágico. Y a un error de juicio colectivo corresponde, en consecuencia, una tragedia colectiva. El agotamiento del modelo, sin embargo, es seguro. Una Venezuela post-trágica es lo que nos espera en el futuro cercano.
Milán, viernes 7 de julio de 2023
Japoneses. Akutagawa
Mi verano japonés va para detrás y para adelante. Hoy un relato escrito antes de 1927, y mañana una novela publicada en 2013. El primero, es uno de los clásicos de la literatura japonesa del siglo XX: Los engranajes (La ruota dentata, en italiano), de Ryonosuke Akutagawa, conocido por todos como el autor de Rashomon, la ficción que le sirviera Kurosawa para la que tal vez sea su mejor cinta. Los engranajes, por el contrario, no es una historia para ser filmada. La leí por primera vez hace más de cincuenta años en la edición argentina de Nueva Visión, con un ingenioso prólogo (lo mejor de la producción borgiana son sus prólogos, en mi opinión), donde, acaso con razón, establecía ciertas correspondencias entre Akutagawa y Kafka. No recuerdo si lo dice, pero entre otras simetrías, la de que hayan escrito sus ficciones al mismo tiempo, uno en Praga y otro en Tokyo, me parecía lo más inquietante. Como me pareció, cuando estudié a los presocráticos en la universidad, que Heráclito y Lao Tse fueran contemporáneos. El personaje de Akutagawa es un Josep K. presa de reiteradas alucinaciones. En una parece ver su doble en una habitación. En otra cree, ver fantasmas con envueltos en impermeables. Y, en la más intensa, y angustiante, se le aparecen, flotando en el aire, extraños engranajes transparentes. En el estupendo prólogo de Murakami a la edición italiana, el conocido escritor, amigo también de galerías y fantasmas, encuentra rasgos comunes, con Akutagawa, pero también distancias. La no menos determinante, y esto es digno de reflexión por todos los que escriben, es que Akutagawa escribió en una época completamente distinta a la suya, que es el Japón del siglo XXI. Siempre me he sentido fascinado por la contextualidad más que por la textualidad. Que encuentre confirmación en las afirmaciones de Murakami es estimulante. Aunque tal vez no sea ni con Scott Fitzgerald, ni con Kafka, con quien habría que relacionar a Kurosawa. ni con Kafka ni sino con Gogol con quien habría que emparentarlo. A nadie le extrañaría que el Diario de un loco fuera de Kurosawa o que Los engranajes fuera de Gogol. Mi verano japonés prosigie este fin de semana con Las recetas de la señora Tokue, una novela del interesante Durian Sukegawa; y El castillo de arena, la película de Yoshitaro Nomura sobre un premiado guión de Matsumoto Seichō. Todo posible gracias a los servicios del Sistema de Bibliotecas de Milán, una de las prendas más apreciadas de las grandes ciudades: sus bibliotecas.
Alejandro Oliveros
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