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Diario literario 2022, diciembre (parte 3): un sábado en Borgoña; Jordi Savall en Dijon; “Yo nací en Aci Trezza”; Bichos a una hora de Caicara

24/12/2022

Borgoña, Francia. Fotografía de Floyd | Flickr

Meursault, sábado 17 de diciembre de 2022

Después de tres décadas visitando esta región por lo menos una vez al año, me gusta creer que tengo aquí algunos buenos amigos. Dos de ellos, Nathalie Tollot-Beaut y Thierry Brouin, son la razón de esta nueva visita. En su casa de Jailly-les-Moulins (población: 80 habitantes), Thierry nos invita a almorzar para compartir una botella magnum de Meursault Hospices de Beaune 2013. Pero también para conocer a su vecino, y amigo de toda la vida, David Mus. Nacido en Londres, de padres norteamericanos, Mus egresó después de un doctorado en Harvard y terminó viviendo en esta encantadora aldea en el norte de Borgoña, donde lleva cincuenta años residenciado. Thierry lo conoce desde entonces. David me regala su última colección, Quadri romani, publicada bilingüe, en Italia, con una serie de poemas sobre Roma. En realidad, es una especie de ensoñaciones de un caminante solitario en la Urbe. Los textos refieren los monumentos, iglesias y sitios de especial interés encontrados durante largas caminatas. A una de esas iglesias llegué, al azar, la primera vez que estuve en Roma. Se trata de la Basílica de SS. Cosme y Damián, donde se encuentra el que acaso sea el mosaico cristiano más antiguo de la ciudad y uno de los más hermosos. Esto es lo que dice el poeta de Jailly-les-Moulins sobre la iglesia:

Los santos Cosme y Damián,
médicos mártires: 

su arte doble rige
todavía la permanencia

después de quince siglos
en el mosaico

del ábside, fijando para siempre
los dos mundos,

piedra y salvación, pero hoy
tiemblan,

porque algunos metros al sur
y a muchos más,

bajo tierra se excava la estación
terminal

del nuevo subterráneo “C”
que lleva la inicial

de nuestro médico en jefe
en el centro de la ciudad

eterna, prueba de que
entre los dos mundos

tierra y tierra, piedra y Pedro
Roma y Roma,

la vieja Fe se presenta como siempre
como el más seguro

y rápido de nuestros transportes
en común.

De Jailly-sur-Seine a la abadía de Fontenay, una de las más espléndidas en una región como Borgoña no precisamente ayuna de grandes abadías. La de Fontenay es una de las más conmovedoras. Su construcción se inició en el siglo XII, de acuerdo a los patrones de la arquitectura románica. Su nave central es un monumento al silencio, apenas interrumpido por la memoria milenaria de los muros fabricados con la piedra calcárea de la región. Altas paredes blancas donde Dios se sintió a sus anchas durante los siglos de la Alta Edad Media. Tiempos de cantos gregorianos y recogimiento. Uno se siente más exiliado que nunca, lejos para siempre de la posibilidad religiosa, que una vez fuera el mejor alivio para el alma atormentada. No es la primera vez que estoy en Fontenay para sentir lo mismo. Que llegué tarde a la tierra, cuando los dioses hacía tiempo que se habían marchado a otra parte.

Abadía de Fontenay. Fotografía de Ángel de los Ríos | Flickr

De Fontenay a Châtillon-sur-Seine para admirar dos piezas en su pequeño museo. Un Baco en bronce, de unos cuarenta centímetros, fundido en VI a.C. Su descubrimiento más bien reciente impidió que los artistas del Renacimiento lo conocieran. Se trata de una imagen del dios del vino menos neurótico que el de Miguel Ángel, con su transgresora androginia y su culpa disimulada en una ebria sonrisa. El de Châtillon es un Dionisio libre de culpabilidades. Disfruta la vida porque es un deber y una necesidad, sin los arrepentimientos inaugurados por el judeo-cristianismo. Esa sola obra vale el viaje a este pueblo alejado. Lo hice y lo volvería a hacer para contemplar este bronce que hace pensar en otros tiempos, en los cuales el placer era esencial y no criminal.

La segunda pieza hace la visita a Châtillon-sur-Seine, inevitable para todo interesado en la tradición greco-romana. Hablo de un descubrimiento que cuestiona los propios fundamentos de esta tradición. Se trata de un enorme vaso en bronce de más de 1 metro 50 de alto, que contenía los restos de una princesa. Su elaboración data del VI a.C. y su procedencia es claramente griega. El estado de conservación ha impresionado a los estudiosos desde su descubrimiento en 1953. La pregunta es inquietante. ¿Cómo llegó el gigantesco vaso a esta región tan alejada de Grecia? Una cultura esencialmente marinera, cuyas colonias, a este y oeste, ¿siempre estuvieron no demasiado lejos de la costa? ¿Qué hacían los griegos aquí, en una zona poblada por galos y etruscos? Lejos del mar y de los grandes ríos los griegos no se aventuraban tierra adentro. El museo de Châtillon-sur-Seine, con discreción, se limita a decir que nadie conoce la aventura que llevó a esta remota región una de las piezas de orfebrería antigua más extraordinarias que se conserva. Maravillado y confundido, Nathalie y Thierry nos llevan a la Côte de Bar, donde otro amigo de por aquí, François Moutard, nos esperaba para una cata de sus vinos.

Meursault, domingo 18 de diciembre de 2022

De regreso desde Champagne a través del paisaje más bello. Toda la campiña del norte de Borgoña de blanco transparente con el hielo que se forma del vapor de agua y que es diversa a la nieve. En francés lo llaman “givre”, algo así como una escarcha. Para los productores de vino es un fenómeno bienvenido porque el “givre” acaba con los insectos que pueden aparecer en las ramas de las viñas. Nunca había visto un blanco como este. Diferente al hielo sólido, gótico y vertical de los bosques que helados que se me aparecieron a la salida del túnel del Montblanc. Este blanco es de otro color y textura, aterciopelado, suave al tacto y, sobre todo, frágil. Se desmorona apenas lo tocamos. Como la vida.

Jordi Savall

Nathalie Tollot-Beaut nos invita al Teatro de la Opera de Dijon para un concierto de la Capella Reial de Catalunya&Le Concert des Nations dirigido por su titular, el legendario músico catalán Jordi Savall. En un programa en su integridad dedicado a Marc-Antoine Charpentier con algunas de sus piezas más conocidas: Te Deum, El enfermo imaginario y Misa de medianoche. En cada una de sus interpretaciones Savall fue generoso en los atributos que lo caracterizan: gran empatía con sus músicos, elegancia de la ejecución, musicalidad y una precisión obsesiva pero cordial. Una perfección que le es tan natural como la de un Breguet. Pocas veces he tenido una experiencia como esta en la cual, las voces y los instrumentos se escuchan como uno solo. La extraordinaria acústica del Teatro de la Opera de Dijon se ajustó a las exigencias de las ejecuciones del maestro Catalán. Nada fácil encontrar una manera más brillante de terminar un fin de semana en Borgoña.

Jordi Savall. Fotografía de Jeff Pachoud | AFP

Milán, martes 20 de noviembre de 2022

Ficciones y confesiones 

Yo soy de Aci Trezza, me dijo Francesco

“Yo no me baño en esa playa”, fue lo que dijo mi nieto Alessandro cuando Constanza, su madre, le recordó la historia de Polifemo. “Esos peñascos, que son como islotes, son las piedras que el cíclope le lanzó a la barca de Ulises después que lo dejara ciego: Nadie me ha dejado ciego, nadie me ha dejado ciego”. Contemplando esas formaciones rocosas en la playa de la aldea de pescadores de Aci Trezza, en Sicilia, se puede tener una clara idea del tamaño del monstruoso gigante. Aunque no pudo destruir la cóncava nave del héroe homérico, Polifemo, con otro lanzamiento más preciso, había truncado una bella historia de amor. En efecto, a pocos kilómetros de Aci Trezza se encuentra Acireale, construida en las pendientes del Etna donde Polifemo, eterno enamorado de la ninfa Galatea, acabó con la vida del amante, el bien formado Acis, con una de sus pedradas. Se comenta todavía en los cafés de Acireale que, un dolor tan grande como el de Galatea, sólo es comparable al de Afrodita cuando conoció la muerte del joven Adonis. Con líquidas lágrimas, Galatea regó las plantas de hortensia, que enseguida dieron brotes de azules colores para que la ninfa cubriera con guirnaldas el cuerpo coagulado de su amante. Esa noche, mientras lo velaba a la luz vinosa de los sarmientos estelados, se dice que los delfines, que enviara Dioniso, cantaban como horizontales pífanos la muerte del malhadado Acis:

Ha muerto Acis, Acis ha muerto, de Baco el agraciado hijo.
Y la ninfa Galatea, a la sombra del plátano sombrío, lo llora.
Sus besos apasionados, sus caricias, sedosas como la seda,
se quedan en la tierra, en la nieve turbia del ingrato Etna.
Ha muerto Acis, Acis ha muerto; su sangre convertida en río,
crece con las lágrimas de la ninfa, hija bendita de la Aurora

Aci Trezza hace tiempo que dejó de ser el puerto de pescadores artesanales de La terra trema, la película de Visconti, de 1949. El dialecto todavía se escucha entre los nativos, a los cuales el turismo obligó a aprender italiano. No hay un solo peñero, ni las barcas de vela que hacían una coreografía en las mejores imágenes del film. Acaso por vergüenza de las condiciones de pobreza que el neorrealismo de Visconti presentó a los espectadores, nada hay en el puerto que recuerde la extraordinaria cinta. Los establecimientos turísticos parecen una máscara asumida para enfrentar una nueva etapa de su historia. No obstante, se siente que la Aci Trezza de antes, no fue del todo disimulada por la careta de los nuevos emprendedores. Para mí, sin embargo, Aci Trezza siempre estará relacionado con otro paisaje igualmente marino, pero a miles de kilómetros de aquí, con otro puerto, el de Manzanillo, en la Isla de Margarita.

Aci Trezza. Fotografía de andrea | Flickr

“Yo soy de Aci Trezza”. Ya lo sabía por Rodolfo Izaguirre, “Si te interesa tanto la película, en Manzanillo, ya debe estar muy viejo, vive, o vivía, un pescador, que es de Aci Trezza, donde Visconti filmó La terra trema”. Francesco vive en Manzanillo desde hace veinte años. Hoy es un pescador retirado que sigue trabajando con la limpieza los mejillones que traen los pescadores más jóvenes. “Yo conocí a ‘Ntoni. Yo tenía diez años. Al final, recuperó su barca, pero ya era demasiado tarde. El gobierno le dio permiso a la mafia de Catania para que trajera los grandes barcos de arrastre y los artesanos se arruinaron. Padrone N’toni no pudo hacer nada. Y los comunistas que le habían ofrecido ayuda, desaparecieron. Todos los pescadores comenzaron a emigrar. A América, a Francia, a todas partes. Creo que N’toni consiguió alguien que se ofreció para llevarlos a Francia. Nunca supe más de él. Es lo que paso con los emigrantes. Luego de vivir en las mismas calles durante años, cuando se van nadie sabe a dónde van a parar. Vendieron todo lo que tenían y se fueron. La mamma no quería ir, cansada después de tantos fracasos. Pero no la iban a dejar sola y se la llevaron. Aci Trezza era un pueblo fantasma. Fantasmas vivos y fantasmas muertos. Todas las barcas en la playa, muertas como el resto. Ya no volverían a zarpar hacia poniente en busca de sardinas. De noche se podían escuchar sus quejidos. Las barcas se lamentaban como un animal encadenado. Los pocos hombres que quedaban, tuvieron, de mala gana, que convertirse en contadini. Trabajaban con las matas de olivo en las faldas del Etna. Yo me quedé en Acitreza haciendo de todo hasta los diecisiete, cuando murió la mamma. No tenía a nadie más. Primero pasé un tiempo en Catania y luego me fui a Nueva York con un pequeño grupo de gente joven como yo.

Llegué a finales de 1958. La gente celebraba porque los Yankees habían ganado la Serie Mundial. Era la primera vez que escuchaba hablar de béisbol, pero en Little Italy muchos italianos lo conocían. En Nueva York, conseguí trabajo en el mercado de South Street donde llegaba la pesca de todo el mundo. Al principio todo iba bien. En Estados Unidos, si trabajas duro, al final te va bien. Además, no tenía que enviarle dinero a nadie, como hacían los demás que tenían familia en Sicilia o en Apulia o Nápoles. En esa ciudad, me casé y me divorcié. No podíamos tener hijos y me dejó. Nunca tuve suerte con las mujeres. Mi madre murió cuando yo tenía quince, mi primera esposa me dejó, y la segunda de aquí, de Margarita, murió demasiado joven, complicaciones en el parto, una tragedia”. Francesco no se quejaba. Su destino lo asumía sin protestas. Pero había en su mirada algo de fantasmagórico, que me recordaba al viejo de La balada del viejo marinero. El mundo lo había dejado atrás como un barco fantasma. “N’toni era un bravo, pero Aci Trezzano estaba en el interés de los comunistas, al Partido le interesaban los obreros, no los pobres pescadores como nosotros. La mafia era empleada por el gobierno para acabar con las manifestaciones. Lo manejaban todo, menos la iglesia que estaba con ella. Allá en Nueva York, terminé trabajando como mesonero en Little Italy. Se trabajaba menos y se ganaba más. Así pasé unos años, pero me hacía falta el mar. Se puede decir que mis dos grandes amores han sido la mamma y el mar. Todos los de Aci Trezza somos así. La mamma y el mar. Aquí, en Manzanillo, vivo solo, pero cuando me despierto veo todos los días el mar y le doy las gracias a Dios. Me he acostumbrado a la soledad. Tengo un buen amigo en El Tirano, Augusto Vargas, pescador de langostas. En Manzanillo, pescamos sardinas, pero no son tan dulces como las de Aci Trezza. No tuve hijos, y el que iba a tener se murió antes de nacer. Salí de Aci Trezza hace cincuenta años o más. No quería dejarla, pero la pobreza era muy grande. Pasaba días sin comer hasta que alguien me daba un poco de pan o una taza de granos. Yo no era el único, éramos muchos los desempleados sin ningún futuro. Había que salir de allí.

Cuando estaba en Nueva York, conocí a un periodista venezolano que trabajaba en el consulado. Le gustaba la comida que servíamos y venía con frecuencia. Creo que tenía algo de italiano. Yo había oído hablar de Venezuela porque había muchos italianos. Llegué a hacerme amigo del periodista. Un día me invitó a su apartamento a cocinar. Conocía todos los secretos del cocinero del restaurante y algunas cosas, como el pasticcio, me quedaban bien. A él y a su señora les encantaba el pasticcio. Un día me dijo, “Francesco, no puedes seguir viviendo así, tan solo. Tan lejos del mar, el único amor que te que queda como tú mismo dices. Hay una isla en Venezuela que se llama Margarita. Tengo buenos amigos allá, que tienen restaurantes y barcos de pesca. Deberías pensar en viajar a conocerla. Te puedo ayudar con los papeles. Además, siempre vamos a Margarita en vacaciones y te visitaríamos”. No lo pensé mucho. En Aci Trezza hacía frío en invierno, pero no como en Nueva York. En Aci Trezza, lo peor es el mistral que puede soplar durante días seguidos. Es duro. Le dije al amigo periodista que antes de irme a Venezuela quería visitar Aci Trezza. Nunca lo hice. Tenía todo listo para el viaje a Italia. Entonces, una noche, de regreso del restaurante, sentí una voz que me decía que Aci Trezza era un país perdido, como un barco que naufraga. No sé. A lo mejor era la mamma con voz de hombre. No sabía que también los países pueden perderse, al igual que los padres o los hijos. Y me vine. No, nunca vi esa película que usted dice. Yo nací para ser olvidado. El professore Izaguirre, hace años, vino aquí a hablar conmigo. Me invito a ver la película en Porlamar, y para que hablara de Aci Trezza, de ‘Ntoni y todo lo demás. Le dije que mi pueblo se había ahogado en el mar y no quería hablar de eso. Aquí me llaman Cesco el italiano. Los ayudé con lo que había aprendido en Aci Trezza sobre la pesca. Y conseguí una muchacha buena, y el cura nos casó y el padre de ella organizó una fiesta con todos los pescadores. Era dueño de unos cuantos peñeros, y en el pueblo le tenían aprecio. Hasta las cuatro de la mañana cantando polos margariteños y todo eso. En Aci Trezza no se pescaban mejillones. Pez espada sí y a veces algún atún, aunque lo que más había eran sardinas. Aquí puedo ver el mar desde mi casa y hablo con él temprano en la mañana. El mar es como yo, no tiene país, vive de un lado a otro en el exilio. El mar y yo hablamos de Aci Trezza de la mamma, de los tiempos buenos antes de que Al babbo lo mataron los fascistas. La mamma bordaba y de eso, y de lo poco que yo ganaba, porque era como un niño, vivíamos a mala pena. Un día, la mamma guardó su bordado, las pinzas, los hilos, los estambres todo eso, y me dijo: “Francesco, no bordo más”. Murió esa misma noche. Ese día sentí que la tierra también era amarga, como el mar.

Aci Trezza. Fotografía de Nick Ribaudo | Flickr

Milán, miércoles 21 de diciembre de 2022. Solsticio de invierno

Ficciones y confesiones

Yo soy de Aci Trezza, me dijo Francesco (2)

Hoy Aci Trezzaes una elegía a la pesca artesanal de esta zona de Sicilia. Nada de las barcas lamentantes de Francesco y ‘Ntoni. Desaparecidas para siempre las libélulas flotantes, con sus faros para atraer a los peces, a las sardinas dulces del destierro, a los pulpos de socráticas ventosas. La técnica convirtió a estos habitantes del mito mediterráneo en anónimos obreros programados. Tres mil años de un oficio condenado a morir. El mar ya no tiene a quien hablar y no habla. Las campanas de Aci Trezza quedaron atrapadas en la telaraña de la indiferencia mecánica capitalista. Aci Trezza vive exiliada de sí misma, patria sin patria que fue privada por el hambre y la mafia de sus habitantes”. Ni ‘Ntoni ni Francesco regresaron a Aci Trezza. Ahora solo es un bello nombre que honra la memoria de Acis, víctima premonitoria del destino de sus compatriotas. Camino por Aci Trezza y pienso en el pescador de Viconti, y en Francesco, el “viejo marinero” de Manzanillo; y pienso en mí, desterrado de mi cielo natal, pero, por fortuna, sujetado al mástil de la existencia de la mano de mi nieto. “Yo no me baño en esa playa”. Yo tampoco, Alessandro. Quien ha escuchado el llanto de Galatea, conoce la crueldad de Polifemo, quien, además de cegar la vida de Acis, naufragó en tierra las barcas marineras de los pescadores de Aci Trezza, como Cesco, el italiano de Manzanillo.

Milán, jueves 22 de diciembre de 2022

Milán no es una ciudad especialmente entusiasta en Navidad. Tampoco, por lo mismo, París, y en Londres la gente parece más atenta al feriado del boxing day que a las efemérides navideñas. Madrid, hasta dónde sé, y no es mucho lo que sé de Madrid, se entusiasma más por la visita de los Reyes Magos que por el nacimiento de Jesús. Para los que nos gusta la Navidad, y a mí me ha gustado ininterrumpidamente desde mis siete años, nada como Nueva York para celebrarlas. La nueva Urbe no es una ciudad especialmente religiosa, a pesar de sus numerosos templos de los más diversos credos. No obstante, en los dos o tres días previos a la Nochebuena, una rara energía, altamente contagiosa, se apodera de todo lo que se mueve en sus calles, con ruedas o sin ruedas. Como se sabe, a los neoyorkinos les encanta un desfile y cada vez que alguien se destaca lo suficiente (deportistas, astronautas, estrellas de cine), le organizan uno. En Navidad, el desfile lo integran todos los benditos que en esa fecha están en las calles de la vieja colonia de Peter Stuyvesant.

Caicara del Orinoco. Fotografía de Federico Parra | AFP

Ficciones y confesiones

Bichos a una hora de Caicara del Orinoco

“Esa música es buena para ahuyentar los bichos”, dice Coromoto.
En las afueras de Soledad, a una hora de Caicara del Orinoco,
los único que crece son los bichos. La punta de ganado
de José Mari, pasta, lo que poco que pasta, cerca de un morichal,
mucho más lejos. Nada puede cultivarse en este suelo,
un gigantesco macizo, la más antigua formación que de la Tierra
conocemos. De noche, las estrellas cubren de nieve lejana el cielo.
La bóveda primigenia, más allá de la inteligencia divina,
se extiende hasta Ciudad Bolívar, y más lejos.
Se puede escuchar, en la sabana eterna, lo que los astros
se están diciendo. Un idioma de años luces y destellos.
El hacedor vive allí, y, por primera vez, lo entiendo. Somos
efímeros insectos de un sueño que es eterno. Estamos aquí
para escuchar lo que dice, o al menos eso creemos. Nadie sabe
para qué habla, si no lo entendemos. A una hora de Caicara,
bajo un cielo guayanés de hielo, sentimos el silencio del espíritu
y lo sentimos pequeño. La música de mis óperas no se escucha
en esta concha de luceros, pero ahuyenta los bichos,
lo único que crece en este desierto.
Más allá, en el moriche, los bichos no tienen miedo,
la semana pasada una boa gigante se llevó un becerro.
Agua dulce de las palmas, agua líquida para la sed del estero.
Solo una vez la bebí. Fue lo último que hizo el becerro,
víctima de un bicho negro. Otros bichos son ruidosos,
con sus notas de veneno. “Esos sonidos que se escuchan,
señor Alejandro, en ese sendero, lo hacen las cascabeles,
no estrellas, como Ud. dice, con una música y que de hielo y fuego”.


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