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Diario Literario 2021, febrero (parte I): Matteo Olivero, Rachmaninov y Gavrilov, anguilas, traduciendo Ricardo III
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Milán, sábado 30 de enero de 2021
Matteo Olivero
Preparando unas clases para un curso sobre arte italiano del XX, desde el futurismo hasta el arte povera, digamos, me encuentro con un artista de origen piemontés, como mi familia paterna antes de radicarse en la Nirgua venezolana, un pintor tan notable como desconocido. Una de las tantas víctimas del sectarismo de la modernidad, que condenó al ostracismo la producción de los artistas realistas que no se involucraron en la ortodoxia de las vanguardias. Matteo Olivero se llama, y nació en 1878 en uno de los tantos pueblitos polvorientos de la geografía prealpina italiana. Huérfano de padre a los nueve, su madre, confiada en los talentos del hijo, vendió todo, dejó todo y se dedicó a acompañar y estimular la carrera de Mateo. Ninguna mujer como la italiana para asumir el papel de madre hasta las últimas consecuencias. Lo llevó a estudiar a Cuneo y luego a Turín, capital de la influyente tendencia “divisionista” (la versión italiana del “puntillismo”) en la cual se distinguiría con los más conocidos Gaetano Previati, Giovanni Sagantini y Giuseppe Pellizza (también piemontés). Vivió unos meses en París de donde regresó sin ser convencido de las posibilidades del arte vanguardista. Disfrutó del reconocimiento de la crítica convencional y dedicó a su oficio su recluida existencia. No pudo superar la muerte de su madre y, después de dos años de amarga depresión, se tiró por la ventana del apartamento que le había proporcionado un amigo y protector. Tenía cincuenta y cuatro años. Fue escultor destacado, pero sus telas de gran formato sobre la topografía de su comarca natal son de una inquietante e insondable belleza. Una iconografía que expresa las profundidades del paisaje de las cumbres. En telas como “Soledad” (1908), la asociación con Caspar Friedrich parece inevitable. Se trata de nieves metafísicas, como las de Ramuz o existenciales como las de Hamsun. Blancas superficies, menos cerca del cielo que de la nada, a la cual se asomó un día, iluminado por el sol negro de la melancolía que inundó, de manera implacable, el blanco de sus privilegiadas retinas.
Milán, domingo 31 de enero de 2021
Andrei Gavrilov
La música, en especial el segundo movimiento, de este concierto de Rachmaninoff (No.2) me parece la más apropiada para la vida tardo-romántica del grande y desconocido artista Matteo Olivero. Uno de los mejores exponentes de lo que me gusta llamar, en pintura, “realismo lírico”, una iconografía de artistas empeñados en escribir poesía con líneas y colores. El más claro antecedente es Friedrich, y su mejor expresión abstracta en nuestro tiempo es la de Soulages, un poco Manessier y casi siempre Rothko. El misterio del adagio de Rachmaninoff acompaña la extraña existencia de un artista como Olivero, que renunció a las tentaciones del sexo o los “paraísos artificiales”, para refugiarse en el paraíso, no menos arriesgado, de las relaciones edípicas con su buena madre. La Signora Olivero, de la cual hizo un busto conmovedor, fue el centro de una vida sin matrimonios ni relaciones de pareja. La única que conoció fue la de su progenitora, cuya muerte lo hundiría en una melancolía sin regreso, la misma de este segundo movimiento del segundo concierto del gran Rachmaninoff.
La versión escogida por Radio Classique es la muy lírica y ajustada de Andrei Gavrilov, acompañado por la Filadelfia, cuando comenzó a dirigirla Ricardo Mutti, después de la prolongada administración del legendario Eugene Ormandy. Gavrilov fue más conocido en una época por su disidencia antisoviética, y la represión que le siguió y que se manifestó, como siempre en los comunismos, con las muestras de crueldad más estúpidas y dolorosas. En este caso, los afectados fueron los amantes de la música de Rachmaninoff. En efecto, por razones que desconozco, el director alemán Herbert von Karajan estuvo negado siempre a la posibilidad de grabar los conciertos del compositor ruso. Por lo menos hasta que, tarde en su vida, pero no tan tarde, escuchara a Gavrilov y se entusiasmara con la posibilidad de grabar con él los conciertos para piano del compositor ruso. Desde Moscú, Gavrilov manifestó su alegría ante lo que consideraba, y seguramente lo era, un honor. La alegría es lo menos seguro en un régimen totalitario, como ahora lo sabemos y padecemos, y, justo un día antes del viaje de Gavrilov a Berlín, donde lo esperaba Karajan con su magnífica orquesta, las autoridades le retiraron el pasaporte. Karajan moriría poco después y Gavrilov retrasaría su interpretación de los conciertos de su compatriota, hasta que aceptó grabarlos con Mutti, y no podía escoger mejor. Como se sabe, esa subjetividad que le criticaría Kant a la música lo lleva a uno a experimentar las asociaciones menos obvias. Para mí, desde que conocí la obra y vida de Matteo Olivero, el segundo movimiento del Segundo Concierto para piano de Rachmaninoff será una relación, en lo sucesivo, inevitable.
Milán, martes 2 de febrero de 2021
Días y anguilas
También los días, para utilizar la bella imagen de san Jerónimo, santo patrón de los traductores, son como las anguilas (Jerónimo utilizó su metáfora para ilustrar la inútil empresa de entender a Dios) que mientras más se aprietan más rápido se escurren de las manos. Para consignar el paso de las horas, dispongo de estos diarios (de allí la necesidad de que sean diarios), un almanaque de una bomba de gasolina al lado de la cama y otro de una cadena de supermercados en la cocina, mi vieja Moleskine, otra agenda en el celular, un inflexible reloj de pulsera; así como de una pequeña libreta de espiral donde a menudo anoto lo que debo hacer en un día determinado y que, las más de las veces, no hago. Además de una no siempre envidiable habilidad para “adivinar” la hora, incluso en mitad de la noche con un pequeño margen de error. Sin embargo, a pesar de todas mis previsiones, un día como el de ayer, como todos los demás a lo largo de mi vida, se me resbaló entre las manos como una anguila y, es hoy cuando me doy cuenta, de que no escribí ni una línea, en este cuaderno, el día lunes 1º de febrero de este acelerado 2021. No es una justificación, pero los días aquí en Milán son notoriamente más cortos que en Caracas o Valencia. No porque en invierno el sol aparezca más tarde y se vaya más temprano, sino porque mi jornada de trabajo se detiene a las 4 p.m., cuando regresa Alessandro del colegio y las jerarquías son otras; en las cuales, acompañarlo con las tareas y ver programas para niños en televisión son actividades prioritarias, por las cuales agradezco diariamente a mis dioses. Hoy tendré más cuidado, “cura”, como, con inquietantes resonancias, se dice en italiano, no para que el día no pase, una empresa poco obvia, sino para que, cuando pase, me dé cuenta de que está pasando.
Arte y fascismo
Sigo preparando clases para un eventual curso sobre el arte italiano del siglo XX. Una de las tradiciones modernas más brillantes del siglo XX. No se podría hablar de una cocina expresionista o cubista, como se puede hacer de una cocina futurista siguiendo las recetas que Marinetti inventó. Con la excepción del cubismo es poco, desde Duchamp a Beuys, especialmente Duchamp y Beuys, y de Varese a Nono o Stockhausen o desde Apollinaire a Paz, se llevó a cabo durante el novecientos que no estuviera prefigurado por los italianos en los primeros años del siglo pasado. Ninguna tendencia, desde el romanticismo, más universal que el futurismo italiano. Todas las visiones en arquitectura de Koolhas, Hadid o Gehry fueron previstas por los arquitectos del movimiento. Así como los proyectos fundadores de la Bauhaus. Incluso el arte óptico o cinético, como en las seductoras manifestaciones de Cruz-Diez, fueron previstas por Giacomo Balla con sus “Intersecciones cromáticas”. Desde Dadá a Baselitz y Richter, todos, en el fondo y la superficie, son “futuristas”. Que esta no sea una opinión unánime no es una cuestión filosófica o estética, sino política. La asimetría fue uno de los signos más nefastos del siglo XX; una miopía que permitió la consagración de los artistas que exaltaron a Stalin, el peor de los criminales en la historia de la humanidad, o a su émulo Mao, reconociendo con el Nobel a cortesanos de Moscú como Neruda o Sartre, mientras casi condenaban a muerte a Ezra Pound, el más grande poeta norteamericano, después de Whitman, por decir en la radio italiana que Roosevelt era un político al servicio de los más oscuros intereses, con lo cual se acogía a la Primera Enmienda de la constitución gringa que garantiza la libertad de expresión. De modo semejante ha ocurrido con el futurismo italiano. Sus imperdonables simpatías por Mussolini nos han obligado a ignorar, cuando hablamos del origen de todas las vanguardias, las maravillosas intuiciones del grupo de jóvenes ingenios reunidos alrededor de Filippo Tomasso Marinetti.
Milán, miércoles 3 de febrero de 2021
Traduciendo a Ricardo III
En sus conocidas críticas a Shakespeare, el gran Voltaire, quien nunca le perdonó que no fuera francés, insistía en la grandilocuencia del Bardo, en su abusiva utilización del ingenio y el exceso para hacer hablar a sus personajes. Acostumbrado a la milagrosa precisión de Corneille, Racine o Moliere, le chocaban al autor de Cándido los excesos verbales que, en su opinión, distraían al público y restaban unidad a sus dramas. No dejaba de reconocer, como más tarde Lord Byron, la inigualada grandeza de Shakespeare como poeta, lo que no garantizaba su actividad como dramaturgo. Varias otras manifestaciones encontraba criticables. El siglo XX, shakesperiano total, desoyó las advertencias críticas de críticos del dramaturgo isabelino. A Tolstoy le parecía intolerable Rey Lear, a lo cual respondería un airado Geroges Orwell, uno de los más reconocidos exponentes de la deriva moderna.
Todavía cuando, en 1981, comencé a enseñar Shakespeare en la universidad, la “bardolatría”, inventada por los románticos a principios del XIX, se extendía por la academia anglosajona. En una de sus sectarias manifestaciones, sólo una, se llegó a cuestionar la autoría de Tito Andrónico. No podía ser del “dulce cisne de Avon”, una tragedia tan macabra como Tito, donde el incesto y la homofagia son apenas dos de las manifestaciones de la horrible historia que supera todos los horrores imaginados por Séneca en la época del Nerón. En otra expresión de bardolatría, los editores a ambos lados del Atlántico se niegan a reconocer lo irrefutable, como que el tardío Pericles es sólo en parte de la autoría de Shakespeare. A ningún lector atento se le puede escapar que, después de la primera mitad del tercer acto de la obra, es muy poco lo que puede ser atribuido al dramaturgo británico. Tengo que reconocer que, en sus críticas, Voltaire, más de una vez, exageraba. Pero es que Shakespeare también exagera. Como en este parlamento de Lady Ana en el primer acto de Ricardo III, una veintena de líneas que forman parte de unos diálogos más conocidos del teatro shakesperiano. Como siempre, traducirlo es una empresa sin sentido, ¿cómo encontrar un equivalente español a este par de pentámetros raramente regulares, con su musicalidad letánica tocando a muerte? La más apropiada, en verdad, si recordamos que, en ese momento, Anna carga con el cadáver de su suegro para llevarlo al cementerio. El pentámetro es una medida no silábica, como el endecasílabo de origen italiano, sino métrica; son cinco yambos, es decir una unidad métrica de dos sílabas, la segunda obligatoriamente acentuada, como en To be…, donde el acento descansa sobre la segunda sílaba. Una alternativa sería traducir el parlamento en endecasílabos rimados, pero para el oído moderno no sería lo más deseable. Otra más modesta es, para el que quiera acogerse a una forma regular en castellano, ponerlos en endecasílabos no rimados; una tercera es traducirlos en verso libre; y la cuarta es hacerlo en prosa, que es la preferida por el más reciente traductor de Shakespeare al italiano. Creo recordar que es la solución escogida por Astrana Marín y también por Valverde. Éste es el original en la versión Arden, en negritas las sílabas con acento:
O God! which this blood mad’st, revenge his death.
O earth! which this blood drink’st, revenge his death.
Mad’st y drink’st son naturalmente contracciones de madest y drinkest, formas arcaicas para decir “hiciste” y “bebiste”. Esta es una traducción en versos libres:
¡Oh, Dios! que has hecho esta sangre, venga su muerte.
¡Oh, tierra! que has bebido esta sangre, venga su muerte.
Aquí, otra de las muchas posibilidades, en irregulares endecasílabos:
Oh, Dios, oh, tierra, que esta sangre han hecho
y bebido, ahora venguen su muerte.
Con lo que se perdería el tono letánico del original que, esta vez, se conserva, me parece, en castellano; a pesar de la longitud, propia del idioma, ayuna de la bendita brevedad monosilábica del inglés que, por ejemplo, reduce a una sílaba (mad’st/drink’st) lo que para nosotros vienen a ser tres: “hiciste”, “bebiste”. Las veinte sílabas de los dos versos en inglés, se alargan hasta veintiocho en mi versión castellana. Contradiciendo, lo cual no es prudente, el sano criterio de Ezra Pound, príncipe de los traductores, cuando advertía que la traducción tenía que ser siempre más breve que el original. Lo cual no es sencillo en una lengua que huye de la brevedad. Lady Ana dirigiéndose al malvado y deforme duque de Glocester, más tarde rey Ricardo III, con la misma Ana, quien dejará de ser Lady para convertirse en Reina Ana:
ANA
Aléjate, en nombre de Dios, demonio
asqueroso, y deja de molestarnos.
Tú, que has hecho de la dichosa tierra
tu propio infierno, y la has repleto con
maldiciones y quejidos, si quieres
contemplar el resultado de acciones
tan odiosas, mira de tu trabajo
como matarife un buen ejemplo.
¡Ah, mis nobles caballeros, fíjense
cómo las heridas del muerto Enrique
abren sus bocas y sangran de nuevo!
Sonrójate, sonrójate, tú, montón
de horribles deformidades, porque es
tu presencia la que saca esta sangre
del frío, y de sangre vacía las venas
donde ya no queda sangre. Tus actos
inhumanos, desnaturalizados
y ruines han provocado este contra
natura diluvio.
¡Oh, Dios!, que has hecho esta sangre, venga su muerte.
¡Oh, tierra!, que has bebido esta sangre, venga su muerte.
Que, con sus rayos, el cielo descienda
sobre la cabeza del asesino;
o que la tierra se abra y se lo trague
de inmediato, así como de este noble
rey, asesinado por su diabólico brazo
se traga la sangre.
Milán, viernes 5 de enero de 2021
Aires del país natal
De nada deberíamos sentirnos los venezolanos más orgullosos que del desarrollo de la música para guitarra. A los tantos brillantes intérpretes, hay que agregar el genio de los compositores, de los cuales Antonio Lauro (una gloria de la música del XX) es apenas uno. Otro es Carlos Bonnet (1892-1983), de quien, en este momento, el programador de esta hora de la mañana en Radio Classique hace sonar la conmovedora belleza del vals “Quiero ser tu sombra”, con un intérprete cuyo nombre no alcancé a precisar. Pocas cosas más venezolanas que en un vals venezolano. Toda nuestra “melancolía criolla” -el término fue utilizado por la profesora de la UCV Teresa Soutiño en una brillante tesis de grado-, con sus calores diurnos y la frescura de sus tardes; el bochorno de sus lluvias y la claridad de sus noches de fin de año; la nostalgia de un misticismo inescrutable; la salinidad del aire de un viaje sin regreso, que, en estas notas, más que en todo su arte o literatura, se expresan con dramática belleza. Las instituciones musicales europeas lo han reconocido más que cualquier otra institución cultural venezolana, y no sólo en estos tiempos de indigencia.
Alejandro Oliveros
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