Diario Literario

Diario literario 2021, abril (parte 5): Kurtág y Bartók; el Ulises de Saba; el teniente Jünger; corresponsales; Alexis Romero; Piacentini

01/05/2021

Kurtág György. Fotografía de Lenke Szilágyi

Milán, sábado 24 de abril de 2021: San Jorge

György Kurtág

Como buen músico húngaro de su generación, aunque nacido en lo que hoy es Rumanía, el héroe de György Kurtág era su compatriota Bela Bártok, exiliado en los Estados Unidos desde mediados de los treinta. A tal efecto, a sus diecinueve años se trasladó a Budapest ante el anunciado regreso de Bartók. No quiso la fortuna que el encuentro se produjera. La salud del maestro, agravada por la precariedad de su exilio, era la más precaria y habría de morir en septiembre de ese año. No obstante, Kurtág ha reconocido siempre su influencia. Y a mí, por amor a Bártok, una devoción que me hizo llegar un helado mediodía neoyorkino a la pobre dirección donde había vivido en el West Side, me parece sentir los ecos de la música del Bártok en todo lo que ha escrito el discípulo que se quedó en Budapest esperando su regreso. La fortuna, por lo demás, ha sabido compensar ese desencuentro a lo largo de la existencia de Kurtág. La más reciente ocasión fue apenas el año pasado. En efecto, pocos días antes del cierre de teatros y salas en Italia, la compañía de la Scala de Milán fue capaz de presentar su primera incursión en el campo de la ópera. Se trata de Fin de partie, sobre el texto de Samuel Beckett y puesta en escena por el inquietante Pierre Audi, los montajes del San Francisco de Asís, de Messiaen; el Anillo de los Nibelungos; Vida con un idiota, de Miachel Nyman, y el pantagruélico Aus Licht, de Stockhausen, un collage de sus siete óperas programado a lo largo de tres días consecutivos. Para la ópera de Kurtág, Audi escogió una salida minimalista, tanto como es minimalista la “historia” de Beckett. En el inmenso escenario de la casa de ópera milanesa, sólo se ve lo que parece una maqueta tamaño natural de una casa, toda plateada como lo es la luz, y tan enceguecedora como lo es la partitura. Una música de intensidad casi insoportable, la transcripción más perfecta de la poesía desesperada del irlandés. No dudo que Bártok habría sentido no pocas afinidades electivas con su compatriota en este espectáculo que la imprecisa fortuna permitió que se llevara a cabo en los bordes de una implacable pandemia.

Milán, domingo 25 de abril de 2021

El Ulises de Saba

Uno de los subgéneros más excitantes de la literatura occidental es la producción posthomérica. Una ilustre tradición que se inició seguramente apenas fue transcrita la épica homérica, hasta ese momento (s. VI a.C) difundidas sólo por vía oral. Por desgracia, son muchas las obras perdidas, a comenzar por la Telegonía, de la cual no se conservan más que unas líneas. Desde entonces, y con una continuidad rara, abundan los ejemplos. Virgilio ha sido el más ilustre representante, seguido, como siempre, por Dante. A pesar de Dante, la Edad Media no fue la más generosa en expresiones del subgénero posthomérico. Algo que ya Petrarca se empeñó en enmendar con su irregular África, y que después ningún poeta que se respete ha dejado de intentar. Es lo que llamó “versiones homéricas” el alerta George Steiner. Ramos Sucre seguramente escribió la suya, y el poeta italiano Umberto Saba lo mismo.

ULISES

En mi juventud navegué a lo largo
de las costas dálmatas. A flor de agua
los islotes emergían, -donde un pájaro,
raro y atento acechaba su presa-,
resbaladizos y cubiertos de algas,
bellos como esmeraldas al sol.
Cuando eran borrados por la noche
y la marea, naves a sotavento
eran llevadas por el viento, huyendo
de la insidia. Hoy mi reino
es esta tierra de nadie. El puerto
ilumina a los otros con sus luces;
mar adentro, aún me empujan
el indómito espíritu
y el amor doloroso de la vida.

El Ulises del poeta triestino, como el de Dante o de Kazantzakis, siente el llamado a la aventura. Después de veinte años de calle, no es posible regresar a la seguridad del hogar. Mucho techo para el que, como la ballena, sólo ha tenido, durante mucho tiempo, al cielo como techo. Su indómito espíritu no se sacia, las hazañas, las empresas, los viajes son su sustento. La última es la más inquietante y ambigua de las líneas, “el amor doloroso” de la vida. La vida, parece decir este hijo de Laertes, se aprende a amar sólo en el riesgo y el dolor. La seguridad es su negación. El héroe de Saba, Ulises, se me antoja como el verdadero autor del hermoso poema.

Busto de Ernst Jünger. 1995. Jevgenij Kulikov

Milán, lunes 26 de abril de 2021

El teniente Jünger

Mientras esperaba para ser vacunado (las salas de espera son mi lugar favorito para leer), leí una docena de páginas de la “nouvelle” de Jünger El teniente Sturm en la ajustada versión al italiano de Alessandra Idicco. Sturm, a secas, como se llamó en alemán, fue terminada en 1965, a los sesenta y ocho de su autor, y cuarenta y siete después de su activa y condecorada participación en la Primera Guerra. No obstante, se siente con tanta inmediatez la narración de la vida de trincheras, que pareciera escrita en el lugar de los hechos en pleno conflicto. Que es lo que hace con sus diarios el protagonista. El teniente Sturm es una apenas velada versión del mismo autor: zoólogo, escritor, filósofo crítico de la técnica y el estado moderno:

Desde que fueron inventadas la moral y la pólvora, el principio de la selección natural ha ido perdiendo significado… Se puede seguir con precisión cómo la importancia de este principio se ha ido transfiriendo al Estado, cada vez más inescrupuloso, limitando las actividades del individuo a la de una especie de célula especializada. Desde hace mucho las personas han dejado de contar por su valor intrínseco, ahora su valor depende de su relación con el Estado. Mediante la sistemática eliminación de una serie de valores altamente significativos, se producen seres humanos que, por sí solos, no serían capaces de sobrevivir.

El teniente Sturm debería leerse como un apéndice a Las tormentas de acero del mismo Jünger, aquella épica de la mecanización del campo de batalla y de la intromisión de la técnica incluso en la guerra, el más humano de los asuntos, y preámbulo a lo que iba a ser la sociedad que vivimos, donde el ser humano no pasa de ser, en el mejor de los casos, de un rehén de la técnica.

Milán, martes 27 de abril de 2021

Un frente frío ha terminado momentáneamente, espero, con la primavera milanesa. Los cielos grises han regresado con sus lluvias y bajas temperaturas. El valle del Po no es frecuentado por los grandes vientos (lo impiden los Alpes) que sirven para alejar la nubosidad y disminuir la humedad. No obstante, las flores no le conceden mucha importancia a estas alteraciones, y por todas partes florecen las magnolias, hortensias, otras flores cuyo nombre desconozco y, sobre todo, las rosas, el más alto espectáculo de la estación. Milán, como Roma, es una ciudad propicia a esta flor suprema. Al mismo tiempo, el mercado aprovecha para ofrecer tulipanes de los más variados colores. En Venezuela, la primavera es la época de la épica floración de araguaneyes, apamates, bucares, Palos de María, Nazarenos, trinitarias y samanes. Me decía José Solanes, hace muchos años, que había sido eso lo que más lo impresionó a su llegada a Venezuela después de su vida entre Cataluña y Francia, que hubiesen árboles enteros, y árboles serios, cargados de flores.

Milán, miércoles 28 de abril de 2021

Corresponsales

Los corresponsales de este diario literario han dispuesto, sin consultarme, mis lecturas para esta primavera confinada de 2021. Mi corresponsal destacado en Madrid, adicto irremediable a la página impresa, me envió ayer los libros de su selección: la interesante biografía que el destacado escritor y diplomático italiano Maurizio Serra (Premio Goncourt por su estudio de Kurzio Malaparte) dedicó a Marinetti, una lectura esencial para mi próximo curso sobre arte italiano del 900. El segundo es un dilatado ensayo del historiador anglo-alemán Orlando Figes quien, en sus 670 páginas, y de una manera más literaria y grata, nos devuelve a la París del XIX, al cual el gran historiador Theodore Zeldin dedicó una serie de memorables volúmenes hace ya más de cuarenta años; se trata de un libro fascinante escrito por un Figes cuya prosa hemos disfrutado durante años en sus colaboraciones para el New York Review. Del tercer libro no tenía noticias, ni de su autor, el catalán Mauricio Wisenthal. Según lo que he leído, se trata de una serie de crónicas, escritas a lo largo de varias décadas, sobre los viajes que el autor ha realizado siguiendo la ruta del “tren de Europa”, el Orient-Express, que es como tituló su volumen. La última de las escogencias de nuestro activo corresponsal madrileño es la reciente novela del venezolano Federico Vegas, Los años sin juicio, una tensa “ficción-real” que narra la escalofriante historia de los banqueros venezolanos llevados a la cárcel por la dictadura chavista. Desde los primeros capítulos, el autor detalla el sórdido absurdo de la justicia en un país bananero no muy distinto al del Haití de Duvalier, según la crónica de Greene. Tiene no poco de inquietante la descripción de las arenas movedizas que se irán tragando a sus personajes, convertidos en víctimas por la resentida mediocridad de un alto funcionario que, durante años, como muchos otros, se disimuló detrás del holgado disfraz de profesor universitario.

Por su parte, mi consecuente corresponsal en Sevilla, al quien, entre las deudas más recientes, le debo el conocimiento del novelista chino Ma Jian y de su estupenda novela Peking en coma, me sorprende con el envío de un estudio desconocido sobre Shakespeare, una de las últimas ofertas de la incesante “Industria Shakespeare”, alimentada con los cientos de estudios que cada año enriquecen las aproximaciones al escurridizo e imprecisable Bardo de Stratford on Avon. En unos meses, serán veinte años desde que pasé un tiempo en la adorable localidad inglesa a propósito de una investigación que llevé a cabo sobre la Roma de Shakespeare. Un estudio que, por fortuna, nunca terminé y lo eximí de ser incluido en la lamentable lista de mis libros inéditos. Mis lecturas de primavera, que comencé hace unas semanas con el libro de Kissinger sobre China, prometen ser de lo más variadas y notables, gracias a la consecuencia de mis queridos amigos y corresponsales.

Un complemento bienvenido a estas lecturas primaverales es el último poemario de Alexis Romero. Alexis es uno de los poetas más interesante de su generación y un distinguido profesor universitario. No obstante, tal vez sea más conocido como librero. En efecto, durante los años que precedieron la catástrofe, fue el espíritu responsable de Templo interno, la librería del este de Caracas que convocaba más poetas por metro cuadrado que cualquier otra de la cuenca del Caribe. Nunca me encontré allí con un cliente que no fuera poeta, una circunstancia alentada por Alexis, quien siempre daba la impresión de que no pudiera hablar de otra cosa, y hacerlo bien, que no fuera de poesía. De La inclinación, que es como se llama la colección, este par de textos de ajustado lirismo:

 

HEREDAMOS UN SALMO

 

creímos que era un bautismo
la nombramos deformación de los pájaros
y la bañamos de altura

 

saltan de un temor a otro
los pájaros brotados de un cuerpo
que viene de haber caminado sin rumbo

 

supongo que así nacen los inicios del viento en la casa de la sangre
es tan larga la torpeza inicial del vuelo
el mundo se oye hambriento de espontaneidad
el pico más alto no es miedo sino ráfaga

 

del eco de las garras heredamos un salmo
oídos oídos oídos
ningún pájaro vino del odio

 

 

DE LA PROMESA A LA FORMA

 

oye lo que viene
lo macizo el desgarro

 

la espera nos premia

 

a veces el fondo nos engaña
y la forma al temor se nos clava

 

escuchaste la estructura del basurero
de lo que nos hizo posibles

 

no los hábitos del espejismo
en nuestras técnicas para despedirnos

 

no los dibujos en las paredes de las tazas
que nos hacen ver abundancias y festejos
donde lo poco suena como lo poco.

 *

En la radio el primer movimiento del Cuarteto para Cuerdas de Haydn Op. 77 No.1, en la gratísima interpretación del conjunto L’Archibudelli. Escuchar estos cuartetos, los Opus 76 y 77, es lo más cerca que podemos llegar a una posibilidad de cura para las caídas del alma a través de la música. Son una muestra excepcional de luminosidad y equilibrio, de belleza clásica con sus aspiraciones ideales. Los escucho con regularidad desde hace por lo menos treinta años, y a ellos les debe raros momentos de armonía de mi atribulada psique. La versión de mis cuartetos completos de Haydn es la del Cuarteto Kodály, no tan brillante tal vez como otras, pero siempre confiables y fieles a las aspiraciones del maestro.

Palazzo di Giustizia di Milano. Fotografía de Paolobon140 | Wikimedia

Milán, jueves 29 de abril de 2021

Arquitectura y fascismo

De regreso de una visita al Palazzo di Giustizia de esta ciudad, el proyecto más ambicioso de Mussolini en esta capital lombarda. Fue construido entre 1932 y 1940 siguiendo los planos de Marcello Piacentini. Más que un edificio, se trata de un manifiesto político, equivalente a los de Spears en Alemania. La más pura imagen, la versión arquitectónica de la ideología del fascismo. Un proyecto que sugirió, sin imaginar sus alcances, el Hegel joven, romántico y fragmentado, de la Fenomenología del espíritu. Una épica de la aventura del Geist (espíritu, pensamiento) donde el gran pensador distinguió al Estado como uno de los productos finales de la evolución del conocimiento. Como se dice, Marx se encargó de poner de cabeza el planteamiento hegeliano, atribuyendo al estado la capacidad de sintetizar todas las contradicciones y velar por las necesidades materiales, que serían todas las que reconoció Marx, del hombre. El Estado como la nueva Iglesia y el Partido, con su líder, como nuevo clero. Es lo que se siente frente a la formidable y marmórea estructura de Piacentini. Sentí lo mismo frente a la catedral de Burgos. Aquella infinita y absurda estructura al servicio de los más oscuros intereses; en aquel caso, los de la iglesia de su tiempo; y, en este, la dictadura de Mussolini. Il Palazzo di Giustizia es una gran catedral al servicio del nuevo Salvatore Mundi. La misma intimidación que padecieron los creyentes que se acercaban a las catedrales de la Edad Media es lo que sentí cuando comencé a subir las escalinatas del ingreso principal. Abandona toda esperanza a menos que confieses tus pecados y seas privilegiado por el perdón generoso de tu Creador (Benito Mussolini), quien, en su infinita bondad, lo único que te pide es que confieses tu desobediencia y te arrepientas sinceramente de haber dudado de sus intenciones. A los culpables les espera el dantiano recorrido por la imponente disposición trapezoidal del edificio del cual parece imposible salir sin haber perdido la vida o la cordura. Al final, la aislada, amenazante y asimétrica torre, inevitable en cualquier castillo o catedral. El edificio de Piacentini es una experiencia epistemológica. Todo lo que he leído y pensado sobre el fascismo, ahora revelado de forma tangible, tridimensional, intimidante. Como el comunismo, el ingenioso fascismo de Mussolini es una iglesia, donde él es Dios. En el amplio espacio donde se despliega el dilatado proyecto de Piacentini, se alzaban una iglesia y un monasterio. No de balde en sus discursos en el romano balcón de Piazza Venezia, el Duce insistía, como todo dictador en la longevidad de su proyecto. En su caso, se trataba de un milenio, ni un año más ni uno menos. Con arquitecturas como la de Piacentini, construidas para la exaltación de la grandeza de un hombre, no es difícil creerse inmortal. Una de las razones por las cuales la arquitectura es arte privilegiado por los dictadores de todas partes, Venezuela y su Pérez Jiménez, por ejemplo. Hay excepciones, claro, la actual administración revolucionaria del mismo país es una de ellas.


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