Diario literario

Diario literario 2020, marzo (parte I): el otro Jünger, Philip Kerr, Béla Bartók

07/03/2020

Fotografía de Robert J Heath | Flickr

San Vito di Cadore, domingo 1 de marzo de 2020

Amanezco para mis setenta y dos en esta pequeña población de las Dolomitas a donde he venido a pasar unos días invitado por Constanza. Durante la noche, una leve nevada ha cubierto las copas de los pinos con una música que sería de Satie, si Satie hubiese nacido al pie de los Alpes gélidos. Las cumbres no son visibles a esta hora, envueltas en una niebla espesa e inquietante. No puedo menos que recordar a Ramuz y sus cumbres de espanto. Para la ocasión, Radio France Musique presenta un homenaje a Bach, que se inició con su sentida cantata BWV186, y ha continuado con el Concierto para Violín en la menor, ambas piezas bajo la discreta dirección de John Eliot Gardiner. Si supiera cómo, le agradecería a los dioses tantas bondades durante este día que comparto con mi familia en esta región mítica de los Alpes.

El otro Jünger y los mitos griegos

Una de las sorpresas bibliográficas más gratas que he recibido en los últimos años ha sido el descubrimiento, gracias a una querida amiga, de una traducción al español de Griechist Mythen (Los mitos griegos), publicado en 1947 por Georg Friedrich Jünger, el hermano menor de Ernst. Cuando comencé a estudiar alemán por primera vez, hace unos cuarenta años (cada cinco años comienzo de nuevo), el primer libro que tuve la fortuna de recibir desde Alemania fue La perfección de la técnica, del mismo Georg Friedrich. Después, seguirían otros, casi siempre de poesía, Goethe, Novalis, Rilke, Brecht, Eich, Celan, Grass y Bachmann, sobre todo Bachmann. Mi experiencia con la lectura de La perfección fue frustrante; en consecuencia, me abstuve de pedir el volumen sobre los Los mitos griegos, lo que constituiría una de mis grandes frustraciones literarias porque no lo conseguí ni en francés, ni en italiano ni en inglés. Una frustración que no sufrí ni siquiera con La fenomenología del espíritu, cuyos párrafos más importantes pude descifrar gracias a la espléndida versión al francés de Jean Hyppolite. Uno de los asuntos que más colaboraban en esta incómoda experiencia era la sospecha de que el estudio de Georg Friedrich era determinante para entender el mito heleno. La lectura de algunos párrafos de la traducción al castellano, a pesar de lo accidentada, me ha confirmado en mi suspicacia. Jünger no es un mitógrafo profesional, gracias a Dios. El suyo es el libro de un poeta, como Robert Graves, pero alemán, formado en el legendario e improbable círculo de Carl Schmitt, Heidegger y su hermano Ernst, que propugnaban por una nada obvia “revolución conservadora”, de lo cual se ha encargado Daniel Morat de reseñar en un estudio que desconozco, Von der Tat zur Gelassenheit. En Los mitos griegos el “otro” Jünger abunda en aproximaciones tan reveladoras como esta, referida a la naturaleza titánica entre las figuras de la mitología, y que es de una actualidad inquietante en este momento en Venezuela:

«¿Qué sucede cuando los dioses se alejan del hombre, cuando lo abandonan?

Dondequiera que se tornen imperceptibles para él, donde desaparezca su simpatía por él, de forma que su destino empiece y acabe sin ellos, siempre sucederá lo mismo, lo titánico regresa y hace valer su pretensión de poder. Cuando no hay dioses hay titanes… Los titanes son inmortales, siempre están ahí y siempre anhelan erigir de nuevo su soberanía en el antiguo poder… La tierra está henchida e impregnada de fuerzas titánicas. Están al acecho para irrumpir, para romper sus cadenas, para restablecer el reino de Cronos».

Georg Friedrich Jünger

No estoy seguro de que el estudioso junguiano Rafael López-Pedraza haya conocido esta afirmación; pero es una coincidencia nada improbable, habida cuenta de que Jünger sí leyó a Jung. En una de las últimas conversaciones que sostuve con el querido López, me insistió en la naturaleza titánica del líder-comandante de la desastrosa adaptación venezolana del desastre antillano. En medio de la catástrofe, son bienvenidas estas intuiciones, que servirían para explicar la irracionalidad de una mayoría que, en Venezuela, prefirió la salida titánica ante el abandono de los dioses tradicionales, que querían expresarse por medio de una democracia, cuyo origen es el mismo de los mitos que estudia el menor de los hermanos Jünger.

Milán, lunes 2 de marzo de 2020

El regreso a la ciudad, después del nevado paisaje alpino con toda su pureza, es revelador de la inquietud que se apodera de todos sus habitantes. En la montaña, la gente, con o sin razón, se siente a salvo. Es uno de los atributos de las alturas en el imaginario occidental. A la montaña viajaron durante dos siglos los pacientes tuberculosos en busca de la cura para el terrible mal. La huida tenía una justificación terapéutica. Las bajas temperaturas y la mínima humedad detenían el avance del bacilo de Koch en su marcha de Calígula por el parénquima pulmonar. No obstante, con el Coronavirus parece ocurrir lo contrario: se siente a gusto con las bajas temperaturas. Es una enfermedad invernal, en principio. Así que no son las blancuras alpinas o andinas, por lo mismo, el refugio más recomendado. Mientras, Milán enfrenta la epidemia con el único y más primitivo de los medios, y el único eficaz: la cuarentena, inventada por Hipócrates y con reiteradas resonancias medievales.

Milán, martes 3 de marzo de 2020

Berlín 1936

Si alguna época valió la pena ser vivida en el siglo que pasó, fueron los años que siguieron a la Primera Guerra y precedieron a la Segunda, en la Alemania, primero de Weimar y luego de Hitler. Todo lo que de bueno y de malo se produjo durante ese período fue imaginado o elaborado por los alemanes en esos breves veinte años. Philip Kerr la escoge (también los productores de la estupenda serie de TV, Berlin Babylone) como escenario de la primera entrega de su Trilogía berlinesa, de la cual acabo de terminar, en su versión italiana la primera entrega, Violetas de marzo. El título alude a la expresión acuñada por los alemanes para nombrar a los nazis de última hora. Los cientos de miles de oportunistas que, en principio, se opusieron a los designios del Führer para sumarse luego, una vez que lo sintieron consolidado en el poder. Son los conversos de todas las ideologías y religiones que terminan siendo los más fieles, y sectarios, seguidores del líder político o religioso. La de Kerr es una novela policial cuyo protagonista Bernie Gunther, es la versión alemana inventada, por un escocés, de Philip Marlowe. La historia se adapta a todas las convenciones del género: un caso aparentemente sencillo se convierte en una entramada historia, protagonizada por docenas de personajes que aparecen y desaparecen alrededor de los protagonistas, que invariablemente son el detective, el cliente, los representantes de los cuerpos de seguridad, una fiel secretaria que se encarga de poner orden en la existencia marginal y alcoholizada del héroe; y, por último, “una femme fatale” que representa el eros fundamental en este tipo de historias. La de Kerr fue escrita siguiendo de cerca la receta. El robo de una valiosa joya es el pretexto del autor para ofrecer al público lo que realmente le interesa: la vida en el Berlín de aquellos años, una adaptación del San Francisco de Hammett, o Los Ángeles de James Ellroy. Y Kerr, que parece conocerse el Berlín de esos años, como Modiano se conoce el París de hoy, lo ha logrado. Nos sentimos caminando por la animada Kunfürsterdam que fuera el paisaje de las criaturas de Brecht-Weil-Lenya antes de su exilio, en busca del tranvía que nos lleve hasta el suntuoso y excitante American-bar del Hotel Adlon, para apurar un par de tragos antes de perdernos en uno de los cabarets donde se presenta una Liza Minelli de los años treinta. No es una gran novela, pero son contadas las policiales que lo son (Conan, Chesterton, Hammet, Chandler, Dürrenmatt, et al). Ahora no me queda si no leer las otras dos novelas de la trilogía: Pálido criminal y Réquiem alemán. La primera se desarrolla en la capital alemana en 1938, y la segunda, en Berlín y Viena 1947. Leo que otro de sus libros, Gris de campaña, la sitúa en La Habana de 1954, esa me interesa menos.

Caracas, jueves 5 de marzo de 2020

Una mañana luminosa, como las que imaginaba en la lejana Milán. La luz bendita de este valle, la más rara en esta parte del planeta, y los azules purísimos de su cielo sobre la gran montaña, acompañados por una temperatura casi ideal no son fáciles de olvidar. Del otro lado de la cordillera, el mar proceloso y el estruendo de las olas puedo escuchar hoy desde aquí, con los olores propios de esa costa abrupta que, para mí, va desde aquí hasta el Puerto Cabello natal de mi madre. Por ese puerto pasó un día Joseph Conrad quien, impresionado por el paisaje, lo convirtió en escenario de su laberíntica Nostromo. Aunque no son los gloriosos días de diciembre, todavía me ha tocado un poco de luz, antes del tórrido verano que ya se respira a medida que nos acercamos al mediodía.

Recuerdos de Bartok

Lo primero que escucho a mi regreso a esta ciudad, en las transmisiones de Radio Classica Milano, es el Concierto para orquesta, de Béla Bartók, en la radiante interpretación del también húngaro Sir Georg Solti con la sinfónica londinense. Fue lo primero que escuché del compositor en mis primeros años de secundaria. Era uno de los discos preferidos de mi padre, quien tenía al compositor como más interesante que Stravinsky, una opinión que no dejo de compartir, y no sólo por edípicos argumentos. Recuerdo claramente la carátula del disco, en el sello RCA “Living Stereo”, con una reproducción de la conocida tela de Rousseau, “El sueño”, donde aparece una voluptuosa Olimpia acompañada por un extraño y onírico flautista en medio de una selva “ingenua” y no menos inquietante. La brillante versión, que es la mejor o la que más disfruto, es la Fritz Reiner durante sus años con la Sinfónica de Chicago. Heredé de mi padre la grabación y esta admiración por Bartok. Tiempo después, durante mis años de Nueva York, pude escuchar el concierto en dos ocasiones. La primera, en Lincoln Center, en lo que entonces se llamaba Avery Fisher Hall, dirigida por el legendario Eugene Ormandy y su inseparable sinfónica de Filadelfia, cuya batuta pasaría, pocos años después, al joven Ricardo Mutti. La de Ormandy, tal vez por su avanzada edad, fue una versión impecable, pero menos tensa, menos nerviosa debería decir, de lo esperado, casi perfecta, como una escultura ática pero sin la pasión desbordada del apasionado Bartok. La segunda, más musical tal vez, pero más superficial más superficial, la dirigió, en la misma sala, Zubin Metha con la indomable Filarmónica de Nueva York. Después de escuchar esta y otras aproximaciones, como la de Solti, sigo creyendo que el Sr. Oliveros tenía razón. Nada mejor que la de Fritz Reiner. Y no podía ser de otra manera. Antes de dedicarse a la dirección, el joven Reiner fue uno de los alumnos predilectos de Bartok en sus clases de piano. Reiner, además, estuvo entre los músicos que animaron al influyente Serge Kaoussevitzky para que le encargara al compositor este luminoso Concierto, un verdadero milagro de orquestación, que ahora escucho asomado a la ventana de esta primera mañana en el país natal después de tres meses en el blanco invierno milanés.


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