Perspectivas

Diálogo sobre “Hopper y el fin del mundo”

26/01/2022

Fedosy Santaella retratado por Tania Villalón

En Hopper y el fin del mundo (2021) Fedosy Santaella establece un diálogo audaz desde la literatura, el arte y la crítica. El escritor venezolano, nacido en Puerto Cabello, pone en manos de los lectores una novela distópica. Con esta obra Santaella plantea una vez más la importancia de la novela como dispositivo cultural de lo fragmentario.

La pieza resulta un objeto vinculado a una realidad alucinante que se va fragmentando en sí misma para interactuar con el arte cuando interviene la emblemática pintura de Edward Hopper, Nighthawks (1942), o cuando retoma el cuento «La última noche del mundo», de Ray Bradbury; también al anclarse a aspectos de la condición humana como la locura o el mal, o al proponer espacios de intertextualidad con el arte, la literatura, la filosofía, el cine, la realidad social y política de su país y de un mundo pandémico. Finalmente, debe destacarse asimismo el diálogo directo con el autor, pues Santaella decide prescindir de un narrador focalizado para dejarnos algunas postales de lo que va siendo, digamos, su propia vida.

Así, en cierto modo el lector ya es parte de estas historias y búsquedas. Siguiendo a Blanchot, esta novela es una «promesa del desconcierto, del desacomodo».

Una novela sobre el fin del mundo que se publica, precisamente, cuando las pocas certezas que hoy aparecen en el planeta se ven en jaque. ¿Cómo y hace cuánto tiempo surgió Hopper y el fin del mundo?

Surgió unos años antes de 2019. Como libro tuvo distintas formas. Inicialmente fue un híbrido donde había cuentos y ensayos, incluso poesía; luego fue cambiando, se hizo más orgánico, relacionado entre las partes, aunque siempre fragmentario. El personaje femenino cambió en un par de ocasiones; también el final. La novela estuvo en un concurso en España, casi gana. Dio vueltas entre lectores amigos. Sus demoras me permitieron seguirla trabajando. Cuando llegó la pandemia Hopper y el fin del mundo estaba allí.

Su novela pareciera partir de un ejercicio de crítica de arte a la propuesta estética de Edward Hopper, pero más específicamente a su emblemática obra Nighthawks (1942). Hay un logrado diálogo estético entre un arte narrativo y uno pictórico, esa forma en que, desde su novela, se da vida al cuadro de Hopper y se lo interviene. ¿En qué medida fue su propósito establecer ese diálogo?

Siempre he estado interesado en el arte. Como sabes, incluso en los últimos tiempos he vuelto a dibujar. Yo dibujo desde pequeño. Alguna vez, de joven, pensé en dedicarme a ser dibujante o caricaturista. Son esas ideas que uno tiene de niño, de adolescente con respecto a las profesiones. Yo no quería ser astronauta, sino dibujante. En Letras, en mi primer tiempo en la UCAB (me terminé graduando de lo mismo en la UCV), nos dieron una fuerte formación en arte. Recuerdo con gran cariño las clases del padre Cisuelo. Luego, papá era un apasionado de los museos y fuimos a todos los que nos fue posible. En el caso de Edward Hopper encuentro en su pintura cierto aire de fin de mundo bien llevado, de postrimería pacífica, de sol que se disfruta, de electricidad que llena el ambiente. Se habla del realismo de Hopper y yo más bien encuentro un aire de sueño soleado en Hopper, de atmósfera imposible pero al mismo tiempo serena y agradable, que en realidad se me antoja cargada de surrealismo. Mark Strand, cuya poesía tiene un enlace profundo con el surrealismo y el absurdo, escribió sobre la pintura de Hopper. Hopper además tiene algo increíble: pareciera estar pintando pinturas que nadie está viendo, ni siquiera el ojo del pintor. ¿Cómo puede existir una pintura que un pintor no está viendo? En esos cuadros donde el personaje toma sol es como si nosotros fuésemos el sol mismo, el vacío. Esa sensación que logra Hopper en mí como espectador me hace sentir una profunda paz. Hay algo de zen allí, todo está vacío pero al mismo tiempo conecta. En sus pinturas el espectador es el espacio, la luz, el magnífico vacío y el silencio. Así percibo a Hopper. En todo caso, hay algo de pacífico fin de mundo en su arte que me fascina. En el microcuento de Thomas Bailey Aldrich, «Sola y su alma», el fin del mundo se convierte en un horror. Todos han muerto, queda solo ella. A mí en cambio esa sensación de soledad siempre me ha fascinado. Igual que la soledad de la novela de Matheson, Soy leyenda, se me antoja cargada de poesía y belleza. Que luego todo se eche a perder, que aparezca el hombre y, como antes, lo dañe todo, esa es otra cosa. El paraíso de un solo hombre o de una pareja es sin duda imposible. Y no por la famosa tentación, sino porque siempre aparecen otros que no entienden nada, con su ruido y sus cosas. Ni modo.

En su novela, a través de capítulos cortos, el lector se va vaciando quizá porque se encuentra a sí mismo en algunos sórdidos, dolorosos e indeseables lugares de lo humano. Al final, en el último capítulo, el vacío lo trae el desconcierto. ¿Cómo sabía que esta particular forma de narrar el fin del mundo, mostrando personas llevadas al límite y atravesadas de soledad y silencio, iba funcionar? ¿O fue una apuesta?

Quise contrastar este gusto por el fin del mundo con unas precuelas terribles que son espejo de nuestro país en distintas etapas (las peores) de nuestra historia contemporánea. Quise llevarnos hacia algunas preguntas: ¿no es acaso más terrible el infierno incesante de estas precuelas? ¿Si nos llevamos al extremo del caos y de la debacle en qué nos convertimos? ¿Volvemos al horror o recomenzamos en la belleza? Ese contraste de la paz del fin del mundo, que se da inicio en la cafetería, se une a las estampas poéticas de otros fragmentos estructurales, las escenas exteriores, que también buscan la belleza en el silencio, en la soledad, en los escombros. Creo que fue Lichtenberg quien dijo que las ruinas son hermosas, precisamente porque son inútiles. Así el arte, ¿no? En ese sentido, pretendí que la novela se acercara a lo poético: en ese quiebre, en ese intersticio entre lo terrible y lo hermoso del fin del mundo. Pero claro, en ese estado zen logrado en la postrimería el virus humano siempre está. El de siempre, o el que surja. Siempre se alzará sobre la tierra el virus de lo humano que lo daña todo. O el virus mortal más bien de ciertos hombres, demasiados.

Otra curiosidad importante es la intertextualidad narrativa, es decir, las referencias algunas tan importantes como el propio Edward Hopper o el cuento de Ray Bradbury, pero también Stan Lee, Thomas Hobbes, Gabriel García Márquez, Lafcadio Hearn o William Faulkner-. ¿Con esto nos ofrece una especie de mapa oculto de la tradición en que se apoya?

El libro se quedó con una capa ensayística que me gusta mucho; esto se logró por medio de la sugerencia y la fragmentación que permite descolocar lo narrativo. Así, a través de la fragmentación me permito introducir elementos como la intertextualidad (literaria, artística, pop) o ciertas reflexiones sobre el lenguaje que le permitan al lector armar, construir, escribir sobre lo ya escrito. La fragmentación permite salirnos de una gastada línea narrativa, jugar a la escritura, a los intercambios con el lector y así proponer otros caminos de lectura. Tampoco pretendo decir que invento algo nuevo, más bien invito a repasar ciertas tradiciones a manera de homenajes o de propuestas de reflexión. Esto sin pretender ser más inteligente que el lector o pretenderme erudito. Está allí, sugerido, en ciertas capas, intentando la justa medida entre lo narrativo, lo poético y lo ensayístico.

En su novela la clínica y la locura son elementos determinantes: de una surgen los personajes centrales y la otra parece ser el tablero donde se mueven las piezas. Presenta estos personajessin nombres, por cierto- enfermos y atormentados por sus propias vidas, pero con cierta sensibilidad ante el desconcertante fin que ha llegado dejando como símbolo cenizas de una vida que fue. ¿Por qué estos “héroes”?

Sospecho que algo de Foucault debe haber en todo esto. La locura es un tema que me fascina. La locura que define a la cordura. La locura como castigo y encierro. La locura como la perdición final de una búsqueda del alma. La bailarina de la clínica terminó allí porque se buscaba, porque se sabía diferente, porque llevaba fuerzas superiores a ella que la hicieron saberse diferente. Amo estos seres solitarios, distantes, arrastrados por la belleza y la poesía, por sus demonios luminosos. Amo que no son estúpidos, que ven el mundo desde afuera o quizás desde su tormentos. Que de algún modo no entran en el molde. Solo desde esa mirada, desde esas periferias, puede realmente lanzarse una vista al mundo que termina convertida en poesía, en literatura, en arte; eso es lo que busco que hagan mis personajes una vez que los dejo ser. No se hace arte con la estadística del mercadeo.

El hombre que huye de todo, que deja en la cafetería a una mujer que está siendo sometida, que pasa de largo y no auxilia a otros, que luego encuentra una víctima de la que no puede huir y se redime; ese protagonista sin nombre parece ser el modelo de héroe que propone. ¿Por qué este tipo humano para intentar un triunfo en el fin del mundo?

No es un héroe: es un ser humano separado del mundo antes del mismo fin del mundo. Es cobarde y es valiente, es de carne y hueso y sufre y desde hace tiempo decidió apartarse porque comprendió que estaba roto y que no encajaba. Es un hombre de cuyo pasado no se habla, pero da la sensación de estar arrasado y desilusionado de la humanidad e incluso de él mismo. Este nuevo mundo (¿podemos llamarlo así?) le gusta porque no tiene que entrar en contacto con la gente, aunque de algún modo gusta de tenerlos alrededor. Quizás porque para saberse diferente debe compararse. Es un hombre Hopper, está allí, dentro de un cuadro que no existe, viviendo la belleza de su propia soledad. Es un artista, él mismo lo dice, y como a todo buen artista el bien y el mal le saben un poco a mierda, ¿no?

También está la mujer que bailaba, que arruinó su propia vida y ya no quiere bailar, que desde antes del fin estaba rota. Es inevitable pensar en cuántas mujeres “viven marcadas”, pero que también resurgen. ¿Por qué la escoge precisamente a ella para dar un alto a los aulladores y persuadir al profeta obteniendo una “victoria” insospechada?

Ella lleva el triunfo del dolor por dentro, una fuerza que solo es posible en los resucitados. Ella conoció las torturas y los abismos más terribles, ¿por qué no plantarse ante el poder e intentarlo? No tiene nada que perder: lo peor ha pasado. Después que has sido arrasado quizás veas el mundo de otra manera. Eres un iniciado en el que la muerte y la vida conviven. Así, lo digo de nuevo: ella lleva el triunfo del dolor por dentro.

Despliega una variedad de estilos narrativos, a veces local y otras veces frío y vacío propio de la atmósfera que se vive. ¿Representa esto, muy en el fondo, la realidad de un país en tragedia?

Esto es producto del contraste que quise establecer a lo largo de la novela. El país está allí, sin duda, pero como una precuela. El fin del mundo, digamos, pertenece a Dios: acaba con todo y listo, mientras que el infierno es el reino infinito del mal. El infierno es repetitivo, constante, metódico. Tiene apariencia de caos solo para que sus víctimas no se enteren de que en realidad es una máquina perfecta de tortura. Entonces, esas precuelas parecieran no ser exactamente el fin del mundo (ojalá llegara para terminar con todo sufrimiento), sino más bien el infierno. Estas precuelas hablan del infierno, más terrible aún que el fin del mundo propiamente dicho.

La señora Paula, la señora Naya y el niño curioso que escucha conversaciones de adultos en un Puerto Cabello que ya no existe, los caminantes… ¿En qué medida se trata de un guiño autobiográfico del que el autor no pudo escapar?

La señora Paula existió. Y pasó hambre al final de sus días en plena revolución. Y murió pasando hambre. Los apartados del autor, dentro de este juego fragmentario, pertenecen, sí, al autor real. Así, la intervención directa del autor sobre la ficción forma parte de ese juego de intervenciones o fragmentaciones que rompe la estructura cerrada y manoseada de la ficción y que abre un campo de libertad para el escritor y también para el lector, que puede jugar y armarse un aparato lúdico y reflexivo entre la lectura y la escritura, entre el lector y el narrador e incluso el autor. Hay algo de El cuaderno de Blas Coll en la novela en el sentido de la ironía romántica de Schlegel: la fragmentación abre un espacio de ironía sobre lo narrativo, de libertad sobre las estructuras, abre las puertas al lector y busca otras formas de ficción y de entender de qué manera nos sumergimos en una historia y la hacemos nuestra.

Los aulladores, su grito, su aparente dolor que oculta violencia e infunde pánico, los lobos que se juntan, ¿son también parte de una metáfora del comportamiento humano, de esas mayorías conquistadas por un falso-loco profeta que las puede arrastrar hasta dejar marcas dolorosas?

Los aulladores salieron de los vagabundos dimensionales de David Lynch en la última temporada de Twin Peaks y de los oscuros asesinos parias que recorren los condados como máquinas asesinas en la magnífica novela La oscuridad exterior, de Corman McCarthy. No sé realmente lo que son los aulladores. En la novela hay una especulación de lo que podrían ser. En alguna parte los personajes se preguntan si son humanos despojados de su escudo cultural. Si así realmente son los humanos en toda su naturaleza y honestidad. No sé, yo prefiero no saber ni tener respuesta sobre ellos.

Para terminar, hagamos un ejercicio, un juego: vamos a tomar una foto frente al espejo, al estilo de Vasco Szinetar, “porque todo es espejo”: ¿escribió la novela que le gustaría leer o una novela que terminó sorprendiendo al lector que convive con el escritor que usted es?

Estoy contento con esta novela. Es una novela que me gustaría leer y una novela que a pesar de los años que han pasado desde que la escribí me sigue sorprendiendo. Sigue siendo una novela que este Fedosy escribiría.


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