Entrevista

Una conversación sobre “Memorias de una diáspora” y “7 historias suramericanas”

Marelis Loreto retratada por Luis Mora

21/06/2022

«Cuesta entenderlo. Y mucho más aceptarlo. Todo se aclara: debo irme. No sé cómo, pero debo irme. Debo salir del país. No sé a cuál otro…», fueron las palabras del venezolano Néstor Mendoza a finales de 2017. Él es uno de los casi siete millones de connacionales dispersos por el mundo que debieron pasar por el fuego de esas palabras.

Marelis Loreto Amoretti es filósofa (UCV) y fue profesora universitaria en Venezuela. Ahora es editora y desde hace unos años comenzó el proyecto de registrar las voces anónimas del fenómeno migratorio más grande de Suramérica. En abril pasado, este registro de historias autobiográficas de venezolanos se convirtió en el libro 7 historias suramericanas, el primero de la Colección Memorias de una diáspora. Marelis es su editora, migrante también, junto a su familia. Viven en Ecuador y crearon la marca editorial Gatalejo, desde la que intentan rescatar estas historias contadas por sus protagonistas.

Este libro reúne las experiencias de venezolanos que debieron abandonar su país. ¿Cómo surgió la idea de editar un libro que le da espacio a estas voces anónimas de la diáspora?

—La idea de publicar historias mínimas de la diáspora venezolana narrada por las propias voces de sus protagonistas surgió hace ya más de cuatro años, y efectivamente lo llevé a cabo durante dos años y medio en un blog que llamé Cuenta tu historia: autobiografías de la diáspora venezolana. En cuanto al libro, la idea surgió después, cuando decidimos crear nuestra marca editorial y pensamos que la mejor manera de empezar era publicando un volumen que contara cómo las decisiones políticas modifican nuestros rumbos.

El trabajo de edición de 7 historias suramericanas lo realizó Gatalejo, iniciativa que usted dirige, pero ¿qué es?, ¿cómo y dónde funciona esta marca editorial? ¿Qué se propone?

—Gatalejo es, tal como dices, nuestra marca editorial. Es una imagen y a su vez un nombre que alude a dos de las cosas más importantes para nosotros: los libros y los gatos. No somos una casa editorial en sentido estricto, porque solo cubrimos la cadena de producción editorial. Si bien nos encontramos en Guayaquil, Ecuador, no tenemos sede sino dominio (gatalejo.com); trabajamos para toda la comunidad hispanoamericana a través de internet y nuestros medios para llegar a la gente son a través de Instagram y del correo electrónico. Es decir, aunque amamos los libros físicos, apostamos por la era digital.

Es cierto que las historias de este libro las cuentan los propios protagonistas, cada una con su estilo y tono propios, pero ¿cómo seleccionó usted a estos venezolanos y cómo es que ellos accedieron a contar esa parte tan íntima de sus vidas?

—Estas crónicas fueron narradas originalmente para Cuenta tu historia y todo comenzó así: la primera historia publicada en el blog es la mía, mi primer proceso migratorio, fracasado, y mi segundo proceso migratorio. Lo hice así justamente para intercambiar intimidades, para que mis protagonistas vieran que contar no solo estaba bien, sino que era útil para otros. Claro, garantizarles el anonimato ayudaba mucho a que se decidieran.

Ahora bien, ¿cómo llego yo a estos venezolanos? A los primeros los conozco. Luego, con el avance de las publicaciones en el blog, otros se fueron animando a contar sus historias, así que me contactaban. Fue muy bonito ese proceso.

—Cuenta tu historia, ese otro proyecto suyo sobre la migración venezolana, funciona a través de algunas redes sociales, pero 7 historias suramericanas es la apuesta por un libro (impreso y digital) con ilustraciones incluidas. ¿Hacia dónde apunta el propósito?

—La ambición está concentrada en Memorias de una diáspora, la colección dentro de la cual está 7 historias suramericanas. Nos hemos planteado publicar tantas voces de la diáspora venezolana como sea posible, porque sentimos que estas voces deben ser escuchadas, que las razones de más de siete millones de venezolanos para irse del país deben quedar registradas en algún lado.

Gatalejo es la apuesta de una familia migrante en Ecuador: su esposo es musicólogo y usted es filósofa, ambos venezolanos; además su familia está conformada por gatos. ¿En qmedida se combinaron elementos de su esposo, de sus gatos y de usted para que surgiera esta iniciativa?

—En casa somos gateros y lectores. Luis es académico y siente un gusto especial por la escritura. Yo soy una romántica del español, una enamorada de la lengua, y ambos nos hemos visto involucrados en procesos editoriales desde hace algún tiempo. Tener nuestra propia marca editorial nos sedujo desde hace años, aunque siempre entendimos lo difícil que es mantener una empresa semejante y, más aún, esperar vivir de esos ingresos. Sin embargo, hemos apostado por ella, en especial por la producción de libros digitales y esto por una razón de peso: no es posible migrar con la biblioteca a cuestas. Lo sabemos de sobra, pues en nuestro primer intento vendimos más o menos la mitad de nuestros libros y, en nuestro segundo intento, regalamos lo que quedaba. Este desprendimiento es profundamente doloroso, pero es algo que puede evitarse si nuestra biblioteca está en la nube. Es cierto que las sensaciones en torno al libro físico son insustituibles y el ebook no lo pretende, pero ante situaciones extremas como la emigración, una tablet con los libros más queridos ayuda a estar menos solo. Esa es parte de nuestra apuesta. 

El logo de Gatalejo, surge de una foto que yo le tomé a mi primera gata, Muchachita, a partir de la cual Ana Victoria Piñero ―extraordinaria ilustradora venezolana― hizo el diseño. El nombre es un juego de palabras entre catalejo y gato y tiene varias lecturas. La primera es que en la foto que le tomé a Muchachita, ella sale con mis lentes. Fue un juego, pero el tema de mi visión es clave, porque soy requetemiope y, siendo la lectura mi pasión, los lentes son para mí una prótesis fundamental. Por otro lado, Luis es hipermétrope, lo que implica que tiene una vista de águila. Es fantástico como copiloto: ¡logra ver los carteles a lo lejos y difícilmente nos perdemos buscando direcciones! Es decir, mira a lo lejos, reconoce el camino y nos conduce a destino. Gatalejo, entonces, es la combinación de nuestro núcleo familiar: el gato con prótesis visual que mira certeramente a lo lejos.

Con este primer libro de la colección Memorias de una diáspora se ofrece a los lectores la posibilidad de acercase hasta la intimidad de sus protagonistas. ¿Cuál es su mirada sobre esa parte del país que son cada una de estas historias? 

—En el prefacio del libro cuento que la idea de narrar estas historias mínimas surgió un día en que me encontré a mi vecina llorando en la puerta de su casa. Con The Big Bang Theory aprendí que cuando alguien se siente mal hay que ofrecerle una bebida caliente, así que pensé en cómo lo haría mi abuela y actué en consecuencia. La invité a la casa y le ofrecí un café con leche, que aceptó encantada. Nos sentamos en la sala y empezó a contarme su vida. Al principio, con cierta cautela; pero luego se explayó (emocionada al saberse oída), contando buenos y malos recuerdos, justificaciones miles sobre sus modos de actuar, narrándose a sí misma desde el dolor. A pesar de la diferencia de edad (ella era una veinteañera), los códigos coincidían porque ambas éramos venezolanas y al segundo café ya se encontraba mucho mejor. Ese día entendí dos cosas: que los venezolanos estamos rotos pero que contar nuestras historias nos hace bien. Creo que esa es mi respuesta a tu pregunta: nos veo como una comunidad rota dando tumbos, haciendo un enorme esfuerzo por sanarnos, aunque sin saber realmente cómo. Los menos jóvenes ―como yo, como mis padres, como mi abuela―, procesando la pérdida de un país; los “generación Chávez” ―como esa chica―, construyéndose sin asidero. Y esto en todos los casos, dentro y fuera del país.

Usted está fuera de su país desde hace más de dos años. ¿Nos puede contar qué es lo mejor y lo peor que le ha tocado vivir como migrante y qué representa para usted Venezuela hoy?

—Nosotros nos fuimos de Venezuela la primera vez en 2011. Llegamos a Madrid como estudiantes de maestrías, creyendo que podríamos cambiar de estatus migratorio estando allá porque así lo contempla la ley española. Habíamos olvidado que “el papel lo aguanta todo”. Hicimos las maestrías, pero no logramos quedarnos, así que nos regresamos en 2013, justo el año en que la situación se empezó a poner especialmente ruda en Venezuela. Ese primer fracaso nos maltrató emocionalmente tanto a Luis como a mí, y nos dijimos que no volveríamos a migrar. Nos fuimos buscando la vida como podíamos, como les ocurre a todos los venezolanos en Venezuela. A finales de 2016, un amigo me envió un correo de un amigo suyo con datos de un concurso de credenciales en musicología en una universidad de Ecuador. Si bien habíamos dicho que no volveríamos a intentarlo, no se perdía nada con enviar un currículo por correo electrónico, así que Luis lo envió. Le escribieron al instante para cuadrar la entrevista por Skype y al cabo de tres semanas, ya estaba en Guayaquil. Era distinto a la primera experiencia; ahora se trataba de migrar con trabajo, con visa de residente, con un mínimo de seguridad. Luis se fue a principios de noviembre y fue en febrero cuando pude mandarles a nuestros cuatro gatos de entonces (esta es una historia en sí misma, la de los viajes de los niños). Yo me encontré con ellos casi un mes después. Llegué a Guayaquil con 39 años, sabiendo que a partir de los 35 ya se es viejo en Latinoamérica. Mujer en un país machista, de ‘cierta edad’, sin conocer a nadie y extranjera en un momento especialmente difícil para Suramérica, que se estaba llenando de venezolanos, lo cual hacía que la xenofobia corriera como pólvora… Me costó mucho tiempo, poco más de dos años, conseguir trabajo. Pasa el tiempo y uno va encontrando su lugar. Al principio esto no parece posible, pero eventualmente ocurre. El arraigo no es hacia la tierra sino hacia aquellos elementos que permiten hacer hogar. Tres de los cuatro gatos que nos trajimos de Venezuela murieron (dos de viejos y uno de leucemia) y, tras la muerte del último, nos planteamos adoptar a una gata guayaquileña, lo que efectivamente hicimos. Entonces, lo que ahora conocemos como hogar es la conjunción de un guaro, una caraqueña/valenciana, un naguanagüense y una guayaca. Es decir, Venezuela sigue siendo casa pero Ecuador también lo es.

Estas siete historias iniciales permiten ver la dimensión de lo que padecen millones de venezolanos. Lo que cuentan Freddy, Greta, Lucía, Néstor, Verónica, Carlos y Jhonatan, ¿no es en gran medida lo que sigue siendo un país (adentro y afuera) todavía hoy? ¿Qué cabe esperar?

—Hay un libro de Tomás Straka que se llama La voz de los vencidos. Este título es por demás sugerente porque enuncia lo que indiscutiblemente debe mantenerse en silencio de acuerdo con el statu quo imperante. Un ejercicio de rebeldía es el de proyectar esas voces, las de adentro y las de afuera porque sí, efectivamente todas estas voces conforman Venezuela. Registrarlas y hacerlas circular tanto como sea posible, porque el aparato propagandístico del régimen es tan convincente, que tiende a desmentir a siete millones de migrantes y a otros tantos dentro del país. En cuanto a qué podemos esperar, no lo sé. Veintidós años de destrucción han producido en nosotros una enfermedad de la que ya no es posible sanarnos. Somos otros y creo que toca empezar a reconocernos como tal para poder actuar en consecuencia. No sé si alguna vez podamos reconstruir el país, pero tal vez sí podamos ir reconstruyéndonos individualmente. Ojalá.


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