Entrevista

Del Big Crack a Melvill & Melville. Entrevista a Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán retratado por Alfredo Garófano

12/03/2022

VAINA. En el principio era La Palabra.

Y La Palabra era vaina.

Y, sépanlo, vaina significa cualquier cosa. Todas las cosas

y ninguna.

El Absoluto y la Nada.

(Rodrigo Fresán, «Caracas, 1975»)

 

Estamos en la librería La Central de la calle Mallorca de Barcelona, a solo unos pasos del pasaje donde queda el Belvedere, un bar donde sirven un cóctel que lleva su nombre. Laura Fernández se dispone a presentar su libro. Ella, a su vez, presentó hace pocas semanas La señora Potter no es exactamente Santa Claus (acompañada de Jordi Carrión), de cierta forma hermanado con el de él. En el de ella es la nieve y la ausencia de la madre; en el de él es el hielo y la ausencia del padre. El hielo y la nieve, ambos estados sólidos del agua, son blancos como Moby Dick. Es el color asociado a los fantasmas… y también a la muerte. Es por ello que una de las partes esenciales de la historia del libro que ella presenta se centra en el delirio agónico del padre de Herman Melville, luego de enfermarse al cruzar quinientos treinta metros de un helado río Hudson el 10 de diciembre de 1831, tratando de solventar compromisos con los prestamistas a los que había hipotecado su vida, lo cual le hizo huir de Nueva York a Albany.

Hoy, 29 de enero de 2022, el clima es muy distinto a la blancura del hielo o la nieve: es un día de atípica primavera en invierno. A causa de los protocoles de pandemia la presentación se realiza en el patio del edificio que aloja la librería y que colinda con edificios vecinos. Se oyen los ruidos de la cotidianidad: una conversación lejana, pelotas que rebotan en una mesa de ping-pong, aves que se alebrestan confundidas y exaltadas por el buen clima; se cuelan los sonidos de las palomas y pericos en la conversación. En un momento dado una paloma se posa justo encima de una rama en línea recta de donde está la presentadora, pero no llega a caer la bombita encima de su cabello.

¿De qué habla Laura Fernández? De la última obra publicada por Rodrigo Fresán, Melvill, sí, correcto, sin la “e”, así se llamaba el padre del autor norteamericano: Allan Melvill. ¿Y cómo el apellido de Herman sí la lleva la “e”? La explicación se halla en el tiempo en que la familia vivió en París y la madre, Maria Gansevoort Melvill, tras la muerte de su marido, opta por agregar la “e” al apellido. A todas luces le parece más glamuroso y, sobre todo, para desligarlos a ellos de las muchas deudas que dejó Allan con sus múltiples acreedores, luego de haber gozado por años de una vida acomodada.

Melvill & Melville. Se supone que el peso gravitacional de esta novela recae en el ángulo del padre, el punto de vista, pero la voz del hijo está allí, en esa primera persona a través de abundantes notas a pie de página en la primera parte y luego, ya plena, como única voz, en el tercer capítulo. Las tres partes que conforman este libro-barco por el que navegamos en el mundo interior de los Melvill son «El padre del hijo», «Glaciologías; o, La transparencia del hielo» y «El hijo del padre».

Así se desprende que la paternidad centra el universo melvilliano, un tema que siempre está presente en la obra de Fresán. Y para prueba el hecho de que su hijo, que lo acompaña hoy en este día primaveral, es quien diseña la cubierta del libro editado por Penguin Random House, que muestra un close up del copete despeinado del padre a partir del único cuadro que se le conoce. Paternidad en la cubierta, paternidad en el libro, pobre Melville, con solo doce años tiene que permanecer en el lecho de su padre mientras delira en los altares del más allá en esa segunda parte que es solo la voz del padre.

Melvill es el salto que Fresán da luego de estar dedicado durante diez años a la escritura de La parte soñada, La parte inventada y La parte recordada que, sumados, constituyen dos mil un páginas; un número-tributo a la obra maestra 2001: odisea del espacio. Escribir estos tres libros ha tenido que ser una odisea literaria con delirios espaciales, guiado por obsesiones imbatibles. 2001: odisea del espacio, Los Beatles, Bob Dylan, Pink Floyd o Franco Battiato son varias de esas obsesiones que alimentan su obra, sin mencionar las influencias literarias. ¿Por qué? Todas constituyen experimentos narrativos, bien sean en el celuloide o en el campo musical, inventan maneras distintas de concebir la creación artística y de contar historias. Y lo que hacen esto innovadores (Outliers, para llamarlos a la manera de Malcom Gladwell) es que dan pistas del empuje creativo signado por el afán de transgredir y modificar géneros o materializar propuestas innovadoras, como lo hace este escritor argentino residenciado en Barcelona y que de niño y adolescente vivió en Caracas, donde experimentó el Big Crack, sobre lo cual le preguntaremos en este encuentro.

Buenos Aires, Caracas, Barcelona. Esta última, la ciudad condal, la estima apropiada para liberar las penurias del escritor cuando, en momentos de frustración, tiene la ventaja de poder asomarse a un balcón o desde alguna calle cercana para mirar el mar o la montaña. En esa Barcelona se le ve -por períodos- muy activo en la escena literaria: como conferencista sobre la obra de Stanley Kubrick en el evento literario Kosmopolis; presentando Esa bruma insensata, de Enrique Vila-Matas, o dictando charlas sobre Nabokov o Cheever. Incluso conversando sobre literatura estadounidense con estudiantes de creación literaria de la Universidad Pompeu Fabra. También se deja caer en presentaciones de libros como simple espectador: atento, humilde, absorbiéndolo todo.

Su actitud hacia el mundo, su vocación de lectura, se consolidó en Caracas cuando, expulsado del colegio y sin conocimiento de este hecho por parte de su padre durante casi dos años, se convirtió en el lector insaciable y voraz que es y que, al mismo tiempo, fue su manera de llegar a ser escritor. Fresán traga libros como un tiburón en aguas profundas; también desaparece, no se le ve la cara y es porque anda sumergido en la escritura, como un capitán que conduce un barco en medio de una tormenta o de días de niebla.

¿Considera que Una historia argentina (1991) definió su personalidad como autor? Ha dicho: «Historia Argentina sigue y seguirá siendo mi primer libro. De él y de aquí ha salido casi todo lo que vino después». ¿Melvill también nace de Una historia argentina? 

En cuanto a Historia argentina tengo mucha suerte ya que, siendo mi primer libro, tuvo mucho éxito en su momento en Argentina, tanto de crítica como de ventas, lo cual es pasajero, pero sí me considero muy afortunado en el sentido de que me sigo reconociendo plenamente en ese libro. A muchos escritores les pasa que cuando vuelven sobre su primer libro lo sienten completamente superado, que son otra persona o incluso los esconden. Si bien soy un escritor que nací en Argentina yo no creo mucho, y lo digo puntualmente en boca de Melvill en la novela, que el lugar de nacimiento de un escritor sea tan definitorio salvo que optes por ese destino también digno y noble de convertirte en escritor nacional de su tiempo y de su sitio. Me parece más interesante el lugar donde muere un escritor, porque hay una elección y hay una autoescritura. El lugar donde se nace es una decisión completamente ajena a uno. Sí me siento argentino en tanto a lo que dice Borges en el ensayo famoso «El escritor argentino y la tradición», parafraseándolo porque no es la cita exacta: «Puesto que tenemos que resignarnos a la fatalidad de ser argentinos, consolémonos pensando que nuestro tema es el universo entero».

¿Considera sus libros como habitaciones de una misma casa? ¿Cómo se conectan o relacionan sus libros con base en este símil? 

Historia argentina es la puerta de entrada de la casa. En este libro están los mismos temas que están en todos mis libros y que vuelven a estar en Melvill: leer, vivir y el misterio de la vocación. El último relato de Historia argentina es «La vocación literaria» y es lo más parecido a una autoficción plena que yo haya escrito, aunque esté narrada desde un futuro de ciencia ficción, donde yo intento dilucidar un poco el misterio de la vocación literaria, y mi vocación literaria en particular, que no tiene una fecha de inicio. Nunca hubo un plan “B”.

En Historia argentina escribe: «En la lectura está todo el secreto; y no tardé demasiado tiempo en comprender que los dueños de las plumas más sensibles y virtuosas son los lectores que escriben y no los escritores que leen». ¿Nos puede comentar sobre esta convicción?

Sí, yo soy claramente un lector que escribe y no un escritor que lee. De hecho, cada vez me gusta más escribir y cada vez me incomoda más la figura del escritor. Incluso hay escritores muy buenos que disfrutan mucho de su hacer y quehacer público. También lo digo en Melvill que «La vida pública de los escritores son los libros que escriben y la vida privada de los escritores son los libros que leen». Y la vida privada siempre es más interesante que la vida pública, por definición.

Es un gran defensor de la complejidad literaria. ¿Esto viene separado de la voluntad del lector? ¿O sí piensa en el lector al colocarle intencionalmente un reto de lectura?

No pienso en términos de fácil o de complejo. También soy un gran lector de libros “fáciles” o más bien producidos por narradores que por escritores. Cuando alguien me dice que mis libros son complicados a mí me desconcierta un poco. Primero no hay una voluntad de complicar. Uno escribe como puede o como le sale o ya, a esta altura del partido lo más parecido a un estilo que supo conseguir. Y después también, si despego completamente de lo que yo hago mis experiencias más gratificantes como lector han sido aquellas que me han planteado algún grado de dificultad. La dificultad no tiene por qué ser algo negativo, ¿no?

¿Por qué le gustan tanto las notas de agradecimiento al final de sus textos y qué función cumplen en la arquitectura de los libros?

El otro día alguien me decía que eventualmente iba a tener que salir un libro solo con mis notas de agradecimiento con una nota de agradecimiento final nueva. Las notas de agradecimiento cumplen una primera y urgente, y para mí imprescindible, función que es la de agradecer. Luego también hay una cuestión de reconocimiento a quienes te ayudan en la escritura de ese libro directa o indirectamente, con sus libros, con su apoyo cercano. Hay también una cuestión legal y es que se debe reconocer las cosas que no son tuyas. Es una tradición muy popular en los libros en inglés pero que en español pareciera haber una costumbre más grande de barrer bajo la alfombra, de no reconocer las cosas. No soy un loco yo el único que pone notas de agradecimiento en los libros. Hay gente que se irrita, he leído, por mis notas de agradecimiento. La verdad es que no lo entiendo muy bien. Yo le pregunto a los periodistas si les irritan y la respuesta es todo lo contrario: me las han agradecido porque de allí pueden apuntalar a ciertos asuntos, me dicen que es de una gran ayuda porque hay una cantidad de cosas que se les puede ocurrir a partir de lo que digo en las notas de agradecimiento.

¿Qué significado tiene 2001: odisea del espacio en el entramado general de su obra?

 Es una de las radiaciones más fuertes que recibí. Desde el año del estreno, yo era ya aficionado al género fantástico y a la ciencia ficción. Estaba en el aire que era “la película”, la catedral del género. Recuerdo mi desconcierto de ir a ver una película de ciencia ficción que empezase en la prehistoria, algo para lo que yo no estaba preparado. Recuerdo haber salido del cine ya con una teoría formada acerca de lo que significaba la película, pero felizmente desconcertado y agradecido. Lo que había visto hasta ese entonces era lineal, narrativamente y, de repente me di cuenta de que se podían contar cosas de otro modo: los tres módulos de la película; mis libros generalmente están organizados en tres partes en las que voy saltando de una a la otra, y que voy escribiendo simultáneamente. No escribo los libros linealmente, los voy montando, o ecualizando, como se grabó «A Day in The Life», de los Beatles, que es otra de mis grandes influencias, no estrictamente literaria, pero que también tiene tres partes.

Entre sus escritores favoritos están Vladimir Nabokov, Saul Bellow, Kurt Vonnegut, Henry James y Herman Melville, por solo mencionar algunos de los nombres más importantes. ¿Por qué la literatura estadounidense ha calado tan hondo en usted?

No lo sé. Tampoco es que yo digo, ah, voy a leer literatura estadounidense, o voy a leer literatura rusa, o voy a leer literatura argentina. Supongo que un libro me fue llevando a otro y me fui especializando. También la literatura estadounidense tiene muchas habitaciones y es muy amplia. La literatura argentina si bien goza de ese privilegio de que todos sus escritores totémicos y próceres hayan cultivado lo fantástico y la ciencia ficción, está más acotada. Una cosa llevó a la otra. También es cierto que la literatura en español y la literatura en inglés son las que puedo leer en el idioma original. La literatura norteamericana me interesa mucho y en el principio de ese interés está Melville y la idea tan atractiva de la cacería sin fin en la que están metidos los escritores norteamericanos buscando la gran novela americana. Como Moby Dick, realmente.

Acercándonos ya más directamente a Melvill

¿Pero te gustó la novela? ¿La leíste?

Sí, por supuesto. Me gustó mucho.

 Ah, qué bueno.

Creo que algunos podrán llegar a considerarla su mejor novela.

 Lo que me han dicho es que están agradecidos de que no hubiera sido “La parte melvilliana”.

Entiendo, si no hubiera tenido unas ochocientas páginas en vez de las casi trescientas que tiene Melvill.

 En realidad, si lo piensas un poco, son puestas complementarias porque la trilogía parte del universo entero y se va angostando hasta que llega a un momento puntual que es el personaje protagónico yendo a buscar a un hijastro, a su sobrino, a la salida del colegio y como renunciando a toda esa especie de mega aparataje cósmico, galáctico, literario en el que se venía sosteniendo a lo largo de toda su vida, casi como un mecanismo de defensa. Y Melvill es como el momento inverso: parte de un momento muy pequeño y puntual, el de un hombre cruzando un río congelado en búsqueda de su familia y sus hijos y se expande hasta abarcar un universo entero, incluyendo la literatura por venir de Herman Melville.

Le he oído decir que Moby Dick parte del pasado de donde venía y se adelanta a lo que está por venir, lo mezcla y lo centrifuga. ¿Qué hace que esta novela sea un hito en la literatura?

 Sí, claro. Moby Dick es un libro que está muy bien anclado en la tradición, allí está Shakespeare, la Biblia, el John Milton del Paraíso perdido, y al mismo tiempo va a la deriva hacia un futuro donde están todos los ismos por venir que se te ocurran. Hay un momento de Moby Dick que me resulta maravilloso, en el capítulo llamado «The Fountain», que de repente aparece Herman Melville en el libro y dice: «Estoy poniendo por escrito esta línea el día tal, de la semana tal, a tal hora, bla, bla, bla» y luego desaparece. De todas maneras, Moby Dick, como Tristam Shandy o El Quijote antes, o como Anatomía de la melancolía, de Burton, el Ulises, de Joyce, o En busca del tiempo perdido, de Proust, tienen la particularidad de que cuando uno lee el libro te conviertes en el lector de ese libro, es como mutar un poco: un libro que fabrica a su propio lector. Si no accedes a esa mutación o a ese proceso te quedas fuera, lo cual tampoco está mal, no hay problema, pero te pierdes de una experiencia interesante, ¿no? También lo comparo con el Álbum blanco de los Beatles, cuya portada es blanca como Moby Dick y es un álbum que hace exactamente el mismo recorrido y procedimiento: toma todos los géneros anteriores de la música popular, los centrifuga y salen todos los que vendrán: el punk, el indie, el neocountry, está todo ahí.

Se me acaba de ocurrir ahora, ¿cree que El álbum blanco de Joan Didion viene de esta tradición o intento de romper con lo establecido?

 El álbum blanco de Didion alude a ese momento de los Beatles. Didion es una gran centrifugadora, sin duda. Es el tipo de escritor que a mí más me interesante; como Cheever, Proust, Nabokov que están todo el tiempo felizmente prisioneros del pasado y prófugos hacia el futuro.

La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada. Las tres partes que intervienen en la redacción de vidas ficticias y en la narración de obras reales, partes que determinan la forma en que funciona la mente de un escritor. En La parte recordada está el llamado «Excritor», que ya no puede escribir, y se mencionan proyectos frustrados, libros que nunca podrá escribir porque ya no va a estar a la altura. Y precisamente uno de ellos es Melville. ¿Escribió el libro que el personaje no pudo escribir? ¿Fue este un tránsito natural pensado o la conexión surgió de manera espontánea con La parte recordada?

La idea de cruzar el río ese congelado del padre de Melville es anterior a las tres partes. Ese episodio siempre me intrigaba, luego vienen las tres partes. Es un doble movimiento; por un lado, una cosa intuitiva y por otro lado una manera de salir del laberinto por la parte de arriba. Y también como una forma de redimir no solo a Allan Melvill sino a mi propio personaje de La parte recordada: escribir el libro que él no pudo escribir. En el núcleo original de la idea estoy yo hace ya unos cuantos años leyendo la biografía de Andrew Delbanco, Melville, que es muy buena y ese episodio, al que Delbanco le dedica solo cuatro o cinco líneas, me impactó. Las biografías de Melville cuando se refieren al padre de Melville son como una corriente de aire por una ventana mal cerrada. Leyendo ese episodio me dije a mí mismo: qué lástima que no lo cruzó junto al pequeño Herman, que solo tenía doce años, porque eso hubiera explicado una cantidad de tics y de taras, obsesiones posteriores del escritor, ¿no?: la idea del agua como tierra sólida, lo blanco, etcétera. Los escritores trabajamos a partir de sentirnos decepcionados con la realidad y pensé que podría escribir sobre el hecho, que no ocurrió, de que lo cruzaran juntos.

¿Qué hechos del libro son ciertos?

 Hay tres hechos enteramente ciertos: el añadido de la letra “e” por parte de la madre al apellido familiar, que el padre hizo el cruce en un helado río Hudson que ocasionó su grave descompostura física, y que su hijo Herman fue obligado a permanecer al pie de la cama del padre agónico. Todo el resto son hipótesis, es una novela, es ficción. No hay constancia de cómo hablaba Melville o cómo pensaba Melville más allá de sus ficciones. Me invento un poco esa voz con un tanto de letanía o elegíaca, que es un poco la voz de Moby Dick que va mutando a medida que se va escribiendo el libro.

En la primera parte, quizás la más exigente para el lector, está una voz difusa que no se sabe quién es; creemos que es una tercera persona que cuenta la historia de Allan Melvill y, al mismo tiempo, hay notas a pie de página en primera persona que es la voz asumida de Herman Melville comentando lo que se ha narrado en el cuerpo principal y haciendo digresiones sobre lo contado. ¿Esto puede tener alguna equivalencia en las notas de sus tres obras anteriores cuando la narración toma un tipo de letra más clara y entre paréntesis?

Puede ser que tenga algo que ver, que me haya acostumbrado, un poco adicto a esa especie de prosa un poco psicótica o con dos personalidades. De todas maneras, puntualmente en Melvill a mí me gusta pensar que las notas de pie son como la parte sumergida del barco, ¿no?: la quilla, lo que da estabilidad a todo lo que está arriba. Me gusta mucho la idea de que haya como una parte superior un poco más factual y si se quiere más lacónica y casi como de informe a la academia, que es la primera parte del libro. Y que en la segunda parte se rebele un poco contra ese tono. Y que todo el libro finalmente sea la historia de cómo se va configurando una voz. A fin de cuentas, es la historia de cómo los hijos acaban reescribiendo la historia de los padres y de cómo se configura un estilo. Tal vez sea una novela fantasmagórica de Herman Melville sobre su padre.

Menciona la palabra estilo: ¿es la forma y el lenguaje, es decir el estilo, el gran protagonista de Melvill? No obstante, en esta obra la trama también pesa y va de la mano con el estilo. ¿Cuál es la importancia del estilo y su relación con la trama?

Una vez hablando con John Banville, que para mí es el mejor estilista vivo en idioma inglés, le pregunté qué le parecía más importante: la trama o el estilo. Él me dijo: “El estilo avanza dando triunfales zancadas mientras que la trama va por detrás arrastrando sus piececitos”. Al mismo tiempo, el estilo también puede llevar a la trama en sus brazos, como si fuera su hijo. Me parece que ese es el desafío, que haya una especie de compenetración entre estilo y trama, pero el estilo siempre tiene que mantener su peso. Uno de los mejores elogios que me han hecho y que también muchas veces tal vez sea un insulto velado, es cuando me han dicho: “Yo puedo abrir un libro tuyo por cualquier parte sin ver la portada y a las diez líneas me doy cuenta de que lo escribiste tú”. No sé si eso sea bueno o malo, pero no deja de ser un logro que exista una voz reconocible.

Algo ya mencionó sobre la segunda parte, el delirio del padre luego de caer enfermo tras cruzar el río Hudson, ese “delirio blanco” con su teoría obsesiva sobre el hielo. ¿Este podía ser el mito de origen de este libro?

 Sí. Además, hay cosas que yo no tengo en claro hasta que las empiezo a escribir. Yo jamás pensé que, en la parte del delirio del padre, cerca de su muerte, iba a tener un momento veneciano con una seudo raza de vampiros, eso no estaba en mis planes. Pero también está conectado porque Drácula es uno de los libros importantes en mi vida como lector. En La parte recordada también aparece Drácula, por eso te digo que todo es como una red de conexiones.

En la última parte Melville es propiamente el narrador, no con las notas a pie de página de la primera parte que resulta la sección del barco sumergido en el agua, pero que conecta con todo lo que está en la superficie. Melville narrador habla de su obra, de su padre, de la muerte. ¿Cómo hizo para asumir la voz narrativa de Melville?

Hay algunos pasajes de Moby Dick que están como tuneados, reformados, restaurados o destruidos, como quieras. En mi libro se repiten muchas palabras como «entonces», que usa mucho Melville, el «Then» o el «Hence». O como la referencia frecuente a «varios benditos minutos». Hay como un guiño de eso. Sabía que Melville era muy brusco los últimos años con sus modales y eso lo pongo a la hora de comer; tenía a su familia un poco aterrorizada. Y otra cosa que me ayudó mucho a encontrar la voz está en el último disco de Bob Dylan, Key West, que tiene un poco un tono entre sonámbulo y vagabundo, de alguien que va caminando por los cayos de Florida y va saltando de una cosa a la otra. A mí Bob Dylan siempre me ayuda.

También usa con frecuencia la expresión «Ah».

Sí, es como una especie de invocación, de imprecación. Aparece mucho en el inglés en la literatura decimonónica. Yo tampoco quería que el libro tuviera un tono idiomáticamente arcaico, tenía que buscar una voz que resultara más o menos verosímil, que tuviese algo de un tono vintage, que al mismo tiempo tuviera una cierta modernidad y fluidez. Los últimos dos o tres párrafos del libro, nunca trabajé tanto en mi vida como con esos tres párrafos en los que encontré el tono perfecto. También tiene muchos paréntesis, que es una cosa propia de la literatura decimonónica en la que había que acotar muchísimas cosas, simplemente porque las referencias visuales e intelectuales del lector medio no eran tan poderosas como ahora donde tenemos una enorme cantidad de información dada de casi todo. No sé si te diste cuenta de que el libro termina con la palabra «Sea» y sin punto final.

Sí, claro. Me di cuenta, como algo suspendido.

 Son juegos que me gustan. La palabra «Sea» es como una invocación bíblica. También es «Sea» como mar en inglés. Fonéticamente es también «To See», que es ver. Son cosas que a mí me divierten, como escritor, y no tienen por qué divertir a segundos y terceros. Lo mismo las invocaciones futurísticas a lo largo del libro de los Beatles, Dylan, Battiato, Kubrick. En un momento aparece el monolito de 2001, la letra de «I wish you were here», de Pink Floyd, desglosada como si fuese un dictado infantil.

Sobre esto mismo, puede hablar de las partes que agrega que son temporalmente imposibles, como la de incorporar «I wish you were here», de Pink Floyd. ¿Qué significa esto como propuesta literaria?

A ver, son cosas que me divierten mucho como escritor. Cuando lees Mason y Dixon, de Thomas Pynchon, pasa lo mismo, ¿no? Quiero decir, yo soy un gran creyente en no ponerme límites. No es una novela histórica. No tiene una voluntad de verosimilitud absoluta o de documentación extrema o de fidelidad total. Son pequeñas recompensas que me divierten y me hacen seguir; pequeñas zanahorias o quesos. Preservo en mi escritura un porcentaje amplio de mi yo lector que me divierte no como escritor sino como lector de mí mismo.

¿Puede comentarnos sobre la relación entre Nathaniel Hawthorne y Herman Melville y su significado en tu novela?

 Se ha escrito muchísimo sobre eso, incluso se ha insinuado algún tipo de relación amorosa. Yo creo más bien que fue una relación de adoración (de Melville hacia Hawthorne). Hawthorne es también un personaje muy extraño, se merece una novela para él solo. Si tú coges el Bartleby, de Melville, y el Wakefield, de Hawthorne, tienes para empezar todo Kafka. Ellos fundan la literatura antiheroica del siglo XX con esos dos personajes.

Sus libros, en general, están ligados a la idea de la paternidad. Su hijo, de hecho, es quien hace la cubierta del libro. Pero si vamos un poco más atrás: ¿cómo fue la relación con su padre mientras vivía en Venezuela y, entiendo, se ausentaba de clases con mucha frecuencia?

 Sí, mi leyenda negra maldita. Una de las decisiones más inteligentes de mi vida fue fingir durante dos años que iba al colegio y no decirle nada a mi padre. Ese fue el momento de mayor intensidad de autoeducación como escritor y como lector; nunca leí tan intensamente como en Venezuela, obligado por el contexto de tener que evadirme a través de la literatura. Fue un momento muy fecundo de mi vida. También la vida en Caracas en ese momento era muy interesante desde todo punto de vista. No me arrepiento en lo absoluto de lo que hice y de lo que no hice. Como Edith Piaff («Non, je ne regrette rien»).

No sé si se había dado cuenta, pero llega a Venezuela de once o doce años, la misma edad que tiene Herman Melville cuando yace en el lecho agónico del padre, y me pongo a elucubrar paralelismos: el padre de Melville huyendo de los acreedores y ustedes huyendo de los militares en Argentina.

 Sí, está bien. Gracias, doctor, no lo había pensado. Ya se acaba la sesión. No, sí, no, supongo que no. La verdad que no… ahora me dejas pensando. Una manera interesante de verlo.

En la antología Con la sangre despierta, publicada por Sexto Piso en 2010, sobre los primeros arribos de escritores a una ciudad, Rodrigo Fresán incluye un texto llamado «Caracas, 1975» en el que habla de lo agradecido que está de haber tenido la oportunidad de contar su «historia venezolana» o, más bien, su «historia caraqueña». ¿Nos puede hablar un poco de esos años en Venezuela, las cosas que más lo marcaron y recuerda?

 Como te decía, fue un momento muy genial. Vivía en las Residencias Country (al lado de la antigua Juguetelandia, avenida Francisco de Miranda con la Primera avenida de Campo Alegre) con salón de fiesta y piscina. Siempre pienso en escribir algo de ficción a partir de esa especie de vida dentro de una comuna repleta de flamantes adolescentes en llamas, ¿no? Era muy diferente a como era mi vida en Buenos Aires hasta entonces, una vida como de departamentos autónomos, era verte en el colegio y cada tanto ir a la casa de algún amigo. En Caracas era como una mezcla de película de Wes Anderson con novela de Ballard, comunidad cerrada, más utópica que distópica. Yo la verdad es que la pasé muy bien. Después tenías esas especies de sorpresas, lo comento en ese ensayo, de leer La invención de Morel por primera vez en Caracas y que Bioy Casares nunca te da ningún dato sobre la nacionalidad del héroe pero al final pone la letra del Himno Nacional de Venezuela, en las últimas páginas. Y era el himno que cantaba al menos una vez por semana en el colegio.

Y reflexiona en ese texto sobre lo diferente que son los himnos de Argentina y Venezuela.

 El himno de Argentina es una especie de obra maestra de la psicosis. Está hecho como de pedazos robados. Es un poco como la literatura argentina, ¿no? Está llena de referencias, quiebres y espasmos. En cambio, la música del himno nacional venezolano es como una especie de pieza maestra de música de cámara clásica. Te lo imaginas siendo bailado por los personajes de Jane Austen sin ningún tipo de problema.

Así como Melvill es un libro sobre el padre de Herman, en «Caracas, 1975» cuenta que su padre trasnochaba diseñando portadas para la editorial Monte Ávila y para la Biblioteca Ayacucho y, con el tiempo, dirigiría la parte gráfica de la campaña presidencial de Jaime Lusinchi y que tuvo amigos en Caracas como Sofía Ímber y Carlos Rangel. Háblenos un poco de lo que hacía su padre y cómo era su relación con él en esos años caraqueños.

 Es un poco curioso que cuando uno recuerda a los padres de uno, cuando se es niño, es como una memoria que mira hacia arriba todavía. A mí me resulta un poco desconcertante pensar en ese momento de mi padre en Caracas y que yo ahora tengo unos veinticinco años más de los que tenía él en ese entonces. Tengo como un ojo que lo contempla desde el pasado recordado y un ojo que, cuando me preguntas, tengo que ver desde mi edad. Es una visión encontrada que cuesta un poco reconciliar. Supongo que pasa en todos los órdenes de la vida. Eso lo cuenta muy bien Nabokov en Habla, memoria. Y Proust ni hablar… Recuerdo que había un clima de colonia de expatriados políticos muy fecunda y muy excitante, pero supongo yo que debería serlo mucho más de lo que yo llegué a ver porque a mi edad no tenía acceso a ello, me iba a dormir temprano. Mi estadía en Caracas coincidió con el divorcio definitivo de mis padres, que fueron los protagonistas del divorcio más lento del mundo. El recuerdo más constante con él era el de los viajes y haciendo las portadas y los trabajos gráficos. En esa edad yo no tenía mucho conocimiento de su vida. El otro día vi esta película, Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, que transcurre en Los Ángeles en los años setenta y me hizo recordar muchísimo a mis setentas en Caracas, en el sentido de niños estando en la calle como a las dos de la mañana por las afueras del edificio. Los padres en la película son unas figuras que acompañan, pero bastante difusas. Yo tenía una vida autónoma: me hacia el desayuno, no tenía una institutriz que se hacía cargo de mi educación ni la de mi hermano.

Dice que Caracas es la ciudad del Big Crack, donde comenzó su adolescencia, el sitio donde dejó la educación formal para forjarse su propia educación como lector feroz, que fue la que lo hizo escritor. ¿Qué es el Big Crack? ¿Podríamos decir que nació como escritor en Caracas?

No, yo ya escribía antes y quería ser escritor desde el principio de los tiempos. Tenía una conciencia muy grande de eso. Lo que sí es que en Caracas empecé a leer mucho más seriamente y, además, estaba la librería Lectura a la que llegaba la colección de los libros de bolsillo de Alianza con esas portadas de Daniel Gil, que para mí eran increíbles. Si no hubiera pasado por Caracas igual hubiera sido escritor.

¿Qué es entonces el Big Crack?

 Es la adolescencia. Donde te toque siempre va a ser un Big Crack. Yo tuve la suerte de que me tocó en Caracas en momentos, además, cuando la ciudad era brillante, había buenas librerías, buenos cines, estaba el Drugstore (Centro Comercial Chacaíto). Yo me acuerdo perfectamente en el Drugstore en estos racks de libros que había y de comprarme la edición de Matadero 5 de Kurt Vonegut, la primera que leí. Lo mismo con los Borges y los Bioy Casares editados por Alianza comprados en la librería Lectura, ¿no? Fue un buen momento. Recuerdo claramente el shock de regresar en el año 79 a una Buenos Aires gris, todavía bajo el mandato dictatorial de los militares y no entender muy bien por qué volvíamos. A mi padre, de golpe, le agarró de un día para el otro la idea de que había que volver. Supongo que para él era importante volver. Recuerdo mi trauma luego de haber vivido en esta secta infantil hedonista en Caracas, en traje de baño, entre chicos y chicas con las hormonas desatadas; volver a Buenos Aires y reencontrarme con mis compañeros del colegio primario. Estaban todos como con el pelo cortado, así como muy estructurados. Fueron luego años de encierro solitario leyendo pero para mí era como si se hubiera acabado una película en Cinemascope Technicolor (Caracas) para pasar a una película muda de pantalla cuadrada (Buenos Aires).

 ***

Vaina como mantra y ábrete-sésamo y abracadabra.

Vaina como START y ON y OFF y THE END y (TO BE CONTINUED…).

Es más, vaina no era (y, seguro, sigue siendo) una palabra

sino todo un idioma en sí mismo. Una lengua deshidratada que

se expandía al infinito al ser humedecida por la saliva y pronunciada

por la boca.

“Qué vaina”.

“La vaina esa”.

“Pásame la vaina”.

“¿Y qué vaina te dijo?”

Decir vaina era como contestar a todos los interrogantes

del universo sin responder gran cosa.

De algún modo, tanto tiempo después, poco y nada me

cuesta pensar en el Big Crack como “la vaina esa que me pasó

una vez”.

Pero no.

El Big Crack no es “la vaina esa”.

El Big Crack es esa vaina.

Una de las vainas más grandes que me pasaron en la vida.

Y el Big Crack me pasó en una ciudad llamada Caracas.

(Rodrigo Fresán, «Caracas, 1975»)


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