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Crónica de un regreso a Caracas VII: el colapso

Fotografía de Juan Barreto / AFP

16/06/2018

Una escala imprevista

Este regreso comenzó casi sin ser un regreso. Había comprado los pasajes con COPA para volar desde San José a Caracas con una breve escala en Panamá, cuando Maduro ordenó el cese de operaciones de la línea aérea panameña en territorio venezolano. Me vi forzado, en consecuencia, a pedir el reembolso y diseñar una nueva ruta con dos pasajes separados: uno vía Bogotá con Avianca, teniendo que dormir una noche en esa ciudad, y otro con Wingo a Caracas.

Una vez en el aeropuerto de El Dorado había una larga fila en el mostrador de Wingo con un letrero que nos tomó desprevenidos y que decía: “El artículo personal no aplica para vuelos desde y hacia Caracas”. La línea aérea obligaba al pasajero venezolano a guardar el maletín con la computadora o la cartera, en el caso de las mujeres, dentro del equipaje de mano. Esta circunstancia inesperada nos obligó a realizar una operación de reingeniería de nuestros enseres personales. Nos apartamos del mostrador y redistribuimos la ropa, las medicinas que llevábamos a familiares y otras cosas entre las dos maletas y los dos equipajes de mano.

Todo quedó como si hubiera pasado un ciclón dentro de las maletas, pero no pensábamos darle el gusto a Wingo. Además, el pasaje a Caracas no había sido nada low cost, como se autodefine la línea aérea. Antes de ingresar a Migración, veo a lo lejos un anuncio rectangular fijado en el piso con un hombre en liquiliqui que parece ser Maduro. Me acerco un momento y, con alivio, veo que es una representación de García Márquez en el nuevo billete de 50.000 pesos. Cuando entramos al avión, la mitad de los puestos estaban vacíos, por lo que no se justificaba ni el elevado costo del pasaje ni la exageración con lo del maletín de mano. La puntualidad de la línea y el aparente buen estado de mantenimiento de los aviones en algo compensaba la humillación del maletín de mano y los desagradados. En una época, Taca/Avianca viajaba directo en vuelo de dos horas y media. Ahora nos tomó casi treinta y cinco horas para llegar de San José a Caracas.

Declive

Aterrizamos en Maiquetía en una desolada pista. Al salir entregamos las planillas de salud, como si se tratara de ingresar a un país libre de males contagiosos cuando, muy al contrario, han aparecido enfermedades erradicadas del pasado (malaria, paludismo, difteria, tuberculosis, sarampión, sarna, poliomielitis, entre otras resucitadas por la gerencia revolucionaria). Los pocos pasajeros de este vuelo somos los únicos que estamos en migración. Nos revisan rápidamente los pasaportes y luego esperamos el equipaje en las correas dispensadoras. De las seis correas existentes hay dos desmanteladas, las piezas mecánicas están en el piso, como artefactos de un museo. Reorganizo los billetes para sacar los bolívares, trato de hacerlo con el mayor disimulo.

Hay poca iluminación en el aeropuerto. Veo tres televisores pequeños con imágenes distorsionadas con información del Seniat. Al fondo suena una versión de Caballo viejo y, sin saber por qué, me lleno de tristeza. Luego de pasar las maletas por rayos X, salimos y el señor Roberto nos está esperando. Nos acompaña al café que está en la salida. Pido un expreso sencillo y me cobran 60.000 bolívares (la mitad de lo que traía en billetes del viaje pasado). Ese mismo café costaba, como mucho, 5.000 bolívares hace sólo cinco meses. Roberto nos dice que bajemos y él nos recoge, que es un riesgo salir con las maletas al estacionamiento.

(Unos días más tarde le habría dado toda la razón al leer que “un contingente de 300 funcionarios se desplegó en todas las áreas del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, a fin de reforzar la seguridad. El director del aeropuerto, Vicealmirante Carlos Viera Acevedo, dijo que esperan minimizar la presencia de gestores de divisas y servicios aeroportuarios, vendedores ambulantes, personas en situación de calle y taxistas piratas, así como disminuir los hurtos y el tráfico de sustancia ilícitas”. Me resulta espeluznante que se hable del aeropuerto como si se tratase de un área de alta peligrosidad en una zona de Caracas).

Dos guardias nacionales armados de fusiles de guerra están a nuestro lado al momento de subir las maletas al carro. A medida que ascendemos por la Caracas-La Guaira todo se ve seco, sucio y deteriorado -mucho más que en el último regreso a finales de noviembre y principios de diciembre-, se amplifica el impacto a medida que penetramos las entrañas de la ciudad.

Un bombillo de resignación

Llegamos al hotel. Dejamos las cosas y, hambrientos como estamos, vamos a la Danubio. Pedimos una hamburguesa de pollo, una pasta sencilla, un jugo de durazno y un Nestea y pagamos 2.430.000 bolívares, lo que hubiera costado en diciembre, como mucho, unos 300.000 bolívares. En bolívares equivale a un sueldo mínimo, pero resulta irrisorio que en dólares represente sólo $3. Al salir están los tres personajes de siempre que cuidan los carros con mala cara y un Policía de Chacao en moto se detiene frente a dos conocidos y les dice casi gritado: “¡Ahora sí nos jodimos! No hay cerveza. Tú sabes cómo es la cosa. Ahora la vaina sí que se va a poner arrecha, se acaba la cerveza y se arma el peo”.

Caminamos y siento un extraño ambiente de normalidad. La gente conversa en las esquinas. En la cancha de básquetbol un grupo de personas practican yoga. Una alegría como emergida de la penuria, de tener que asumir que la vida sigue y que se debe sonreír a pesar de todo. Es viernes y algunas personas toman en uno que otro bar al tiempo que unos hombres juegan con dados y billetes en plena calle.

Regresamos al hotel. En la habitación las lámparas de las mesas de noche no tienen bombillos para leer. Llamo a recepción y la chica me dice que va a informar a sus superiores, como si se tratase de una estructura ministerial o una parte militar. Transcurre un rato y no pasa nada. Bajo con un libro en la mano con el fin de dramatizar mi petición y hacerla más gráfica: necesito un bombillo para poder leer. Hablo con un caballero que debe ser el subgerente y me confiesa que ya no colocan bombillos en las mesas de noche porque se los roban. Entonces le pregunto dónde puedo comprar uno a esta hora del día, se la lanzo así de desesperado y extraviado. Me contesta que espere y entra en una oficina al fondo y regresa con un bombillo, me dice que es de la gerente, que me lo va a prestar por la noche, pero que lo tengo que devolver mañana por la mañana. Acepto el trato pensando que en el peor escenario compraría uno mañana. Al día siguiente, luego de desayunar, me aparezco para devolverlo y me dicen que me lo quede, que por favor lo cuide. Al salir de la habitación tenemos que dejar todo guardado en las maletas con candados, de manera preventiva. Este desgastante proceso lo repetiríamos todas las mañanas antes de salir.

La revolución de las canas

Entre las primeras cosas que destacan en el cuadro general de la ciudad son las mujeres de edad mediana hacia arriba con el pelo gris o blanco. Asumo que dada la crisis ya no pueden darse el lujo de pintarse el cabello, la prioridad es comprar comida, la que se consiga. Ana me dice que es “la revolución de las canas”.

Tomamos la autopista Francisco Fajardo con el carro que usamos cuando estamos acá, los siempre abundantes anuncios que pueblan la autopista están desteñidos a semejanza de las canas de las señoras. Salvo uno que otro, se trata de anuncios viejos, como si el pasado fracasara siempre en alcanzar al presente. También veo vallas huecas, con sólo la estructura metálica, una amiga me diría luego que se las roban para usarlas como techos en los ranchos. Los anuncios se encuentran en un estado de transición entre la vida y la muerte, testimonio simultáneo del envejecimiento espiritual de la esencia del venezolano, ese venezolano que no camina igual, con su acostumbrada alegría y ánimo, sino más bien con una derrota a cuestas vestida de extranjería. El andar es más lento, sin prisa, ¿para qué y por qué ir apurado? ¿A qué?

En el puente que está a la altura un poco más allá o más acá, dependiendo desde donde se vea, como en línea recta a lo que sería la ubicación del Teatro Teresa Carreño, debajo de la rampla de descenso sobre la Fajardo, hay una columna a punto de desplomase. Las fachadas de los edificios están desconchadas, se le ven pedazos enteros caídos, irregularidades y, por supuesto, falta de pintura.

Calles solitarias

Amanece en silencio en Caracas. Duermo corrido hasta la cuatro de la mañana, me preparo un café y me siento a escribir desde esta ventana, la misma, sólo un piso más arriba, en la que había estado a finales del año pasado. El edifico de enfrente tiene algunas luces encendidas y la calle aledaña al hotel está completamente solitaria. La claridad va surgiendo y algunos faroles continúan alumbrando las calles, como una redundancia lumínica. Son casi las siete de la mañana y todo sigue muerto afuera. En otras épocas, a esta misma hora, la calle ya sería un jolgorio.

Compro el periódico en el quiosco de la esquina luego de hacer una fila no tan larga. La escasez de efectivo es mucho peor ahora que hace cinco meses. Al haberse desatado la hiperinflación justo a nuestro regreso anterior, la brecha entre lo que se puede comprar con los billetes y el costo de los bienes y servicios es más ancha que el paso sobre el río Orinoco. Pero ahora el quiosco que me queda más cerca tiene punto de venta. Eso hace a su vez que se forme una cola corta pero permanente. En este viaje veré muchas colas pequeñas, cuando llega el pan o en quioscos de gente que espera pacientemente para comprar una cajetilla de cigarrillos, algún dulce, Mundo Hípico o una tarjeta de recarga de celular. Las filas kilométricas se acabaron porque el dinero no rinde para comprar casi nada. Los diarios nacionales (parezco ser el único que los compra en ese momento) están como la gente, con una fisionomía caracterizada por la delgadez.

Salbután

El país envejece, no sólo porque los jóvenes están entre los que más huyen de la ruina y la debacle, sino por el empeoramiento generalizado de la salud debido a la malnutrición y la falta de medicinas. Hay gente que simplemente de un momento a otro se derrumba, en una fila, en una calle, en una sala de un apartamento frente a un noticiero, para no regresar a esta vida. Hay personas que fallecen por no conseguir los medicamentos que necesitan, la cotidianidad vestida de purgatorio farmacéutico.      El cintillo de la emisión matutina de Televen está repleto de solicitudes de medicamentos. El conductor de la emisión nocturna de Globovisión, Juan Eleazar Figallo, se la pasa haciendo un llamado para ayudar a la gente que necesita medicamentos, a veces tan obstinado o tan excéntrico, que pareciera que hablara de carreras de caballos y deportes: ¡Salbutaaaaaannnn! Se necesita con urgencia ¡salbutaaaaaaannnn! para una persona con serios problemas asmáticos. Haga su buena acción del día: ¡Salbutaaaannnnnn! Un país enfermo al que se le ha doblegado el espíritu con asma existencial.

Tocata y fuga en diáspora mayor

Henri Falcón se presenta como el “candidato de la oposición” en el teatro de las elecciones prematuras y amañadas. Aparece en un video en el que está montado en un bote de pescadores lanzándole pescados a la gente, pescados que se resbalan de sus manos, los propulsa hacia arriba de sí mismo, haciéndole juego a la humillación nacional. El mismo personaje que trata de imitar al agilísimo Carlos Andrés Pérez que parece un ave/animal de otra naturaleza en su famosa foto en la que salta un charco en campaña hace décadas, como un águila andina. Falcón, al contrario, se ve tímido y parece que se va a caer dentro del charco, tal vez por un consejo de imitación que le habrá dado Claudio Fermín, su jefe de campaña, camaleón por excelencia. Veo otro video de un recorrido por un barrio, alguien persigue a Falcón y le dice que hay que cerrar a la Polar y él responde que está de acuerdo, tal vez hasta un poco distraído.

Me entero del otro “candidato”, que debe ser un loco o una ficha del gobierno, un evangelista de apellido Bertucci. De Bertucci se comenta de todo y nada bueno, hasta de boca de los propios evangélicos se habla de su sangre boliburguesa. La campaña electoral en dictadura es una ópera bufa: está montada la trampa electoral, el éxodo será de proporciones gigantescas de sólo pensar que Maduro, por obra y gracia del espíritu trampa, le tocaría otro poco más de ocho meses y seis años de gobierno. Tocata y fuga en diáspora mayor.

Paraíso perdido

Es domingo en la tarde y decidimos ir a Paseo Las Mercedes a tomar café y ojear libros. La zona que circunda el hotel está desolada y por un momento dudamos si salir. El domingo en la tarde es uno de los momentos más peligrosos de la semana. Al llegar, en la entrada del estacionamiento hay una nota: “Tarifa plana Bs. 20.000, sólo efectivo” (eso al momento en que ocurren los hechos, hace sólo semanas, el estacionamiento tiene ahora otro precio, como todo a lo que posiblemente me referiré, producto de la hiperinflación). Bajamos a Kakao donde tomamos café y chocolate, ese chocolate espeso que te llena de Venezuela la boca como un éxtasis psicodélico. Hay bastante gente en este centro cultural que tiene galerías de arte, cines, teatros, restaurantes.

Por momentos se siente una normalidad extraviada, una desconexión con el tiempo y el espacio. Vemos la cartelera de cine y las películas se ven buenas, pero no nos atrevemos a regresar tan tarde al hotel (más allá de las siete/ocho de la noche). Vamos a El Buscón y luego entramos a la exposición “Obra Primera, XVI Paraíso Perdido”, de Francisco Contreras, una colección de obras de 2000-2018, un conjunto compuesto por esculturas de madera de café, dibujos sobre papel, piezas en alambre y láminas de metal. Me llaman la atención las representaciones de Velorio y Suicidio.

Come bien

El país es como un organismo enfermo en el que de pronto se ven pequeñas manifestaciones aisladas de salud, como un paciente en terapia intensiva al que le suben los glóbulos rojos -ninguna alusión política- temporalmente, una extrañeza entre las ruinas que van quedando. Ése es el caso de este lugar que, paradójicamente, con lo mal alimentado que está el venezolano, se llama Come bien. A todas luces nos parece un plagio de Pret a Manger de Nueva York, son los mismos colores, las palabras de presentación, los envases, los productos. Busco en Internet, coloco Pret a Manger y me encuentro con un mapa que señala ¡Nueva York y Caracas!, lo que quiere decir que no se trata de un plagio sino de una franquicia. El café que utilizan es el que vi en un anuncio cerca de Maiquetía, Café Páramo. En la entrada, la leyenda: “Come bien. Comida natural hecha a mano. Los mejores ingredientes. Café de nuestras tierras recién hecho con amor. Bienvenidos a Come bien”. Pido un capuchino y pago 400.000 bolívares, poco menos del 20% de un salario mínimo. El más caro que he pagado, aunque todo convertido a dólares parezca un chiste de mal gusto. El café lo sirven en un vasito igual que en Nueva York, con el logo y la tapita que lo mantiene más caliente y un pequeño hueco para beber. Pienso en este sitio y en el organismo enfermo y de pronto se me viene la idea de que una rápida reconstrucción económica es posible. Al mismo tiempo pienso en la ironía de que un país en el que el 87% de la población se considera en pobreza, una nación de habitantes delgados por la malnutrición y el hambre, azotado por la escasez y la hiperinflación, en este país donde la gente come de la basura: ¡ponerle a un lugar el nombre de Come bien!

Que el Señor se lo pague

El domingo pasado, cuando estuvimos en El Mundo del Pollo, que parece ahora un desolado restaurante en las vías de Cojedes o Portuguesa (El Mundo de Florentino y el Diablo), el menú decía que sus precios no incluían la propina. No se puede pagar la propina ni con tarjeta de débito ni con tarjeta de crédito, los cheques ya no se utilizan en esta economía y no hay efectivo. ¿Cómo dar una propina? El mesonero nos escribe sobre un papelito los datos de su cuenta bancaria para que le mandemos una transferencia cuando podamos.

Me recordaba de eso mientras esperábamos a ser atendidos en el Banco Mercantil de El Rosal, cuando vemos en una pantalla las ingeniosas propagandas del banco que muestran las bondades del sistema Tpago, usado para “pagos menores”: a un taxista, un plomero, un mesonero, una peluquera, en una tienda de chucherías y cosas así por el estilo. El sistema fue lanzado, al menos por el Mercantil, hace pocos meses y se trata en realidad de una aplicación móvil para pagos a través del celular entre personas naturales. No es necesario conocer el número de cuenta del usuario, sólo la cédula y número de teléfono de la persona que recibirá el pago. Vemos una de las propagandas de la serie El señor te lo pague. Un muchacho vestido de chef llega al final de una carrera de taxi y se produce una conversación entre ellos:

-Listo, chamo, llegamos -, se voltea y le dice el taxista al chef que empieza a buscar efectivo en los bolsillos. El taxista, al ver que no tiene, le dice: -Tranquilo, mañana me pagas.

-¿Seguro?- le dice el chef.

-Seguro -responde el taxista.

-Gracias, mi hermano, que el Señor se lo pague.

En eso aparece dentro del taxi El Señor, que vendría a ser como un Dios de los pagos bancarios, el letrero sobre la propaganda “El señor” y un hombre calvo de unos sesenta y tantos años le dice al chef: “Tpago”. El Señor le arregla el cabello al chef y se supone que el taxista recibió ya su pago.

Irónicamente, por razones muy distintas (improvisación, ineptitud, maldad, incapacidad, etcétera), Venezuela avanza a ser una sociedad en la que el efectivo no se utiliza, algo a lo que se aproximan algunos países avanzados (Holanda o Suecia).

El mínimo que no alcanza

Ahora todo se despereza mucho más tarde y aparecen las personas abatidas y vencidas, los zombies que deambulan por las calles con el fracaso pesado en el lomo, las ropas descuidadas, los cabellos grises y blancos, el andar pausado, la mirada de desesperanza, los cuerpos esqueléticos, muchos con bolsitas con lo poco que logran comprar. Claro que no todo el mundo está así, pero como son tantos, marcan la estética de la ciudad en momentos de hambre y colapso. Es lunes y, sin embargo, el silencio es completo, casi irreal, como si todos los habitantes estuviesen en modo mute. La temperatura es fresca y se perfila que podrá ser un día de cielo despejado.

Al salir, caminamos por la calle y un muchacho de unos catorce años está echado en el piso. Parece una mancha negra de aceite sobre el pavimento, mugroso desde la cabeza hasta los pies desnudos. Paso a su lado y oigo no una súplica, sino un gemido. Le respondo: “Chamo, no tengo efectivo”. Entonces se da cuenta de lo que llevo en las manos y me dice: “¡El agua!”, y le entrego sin dudar el pote de agua mineral.

Hay numerosas familias enteras caminando por las calles sin destino o rumbo. Muchos duermen en las fachadas de los edificios. Es común ver papá, mamá, hijos pequeños, estacionados en aceras, muros, en determinados sitios de la calle donde hacen vida, de día y de noche. El gobierno, al haber confiscado el efectivo, impide que uno ayude con unos billetes a una persona necesitada; las ¿políticas? económicas imposibilitan dar una propina.

La línea divisoria entre la normalidad y la indigencia se va borrando en el país, como si la nación viviera una posguerra. Muchachas y muchachos, estudiantes y profesionales, convertidos en indigentes, uno se confunde porque se ven “normales”, pero en realidad están en esa línea media entre la prosperidad perdida y la ruina. Hay calles y zonas geográficas donde se desplazan de forma organizada a la búsqueda de restos de comida en los pipotes de basura.

Me dicen que…

Me encuentro con amigos y conocidos y uno se entera de relatos insólitos, como el de una supuesta escasez de pescado porque los pescadores venezolanos le venden casi todo lo que pescan a barcos chinos que están en aguas venezolanas y pagan en dólares. Me dicen que hubo una falla en el teleférico que dejó a la gente en los funiculares un buen rato. Me cuentan de un preso que manda a buscar a una amiga suya que llega de viaje con las autoridades que son sus captores y custodios para que la pasen por la aduana y la lleven en carro blindado hasta Caracas. Las noticas que uno escucha se conjugan con titulares de prensa: “Decapitaciones y barbarie: El avance de los crímenes en Venezuela”. Me cuentan que dos mujeres murieron al caer de un trasporte-camión informal-improvisado de los que hay ahora porque prácticamente no existe el servicio de transporte público; un amigo que corre en Los Próceres ve los camiones que llevan a la gente, a los que igual le cobran por “el servicio”, me cuentan de las perreras donde la gente es transportada como animales de carga. Me dicen que hoy están cerradas varias estaciones del metro por fallas, me cuentan que mucha gente va a los clubes y gimnasios (los que pueden pagarlo) sólo a ducharse porque no tienen agua en sus casas. Me dicen que…

El ruido de los estómagos vacíos

Isidro es un motorizado que conozco desde hace muchos años. Me impresiona ver lo delgado que está, mucho más delgado que la última vez que estuvimos acá, y eso que se las juega con varios trabajos, como hacen los motorizados normalmente, y con sus facturas esporádicas de cauchos espichados y repuestos ficticios, pero igual no alcanza, lo que gana no cubre lo que requiere para alimentarse, y ahora veo el extremo de un declive físico que comenzó hace ya un tiempo. Ha adelgazado tanto que la expresión de la cara mutó y lo que trasmite su alma parece haber cambiado. No es la cara de derrota, abatimiento, sufrimiento, pérdida de esperanza, quiebra moral que se ve en tantos hombres y mujeres que caminan por las calles de Caracas, como en cámara lenta, la de Isidro es la cara de alguien que está “aguantando la pela”, la expresión más oída en este viaje y que expresa la idea de tener buena actitud en medio de la dificultad extrema. Y es que eso es una de las cosas que más parte el alma: ver a la gente con buena actitud en medio del sufrimiento. Aguantar la pela es soportar la llamada «dieta de Maduro». El resultado es el hambre y las personas que pierden peso, como Isidro, o como Julio César, que bromeaba el otro día al decir que ya no hay problemas de colesterol y triglicéridos, que hay que ver el lado positivo. El rostro y la silueta cambiada de Isidro, y también la de Julio César, son el rostro y la silueta cambiada del país. Un país lleno de habitantes que aguanta la pela de la «dieta de Maduro».

El cumpleaños de Igor

Ligia, una amiga, nos invita a pasar un rato por su casa. Al llegar a la entrada la caseta de vigilancia es de vidrios blindados y tiene la estela de tres tiros como un surco de un río turbulento. Hace no mucho Ligia sufrió un asalto en su casa, la amordazaron junto a su esposo, Pancho, los golpearon, los robaron. Ella se quedó traumatizada. No pudieron seguir viviendo en la casa y se mudaron al apartamento donde ahora llegamos. El ambiente es de fiesta y celebración. Ligia es muy particular y le celebra el cumpleaños número 7 a Igor, el perro de la casa. Tiene tres nietos y dos en camino. Sus hijos están con las esposas embarazadas. Hay varios amigos de la familia y es un gesto muy generoso que nos hayan invitado. Comemos tequeños con la vista espectacular de la ciudad, una vista citadina decorada con las montañas de fondo. Es una tarde limpia de cielo azul y, en medio de la fiesta, uno se dice: ¡acá es donde pertenezco, éste es mi país, carajo! La reunión es un alboroto del que nos habíamos desacostumbrado, esa alegría como a la italiana, ruidos y exaltación, de las reuniones venezolanas. Agradecemos sentir un poco ese calor de hogar. Se le canta cumpleaños al perro, los hijos me dicen que perdone a Ligia, que les da pena ajena que le canten cumpleaños al perro. Pancho está feliz siguiendo la letra mientras Igor está tomado de cuerpo entero por la hija de Ligia, sentados, frente a la vela que es un 7, el perro pareciera saber que es su cumpleaños, casi que me preparo para que sople las velas.

Horas peligrosas

Cuando salimos al rato ya son casi las ocho de la noche. El guardia abre la puerta del estacionamiento. Veo de lado y lado y no hay nadie, empiezo a asomar la trompa del vehículo y en lo que ya estoy encima de medio canal, veo a mi izquierda que viene un carro con vidrios oscuros a toda velocidad, estoy en la mitad de la vía, empujo el acelerador al fondo, pero el carro no responde, le pasa cuando está un poco en frío. El bólido no hace el menor intento de disminuir la velocidad. En segundos pienso que se va a estrellar contra nosotros, entonces finalmente responde el carro a la acelerada y logro apartarme, llegar hasta el extremo de la otra acera, como un brinco. Se me acelera el corazón, siento las piernas un poco desmayadas. Me dirigió hacia la principal de La Castellana. Al bajar por la Eugenio Mendoza la vía está solitaria y semidestruida por un bote perenne de agua, un taxista no se mueve del medio de los dos canales, con total lentitud, le hago cambio de luces, pero no reacciona, no lo puedo pasar hasta que llegamos a un semáforo. Las calles están íngrimas. Las ocho de la noche en Caracas equivale a las cuatro de la mañana de otras épocas. Llegamos al hotel y nos sugieren que aprovechemos el agua. Son las 8: 30 p. m. y la van a quitar a las 9:00 p. m. Lleno dos potes más de cinco litros de Minalba para tenerlos cuando se necesite algo de agua. Estoy en la cama, tomo un té de vainilla, leo con mi bombillo de la gerente, apenas ahora es que comienzo a relajarme con una tristeza profunda en mi corazón, con la convicción de que no puedo estar en el país donde quiero estar.

La mano que sale del hueco

Ana me cuenta que el estacionamiento de la Clínica Ávila está bastante vacío, un hecho que hasta hace no mucho era impensable. El estacionamiento no tiene punto de venta, sólo acepta efectivo y así está señalado en un cartel. Cuando ella va a pagar presencia una escena surrealista con la cajera de la clínica que recibe el efectivo. Tiene un billete de 100.000 bolívares que entrega para el pago y oye que la cajera exclama “¡efectivo!” y de pronto ve que, a la altura del hombro de la mujer hay un hueco por donde sale una mano que empieza a hacer movimientos, como si se tratara de un truco de magia. El monto del billete de 100.000 bolívares (el de mayor denominación) equivale a $0.10. La cajera le entrega el billete de cien mil bolívares a la mano que se retira a su madriguera. A los pocos segundos aparece de nuevo la mano con los billetes para el cambio y se los entrega a la cajera que los recibe con total hábito y normalidad, luego la mano desparece hacia dentro del hueco que, supone Ana, es donde se resguarda el ser humano al que le pertenece la mano, blindado dentro de cuatro paredes estrechas de concreto para evitar asaltos.

Títulos de anticuerpos

Llegamos al mercado de Chacao, un edificio de varios niveles en donde no se percibe el drama de la escasez, una rara manifestación de salud en ese organismo enfermo y colapsado que es el país. En los distintos puestos la gente pregunta los precios para seleccionar con pinzas lo que se lleva. Los productos tienen el rostro de la inflación. Compramos una caja de Torontos (dos millones y medio de bolívares; un salario mínimo recién aumentado, unos $3), para cuando no estemos acá y nos pegue la nostalgia.

Al salir del mercado de Chacao, andamos hasta la Plaza Altamira. A pesar de que estamos dentro de lo que se considera uno de los municipios “más ricos” de Caracas, empezamos a ver en detalle las fachadas derruidas de muchos negocios y nos percatamos que son más los que han cerrado sus puertas que los sobrevivientes. Hay grandes cantidades de basura desperdigada y amontonada a lo largo del camino. Veo a un camión del aseo recogiendo basura, pero no es un camión como siempre los he visto y como deben ser, se trata de uno pequeño y cuadrado, de ésos que se utilizan para llevar rocas o arena a una construcción. Hay cuatro hombres recogiendo los desperdicios, tienen que hacer un esfuerzo feroz para alzar las pocas bolsas que no están rotas, que no han sido saqueadas por familias hambrientas que deambulan por la ciudad. La mayor parte de la basura la tienen que recoger con las manos y la lanzan al aire para que caiga dentro del camioncito.

La Plaza la Castellana está pelada, sin un rastro de grama en su dimensión circular, como arrasada por una quemazón. Del otro lado de la acera hay un cartel que ofrece servicios de trámites para llevarse a las mascotas del país: “Te ofrecemos el más completo servicio de asesoría para la obtención de permisos de viaje: vacunas, certificado de vacunación, certificado de salud, certificado de desparasitación. Tramitamos también títulos de anticuerpos, requisito indispensable para que tu mascota viaje. Todo incluido. Te damos los documentos listos para el viaje de tu mascota. Pet City Animal Care/Permisos de viaje”. Hay muchos cuentos de gente que abandona a sus mascotas cuando se largan del país. Pasamos enfrente de lo que era Sanitas y que tiene un toldo sucio y roto ondeando en medio de la decrepitud. Lugares y negocios desolados, los mismos que una vez tuvieron mucha vida ahora son cadáveres de emprendimiento.

La revolución de los botellones

Tomo un desayuno andino sin arepa andina, me traen pan cuadrado. La escasez de agua se ha prolongado y en el hotel se las arreglan con dos camiones cisternas que llegan todos los días. Hemos corrido con suerte de que no se ha ido la luz. La falta de electricidad en distintas zonas de Caracas durante varias horas es severa. Ni hablar del interior del país donde a veces pueblos y ciudades pueden pasar días sin electricidad. La mayor parte de los huéspedes del hotel son del interior del país y vienen a hacer algún trámite para irse de Venezuela. Cuando tomamos el ascensor, vemos un papel recién pegado al espejo:

“Estimados huéspedes: Debido al racionamiento de agua en nuestra ciudad capital, nos vemos en la obligación de igualmente racionar el vital líquido en nuestras instalaciones, por lo que se suministrará en el siguiente horario (oficializando lo que ya ocurría; presagio de una escasez mucho mayor):

05:00 a. m. a 07:00 a. m.

07:00 p. m. a 08:00 p. m.

Esto si llega el agua de la calle y si los camiones nos facilitan el llenado del tanque.

Pedimos disculpas por las molestias causadas y agradecemos tomar las previsiones correspondientes.

Gracias,

La Gerencia”

Ahora pienso que también padecemos la “revolución de los botellones”, porque la gente anda con botellones por las calles y en los hogares. Estoy en un hotel y no obstante tengo en la ducha cuatro botellones de cinco litros de agua Minalba llenos de agua de chorro.

Desnudo

Decido llegar hasta Chacaíto y Sabana Grande. Paso por una línea de Mototaxi. Tienen el anuncio de que cuentan con punto de venta, lo que quiere decir que la carrera se paga por adelantado, no hay otra forma por la falta de efectivo. Camino y el deterioro es mucho mayor que hace unos meses. Tiendas cerradas por todos lados alrededor de Chacaíto, basura en varios sitios, el caos de la buhonería. Llego a Librerías del Sur, a la que decido entrar por curiosidad antropológica, forman parte de esa antigua gran editorial Monte Ávila, ahora totalmente politizada e ideologizada que ofrece títulos de escritores simpatizantes de la revolución. Afuera está colocado un letrero escrito a mano que dice: “Ya vuelvo…”, así, con puntos suspensivos.

Siento en la espalda una mirada que se clava como un puñal y, en efecto, un muchacho echado al piso me ve de frente, me volteo, trato de sostenerle la mirada pero no puedo, la suya es más fuerte, lleva la muerte colada en sus pupilas. Prosigo casi como escapando y capto una suerte de energía delincuencial instalada en el aire y pienso que tal vez no fue buena idea venir para acá. Me devuelvo hacia el Centro Comercial Chacaíto al tiempo que ingresan varios policías bolivarianos en moto, también con aspecto y actitud agresiva.

Dentro del centro comercial hay bastantes negocios cerrados. El Teatro Chacaíto muestra cuatro carteles de obras. Una se llama Desnudo, aparecen varios tipos papeados en tangas doradas en un cartel, original de Alberto Maneiro Restrepo. Otra se llama Diana en íntimo con Zoyla, en vivo. Memorias de un travestí, Beltsy Zambrano, José Gabriel Linares, Jhonatan Torres. Salgo del centro comercial, paso por el antiguo y fenecido Don Disco y veo un escueto afiche de Henri Falcón que dice, lánguido e inexistente: “Se va. Henri Falcón”. ¿Se va quién? ¡Ah, sí, claro: Maduro! Ése es el gran atributo propagandístico del “candidato de la oposición”; se va Maduro. Atravieso la acera de Beco, una señora se me acerca y pienso que puede ser una trampa sofisticada, pero recuerdo que estoy en la tierra de lo directo, me pregunta si Locatel está arriba, le digo que no sé y sigo, cruzo el estacionamiento y luego en la acera del otro lado, donde está una tienda de instrumentos musicales, sobreviviente de la devastación, veo la cara de dos motorizados de ojos negros que parecieran estar observando cual depredadores a una próxima víctima. Sigo de largo. Camino por la Francisco de Miranda. Observo con pena ajena la Farmacia Campo Alegre, desde afuera luce como el Mercado Los Campitos, que había visto antes estupefacto, con los estantes vacíos. Escasez de alimentos y de medicinas, el mercado y la farmacia con los anaqueles desnudos.

La Plaza del Emigrante

Me doy cuenta de que en varios regresos a Caracas la construcción de la Plaza del Emigrante sigue sin avanzar un centímetro. Primero estuvo decorada con fotos de personajes extranjeros que vinieron a Venezuela a hacer vida, esas fotos formaban parte de la valla perimetral que rodea un hueco enorme exactamente idéntico desde hace varios regresos y que continúa mordiendo la acera, llena de buenas intenciones, pero poco realista. ¿Cuándo se empezará, de verdad, la construcción de la Plaza del Emigrante? El letrero de la obra es de la Alcaldía de Chacao e informa que el costo es de Bs.195.817.207,77 al momento en que se iba a construir. Si se saca la cuenta, una estructura que debería ser quizás no tan alta pero sólida y amplia, un pequeño edificio, si dividimos ese monto por el dólar paralelo arroja la suma absurda de $232, lo que retrata de manera asombrosa la hiperinflación y la hiperdevaluación. Mientras tanto permanece un gran terreno con un enorme hueco en el medio como si se le hubiera estrellado un meteorito nazi y una valla perimetral. Los emigrantes que viven en Chacao deambulan por el mundo que les tocó vivir. Quedan muchos sumergidos en realidades que se hundieron: de la que escaparon y a la cual llegaron.

Primero muerta que sencilla

A las cinco en punto suena el tubo del lavamanos como echando gases, el agua se anuncia en su horario restringido. Las nubes encapotan a la montaña y algunos rayos se dejan colar. Escribo desde las cuatro de la mañana. En unos quince minutos interrumpo la escritura para bañarme, pasadas un poco las seis de la mañana. Espero que luego de bañarme no pierda el flujo de concentración y no se me desate demasiado el hambre.

Me gusta caminar por Chacao, las aceras amplias, los negocios debajo de los edificios como en ciudades europeas. Paso la Plaza Bolívar de Chacao y me encuentro al final de calle con una construcción grande de un edificio diseñado arquitectónicamente para que su visual sea ladeada y de la impresión de que se derrumba. Son los contrastes. Igual pasa con el Centro Empresarial La Esmeralda, de una dimensión que impresiona, con los edificios de lujo sembrados en las Mercedes, o con la reinauguración del Hotel Humboldt que, de manos del gobierno, me dicen que cobrarán precios exorbitantes en dólares, nada socialistas.

En el medio de la vía unos obreros tienen una mesa colocada. Al principio pensé que jugaban dominó, pero están sentados con un aparato electrónico de donde nacen múltiples cables, analizándolo, como si fuese un artefacto que acabara de llegar del espacio, sin tener conciencia de que obstaculizan el tráfico. Desciendo a la estación del metro Altamira para dar un ojo y salir por el otro extremo. El precio de Bs. 4 ($0.0000045) por viaje como testimonio de la desidia y el abandono está marcado en la tarifa, pero ya ni esa suma se cobra, ni siquiera cabe en la cabeza y no hay una mísera moneda que la represente, el metro tiene entrada y salida libre, con o sin antecedentes penales, armado o desarmado. No hay venta de boletos ni en las máquinas dispensadoras, que ya estaban dañadas desde hacía tiempo, ni en la taquilla. En la caseta está un hombre solo cargado de aburrimiento. Veo los vagones llegar totalmente abarrotados de gente. El metro está sucio, el aire muchas veces no funciona, se va la electricidad con frecuencia y queda todo como una caverna prehistórica, todo el mundo apretujado el uno contra el otro, es común que se armen golpizas y hasta tiroteos. Veo un puesto de Librerías del Sur en esta estación, entro para curiosear porque no lo podía haber hecho en Chacaíto y me encuentro sólo con obras de autores afines a la revolución, los de siempre: Luis Brito García, Gustavo Pereira, entre otros, y algunos nuevos, como un ministro que acaba de publicar un poemario. Hay varias ediciones gráficas panfletarias ideologizadas.

Salgo de la librería y asciendo a la superficie. Cuando avanzo está el hombre con barba blanca que siempre vende revistas tipo National Geographic, echado en el piso, emitiendo sermones, a veces se queda contemplativo. Veo una cola en un quiosco. Entro al Centro Plaza, desciendo un piso y observo, a esta hora, casi las nueve de la mañana, una peluquería llena de mujeres. Ése es uno de los pocos nichos de negocio que mantiene una clientela y que contrasta con los pelos blancos y grises: la vanidad ante todo para algunas, mejor pasar hambre que no tener el pelo o las uñas arregladas. “Primero muerta que sencilla”, concuerda Jhenny, con quien converso sobre lo bien presentadas que se mantienen las chicas más jóvenes a pesar del hambre. Me llama mi amigo y me dice que llega retrasado porque la calle de su casa está cerrada por una protesta por falta de agua.

El colapso nunca es absoluto

Medito y concluyo, a lo largo de este regreso, que el colapso nunca puede ser total, porque de ser absoluto, sería el exterminio completo, la no existencia, la desaparición de la vida. El colapso en Venezuela ocurre al mismo tiempo que algunas cosas parecieran funcionar a medias en un contexto donde todo se viene abajo: transporte público, educación, servicios médicos, escasez de alimentos y comida, la inexistencia del efectivo, la imposibilidad de sacarse un pasaporte, la inseguridad-una encuesta Gallup catalogó por segundo año consecutivo a Venezuela como el país más peligroso en el mundo para vivir-, la contaminación política, la inculcación de los derechos ciudadanos, la no separación de los poderes públicos, el exterminio de la democracia, el asecho de los organismos policiales al ciudadano, el deterioro estético de la ciudad, la falta aguda de agua, los cortes prolongados de electricidad, la contaminación político-arbitraria de las obligadas cadenas, el monopolio casi completo del estado de las televisoras o la imposición de la autocensura, el asfixiante control de cambio, las miles de pequeñas y medianas empresas que han cerrado sus puertas, las grandes trasnacionales que se han ido, la fuga de las líneas aéreas, la fuga de talentos de toda índole incluyendo a los médicos, en fin, la dificultad para el logro de la mínima gestión pública o privada.

Aquí no se come carne…

En un quiosco de la Transversal 1 de Los Palos Grande, frente al Centro Plaza, compro El Nacional y la quiosquera le dice a un conocido: esta situación ya no se soporta, esto es increíble, te acuerdas cuando antes se decía: “aquí no se come carne… aquí no se come carne… aquí no se come carne… ¡pero aquí sííííí!”, refiriéndose al juego cuando uno iba avanzado sobre el brazo de un niño escalando el dedo hasta llegar a la axila para hacerle cosquillas. Ahora es, dice la señora: “aquí no se come carne… aquí no se come carne… aquí no se come carne… ¡pero aquí tampoco!”, y señala su propia boca.

Llego al lugar donde quedé encontrarme con mi amigo, el Café Arábica, que tiene buen café y que, si no fuera por todo lo que ocurre, uno podría pensar que la crisis no existe, salvo, claro está, a la hora de pagar un desayuno en millones de bolívares. Noto cierta arrogancia en la actitud de algunas comensales que se regocijan grotescamente de su capacidad para darse los gustos que quieran. Y de pronto pienso que el Socialismo del Siglo XXI ha sido la máquina de crear la mayor desigualdad posible entre los ciudadanos de un país, sólo una minúscula minoría (y esto no es redundancia de palabras) puede darse el lujo de comer en ciertos lugares.

Luego de una gratificante conversación me dirijo a la librería Noctua y cuando llego allá me encuentro que no hay nada en la vitrina, sólo un hombre reparando unas cosas. Hoy había visto una suerte de obituario de Lugar Común en las redes: “Queridos lectores. Nuestra sede de Altamira cerrará pronto sus puertas. Los invitamos a despedirla”. Me asomo y le hago una seña al señor que hace reparaciones en la vitrina. Entonces se aproxima y sin abrir la puerta me dice que la están remodelando y que abren en un mes. Recuerdo que en el último viaje había sufrido una severa inundación proveniente de otro local de arriba, tiene meses cerrada, tal vez por una sucesión de infortunios. Doy unas vueltas por el centro comercial y me percato de la cantidad de locales que han cerrado. En uno de ellos que está a la venta tiene una nota del centro comercial: “Sírvase solicitar el cambio de uso antes de realizar la venta, evitando así inconvenientes al comprador”. Otro local tiene este letrero: “Negocio temporalmente cerrado por vacaciones”. Los anuncios comerciales dentro del centro comercial son viejos, reflejan una estética antigua, y así pienso que podrá empezar a verse la ciudad y el país dentro de unos años, como los edificios y carros viejos cubanos que testimonian el congelamiento en el tiempo. Sigo caminando y leo una propaganda de un banco del gobierno sobre cómo hacer transacciones desde su computadora, pero lo primero que entiendo es “amputadora”, y lo relaciono a la mano que señala donde tampoco se puede comer carne.

La humillación

El Ávila, como todas las mañanas, amanece cubierto de nubes grises y negras que se disipan a medida que la luz se va encajando sobre la ciudad. Debo interrumpir la escritura para bañarme y aprovechar el agua.

Es quincena y estamos a cinco días de las elecciones que no se sienten, no existen, es como si a nadie le importara. En la Avenida Francisco de Miranda veo el triste espectáculo de los pensionados haciendo filas para retirar una mísera pensión. La humillación de ver a tantas personas que llegan a la edad de retirarse y que tengan que hacer horas de fila delante de los bancos para lograr cobrar una pensión que no alcanza para casi nada y que podrá, a lo sumo, representar dos dólares. Tomo algunas fotos desde el carro. Es mi testimonio gráfico personal del colapso y la humillación. He tomado fotos de gente comiendo de la basura, de niños perdidos en la calle, de la gente montada en camiones como ganado porque no hay transporte, de la destrucción y la debacle de las fachadas de los edificios, de la basura desperdigada por las calles, del deterioro, la ruina. La Francisco de Miranda, con tantas sucursales bancarias, se tiñe de blanco y de gris, de poses de resignación, resistencia y abatimiento. El otro día leí que un hombre cayó muerto haciendo la fila para cobrar la pensión.

Un problema espiritual

Ana me envía un mensaje para ver si puedo buscar tape adhesivo para la cura de los dos puntos en el brazo por lo del lunarcito que le quitaron. Ella ha preguntado en varias farmacias: Locatel, Farmatodo y no hay tape adhesivo. Le han dicho que Farmarket está bien suplido y tengo uno en la vía. Pregunto por la cinta adhesiva para gasas y a la muchacha se le dibuja una sonrisa en la cara como si yo fuese un iluso y preguntara por un imposible. Me quedo viendo una sección y encuentro un kit de emergencia que contiene varias cosas, entre ellas una cinta adhesiva. Esa fue la solución, comprar ese kit de emergencia. Lo que me preocupaba era que venía en un envase rectangular de plástico que podía llamar la atención en la calle, pido una bolsa más grande, pero no tienen de ningún tamaño.

En la entrada, o mejor dicho a la salida, una mujer habla con el vigilante del lugar y le dice que el problema que tiene Venezuela es un problema espiritual, por haberse metido la gente en la brujería, la santería, se ha caído en el pecado y allí está la razón de todos nuestros problemas, Dios está indignado con lo que ha hecho la gente en Venezuela, asegura. El vigilante le sigue la corriente. Me detengo un rato, disimulo, oigo esta peculiar versión del origen de la crisis. Salgo y hay un ambiente torvo en la calle. Un hombre está echado en el piso como borracho pero no está borracho, está sólo vencido. La calle alborotada de degradación, un hombre sumergido en basura, como si estuviera en un mar sacando sardinas con una red, estoico en medio de la inmundicia. Y, a lo largo de la avenida, banco tras banco, cientos de miles de pensionados humillados. Prosigo mi caminata y, cuando llego a Plaza Altamira, espero el semáforo para cruzar y un militar en un carro nuevo sin vidrios ahumados se come la luz y casi atropella a los transeúntes.

Diluvio y hambre

Un diluvio fuerte, de esos que ocurren esporádicamente en Caracas. Como sincronizados, lluvia/pan, se arma una cola, donde estoy acaban de sacar el pan. Hago la fila para comprar unas caracolas de canela y unos panes de guayaba. No me queda otro remedio que pedirle a Ana que me venga a buscar, el diluvio no es normal, no puedo regresar caminando. Al terminar de hacer la fila compro los productos que me quiero llevar, pido un marrón pequeño y espero en medio del aguacero. El lugar tiene unas mesitas adentro y la gente conversa. Es una de las mejores panaderías que he visto en este viaje.

Al rato llega Ana, me dice que finalmente le pudo poner gasolina al carro. Ha habido escasez intermitente desde que llegamos. Hemos estado en bombas con la cadena puesta de cerrado o con bomberos víctimas del tedio. La escasez de gasolina en ciudades del interior del país es considerablemente más grave que en la capital.

Me dice que hoy presenció a un grupo de la División de Homicidios del CICPC en el Distribuidor Altamira levantando un cadáver, que le impresionó, y eso que ella estudió medicina, y cuenta que, además, había un contingente como de diez carros del CICPC rodeando la Plaza Altamira. ¿Será por la pantomima electoral? Está a punto de comenzar una entrevista en vivo a Martín Caparrós en el programa de Román Losinsky. Una de las preguntas:

RL: Voy a utilizar un título de otro artículo suyo, y le pregunto a usted: ¿fracasó la izquierda latinoamericana?

MC: Bueno, mi hipótesis allí es que lo que se denominó la izquierda latinoamericana en la primera década del siglo, no eran necesariamente movimientos de izquierda.

RL: ¿Hablamos de Lula, Kirchner, Chávez en su momento, Morales, ¿Correa?

R: Sí… para mí la idea de izquierda es la de un gobierno que tiende mucho más a la distribución justa de la riqueza, básicamente eso, que no haya desigualdades tremendas, por supuesto que siempre algunas van a haber, pero no que sean tan terribles para que haya gente que no tiene el mínimo que necesita – afirma el autor de la voluminosa obra llamada El hambre

Hotel Ruanda

Para evitar riesgos decidimos pasar la noche en el hotel frente al aeropuerto. Claro que era mucho más costoso que donde nos alojamos en Caracas pero aun así, al cambio de dólares a bolívares, resultaba razonable para el que pueda tener o traer dólares del país de donde procede. Además, la tranquilidad mental y física de saberse a resguardo de los peligros de la Caracas-La Guaira antes de partir, ameritaba el esfuerzo. Llegamos sofocados. Tomamos una ducha larga (sin restricción de horario) y nos nivelamos un poco del agite que traíamos. Bajamos al restaurante principal y es cuando sentimos que habíamos entrado en un vórtice, un vórtice del pasado donde no hay escasez, no existe la crisis, hay todo lo que uno quiera en la carta, detalles inexistentes hoy en día, como el que traigan pan con mantequilla. El servicio es rápido, amable, eficiente, concreto y oportuno, la comida muy buena. Se va llenado el lugar que tiene de fondo un televisor encendido en un canal de la liga de básquetbol de Turquía. Recordamos que los dos panas políticos, Erdogan y Maduro, en medio de la estampida de Venezuela de las líneas aéreas internacionales y la quiebra de varias nacionales, decidieron abrir un vuelo directo Caracas- Estambul. Entonces asumo que ese juego que pasan de ESPN de la liga de basquetbol de Turquía, patrocinados por Turkish Airlines, tiene que ver con estas alianzas. Salimos un rato y nos echamos en las tumbonas alrededor de la piscina, con música Chill out de fondo a un volumen adecuado. El internet es muy veloz. Hay una variopinta mezcla de gente: mujeres con vestimentas como lo exige el código musulmán y muchos asiáticos. Ana entonces me dice que esto parece Hotel Ruanda: un extraño oasis en medio del colapso. Al lado de las tumbonas una mujer conversa con dos españoles y cuenta cómo se dedica a conseguir medicinas y productos que escasean, una bachaquera de lujo. Subimos a la habitación. Desde la ventana se presiente la pista de aterrizaje de Maiquetía que está en línea recta pero que ahora es solo producto de la imaginación. En la visual hay un follaje verde cerca de la ventana, le da un aire de misterio y vacío en medio de la oscuridad.

Despedida y desolación

Caminamos hasta la puerta 26. En esta zona del aeropuerto el aire no funciona y hace calor. No hay casi nadie. Veo en la pantalla los vuelos programados para hoy en la mañana:

9:00 World Atlantic K8 1226 Miami

9:30 Venezolana VN 512 Santo Domingo

9:45 Caribbean Airlines BW 301 Port Spain

10:45 Laser LE 2950 Panamá

12 :05 Wingo P5 7007 Bogotá

Sólo cinco vuelos en tres horas. Tengo una sensación de regreso a un pasado que no viví, como si estuviese iniciando en Venezuela la aviación comercial y la llegada o salida de ciertos vuelos no fuese una normalidad sino un evento extraordinario. La pista vacía, aterriza un avión y, a medida que se acerca a la puerta de embarque a descargar y cargar pasajeros, la gente se queda viendo hipnotizada el desplazamiento de la aeronave en medio del desierto de pista.

Camino por el aeropuerto. Trato de comprar un agua en alguna de las máquinas dispensadoras. Noto que el valor está expresado, aunque no ha entrado en vigor, con el nuevo cono monetario, el bolívar soberano, porque marca que el agua cuesta 160, pero en realidad son 160.000 bolívares fuertes(o 160.000.000 bolívares antes de que Chávez lo maquillara quitándole tres ceros). Decido meter un billete de 500 como experimento y me marca 0.5 como valor introducido, lo que quiere decir que, en efecto, las máquinas tienen el nuevo cono monetario expresado aunque no haya entrado en circulación.

Sigo de largo y paso por un módulo de asistencia al pasajero que al fondo tiene el letrero #AquínosehablamaldeChávez. Entro a la miniferia que está dentro del aeropuerto y que está bastante vacía, como todos los espacios del aeropuerto, hay dos locales cerrados y en uno que se llama Tequechongos hay una empleada vestida de anaranjado que está totalmente dormida sobre un mueble detrás del mostrador. De pronto oigo una voz que aturde, durísima, impostada, como de esas chicas que tratan de sonar cool y cultas, pero parece más bien como si la voz emanara de un maniquí gigante: “Laser anuncia la salida de su vuelo 2950 con destino a Panamá”.

Camino y varios negocios están cerrados, una sala VIP cerrada y otra abierta. Hay tiendas de lujo en este aeropuerto, Carolina Herrera, por ejemplo, y tiendas que venden arte de Cruz Diez, pero todo está vacío y sin gente. En el Café Páramo entro y compro un sándwich de pavo y queso para llevarlo en el avión (Wingo sólo ofrece agua y jugo) y veo que tienen unos estantes que parecen decorativos pero que, me imagino, si alguien quiere tomar algún libro, puede hacerlo: Caracas muerde, de Héctor Torres, La tentación de escribir, de Rafael Castillo Zapata, y A la brevedad posible, de Luis Yslas. Cosas que sorprenden. Así como está Páramo, también se encuentra, un poco más adelante, Come bien, al que fui en el Lido, con ese nombre tan contradictorio con lo que se vive en el país.

Llego hasta el fondo y entro a una pequeña librería valiente y un puesto de dulces criollos. Logro comprar un agua Minalba. Hay tres taquillas de tres bancos del chavismo: Bicentenario, Venezuela y del Tesoro, con tres fotos, una de Maduro, otra de Chávez y la nueva cara del bolívar deformado en sus facciones. Las tres taquillas están solitarias. Tres tristes tigres.

Avanzo y meto el ojo hacia migración y veo un poco más de gente. Cuando entramos, hace ya un par de horas, éramos los únicos, no lo podíamos creer, había al menos quince guardias nacionales y hablaban relajados sobre un grupo de compañeros que habían desertado al Perú. Llego a la puerta 26. Me siento y observo una propaganda del gobierno que repite, con la mayor de las ironías en este aeropuerto fantasma, cada cierto tiempo: “Nos estamos preparando para convertirnos en el hub de Sudamérica”. Esta propaganda de MINTUR muestra escenas de aviones de Tap (que ya no vuela), Qatar Airlines (que no vuela), Catahy Pacific (que no vuela), presentando a Venezuela como una potencia de la aviación comercial. Pienso en la múltiple narrativa ficcional de la revolución.

Al rato voy al baño en el otro extremo opuesto, en el sector donde no funciona el aire. Cuando entro noto que está bastante limpio, un hombre en la entrada da los buenos días y yo le respondo de igual manera. Me dice que hay papel y todo lo que necesite, pero le digo que no hace falta. Me dispongo a salir y le doy un billete de 500. Le pido disculpas, que yo sé que eso no es nada, sólo un detalle. Entonces me dice que a él no le interesa que la gente le dé plata sino que le den los buenos días, que las personas sean educadas, que él tiene el baño más limpio del aeropuerto, que está pendiente de que la gente baje la cadena y si no bajan la cadena se acerca y les pregunta por qué no bajaron la cadena, y me dice venga para que vea, abre la puerta de dos pocetas impecables, hace la demostración de cómo funcionan, me asegura que papel siempre hay y que mucha gente lo felicita. Yo le digo que el baño es un reflejo de su personalidad, que también lo felicito, entonces me dice dándome la mano: “Ya usted sabe dónde estoy para la próxima. Estoy acá para servirle”.

Me siento a esperar. Me vienen a la memoria algunas postales del dolor que me llevo del viaje: la figura del hombre que cruzaba el semáforo en la Plaza Altamira, tan delgado, mayor, caminaba con un bastón, los huesos de los hombros se le salían como protuberancias, como si fuesen ganchos internos de ropa que le sostenían su camisa, sobresaliendo de su delgadísima humanidad, paso a paso sobre el rayado blanco de la calle, parecía un judío recién salido de Auschwitz o un esqueleto movilizado en cámara lenta por un control remoto. Me viene también a la memoria un perro con la mirada triste, como si ya se fuera a morir, masticando con poca fuerza la comida que encuentra desperdigada en una acera y que seguramente dejó algún hombre o mujer que buscaba alimentos entre los desperdicios. Me viene a la mente la imagen de ese niño, descalzo, manchado de arriba abajo como si fuera un mecánico de un taller, sólo que su negrura es la grasa de la miseria de las calles, echado frente a la puerta de una panadería esperando a que alguien le regale algo, no dice nada, no habla, parece mudo al mismo tiempo, solo espera. Me viene a la mente la imagen de esa mujer con su tropel de hijos buscando por los pipotes de basura de la calle, echada sobre las escaleras de un edificio de una urbanización dando teta a un bebé, una leche me imagino desnutrida. Vuelve la imagen del hombre cruzando la calle como un preso recién liberado de un campo de exterminio y pienso en Si esto es un hombre de Primo Levi, en el que narra su experiencia en el campo de concentración, y trato de comprender el grado de maldad al que ha llegado el ser humano en mi país. Entonces recuerdo el consejo de Levi:

“Quizá no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: ‘comprender’ es una proposición o un comportamiento humano y significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desconcierta y a la vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultarnos comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contra humanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia.”


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