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En diciembre de 1919 –pronto hará un siglo– se publicó Cesarismo democrático. Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, controvertido texto de Laureano Vallenilla Lanz donde se expone la tesis del “gendarme necesario”, doctrina que sirvió para sustentar, intelectualmente, la dictadura de Juan Vicente Gómez. No obstante, el volumen continúa generando reflexiones pues varios de los asuntos que trata mantienen inusitada vigencia en el contexto venezolano actual.
¿Cómo imaginaría Laureano Vallenilla Lanz el centenario de Cesarismo democrático? ¿Habrá soñado en algunas de sus largas jornadas de escritura en la Venezuela de 2019? Tal vez el treintañero que brillaba en los fastos por los primeros cien años de la república, hacia 1910, tendría respuestas para esto, como en general las tenía para todo. La seguridad, casi la arrogancia, que mostraba al defender sus ideas, dan pie para suponerlo así. Demoler la Historia Patria a martillazos, con sus cantos épicos y semidioses; pasarla por el tamiz de la sociología, buscar leyes sociales que creyó indefectibles y con todo eso inventar una teoría política para su país, hablan de una valentía, un talento y una capacidad de trabajo enormes. Además, hacerlo con el aplauso y las bendiciones del poder, dan para alimentar el ego de cualquiera. Pero si le hiciéramos las mismas preguntas al sesentón que en 1935 vivía una especie de exilio dorado en Europa, coqueteaba con el fascismo y al morir Juan Vicente Gómez veía resurgir muchos de sus peores temores sobre Venezuela, la respuesta hubiera sido otra. Tal vez reconocería el valor de un libro que al cabo había entusiasmado al mismísimo Mussolini, quien tuvo el gesto de recibirlo en Roma, pero no como la solución a todos los males que soñó hallar en los ensayos reunidos en Cesarismo democrático, sino como su advertencia fallida: el pueblo venezolano, habría espetado, no tiene remedio.
Esa ambivalencia ante Cesarismo democrático la seguimos teniendo hoy. El tiempo se ha encargado de desmentir casi todas sus conclusiones. Sus ideas políticas en lo fundamental fueron derrotadas. Buena parte de los criterios teóricos en los que se basó, hoy están superados y muchos no pasan de ser vistos como pseudociencia. Pero en medio de todos estos descalabros, el libro sale victorioso en dos cosas fundamentales: en su manera de interpretar la historia, que marcó un antes y un después; y en la dificultad de quienes trataron de desmentirlo, para ofrecer una visión alternativa. En 2019 no hay dudas de que eso que llamó «cesarismo democrático» existe, y no sólo en Venezuela: de hecho parece ser un fenómeno mundial. No por las razones que pensó Vallenilla Lanz, tampoco con las consecuencias benéficas con las que se ilusionó, pero existe. Tampoco puede obviarse la revolución que generó al interpretar nuestra historia. El grito que pegó Eduardo Blanco durante una conferencia suya en 1911: “¡Ud. va a acabar con la epopeya!”, tenía mucho de razón. Así como los vanguardistas le torcieron el cuello al cisne modernista, Vallenilla Lanz hizo lo propio con la epopeya romántica. Estrangulamiento del que sólo hoy lamentamos los historiadores que no haya sido total: el cisne, para nuestro mal, en muchos ámbitos logró sobrevivir. Pero al menos no en el de la historiografía, y ese es un mérito que no se le puede regatear.
Las derrotas del cesarismo
La primera gran derrota sufrida por Cesarismo democrático, es la de las intenciones de Vallenilla Lanz. El objetivo final de los ensayos que reunió en el libro y publicó en 1919 era el de sostener una nueva corriente política, cuyo nombre usó como título de la compilación. Hay que entender que es un libro de historia, con análisis de la independencia y los años inmediatamente posteriores a ella, pero su finalidad no es sólo la de comprender unos fenómenos, ni siquiera el de comprender con base en ellos su contemporaneidad. Su objetivo es ofrecer una solución para los mismos.
La tesis fundamental de Vallenilla Lanz es que debido a las condiciones geográficas de Venezuela, el caudillo, es decir, un césar elevado al poder por la voluntad del pueblo (césar por el poder absoluto que tiene, y democrático por esa elección popular), es su gobierno natural. Pero ese césar, como quiera que es el único capaz de controlar al país, se puede convertir en su «gendarme necesario», categoría que extrapola de Francia, país dado a los césares si los ha habido (de hecho, lo de cesarismo viene, sobre todo, de Napoleón III). O lo que es lo mismo: el gendarme que garantiza el orden indispensable para que haya progreso. Por eso, hasta que no lleguemos a ese orden impuesto por el rejo del césar/gendarme, la democracia liberal es, cuando menos, un «error de psicología», algo antinatural, que no responde a como los venezolanos somos realmente. Son tesis que por todas partes respondían a las ideas y angustias de su tiempo, por lo que el día de hoy deben verse con mucho cuidado. Primero, porque Vallenilla Lanz fue un escritor extraordinario, con una gran capacidad de persuasión. Ya volveremos sobre eso, pero de una vez hay que advertir que es muy fácil enamorarse de su prosa y, por esa vía, de sus ideas. Segundo, porque expresan la angustia de la élite venezolana por el desastroso final de siglo XIX. Es decir, son el resultado de un tiempo y unas vivencias concretas, no del todo extrapolables por mucho que a trechos se parezcan a los nuestros. En la década que va de 1892 a 1903, Venezuela vivió cuatro grandes guerras civiles (con algunos alzamientos menores y una desastrosa participación en la Guerra de los Mil Días colombiana), la bancarrota de sus finanzas, el bloqueo y bombardeo de sus costas por enardecidos acreedores, la ruptura de las relaciones diplomáticas con casi todo el mundo y la pérdida del Esequibo, o en todo caso la ratificación de esa pérdida por un tribunal internacional. El «finis patriae» con el que cierra su novela Ídolos rotos (1901) Manuel Díaz Rodríguez era un clamor general: en efecto, la idea de que la república había sido un completo fracaso estaba muy extendida, por lo que era necesario refundarla bajo nuevos términos. No en vano, la sociedad se echó a los brazos de Gómez.
Es en esa época en la que los jóvenes educados en las ideas positivistas, o en ese conjunto de corrientes que en Venezuela englobamos bajo el rótulo de «positivismo», se aplicaron en serio en estudiar la historia y la sociedad con las herramientas de la nueva ciencia social del momento. Del mismo modo en el que en la actual crisis muchos buscan una explicación (y una solución) en la historia, en las décadas de 1890 a 1910 intelectuales en ascenso como José Gil Fortoul o Vallenilla Lanz seguían el mismo empeño. Para el segundo, la clave estaba en la geografía, que según creía la mayor parte de los científicos sociales de entonces, determinaba (de ahí lo de determinismo) a los pueblos. Hoy sabemos que eso no es, ni remotamente, así, pero para un venezolano del siglo XIX, que se había formado en la idea de que uno de los grandes conflictos del país era el del Llano contra la ciudad, de los llaneros que cada tanto se desbordaban como hordas bárbaras sobre la civilización, la idea tenía sentido. La vieja dicotomía que en toda América Latina se resumía en la contradicción entre civilización y barbarie, en Venezuela se entendía en la del Llano contra la ciudad. Y los llaneros de entonces, semi nómadas, pastores, eran el ejemplo perfecto del bárbaro, de los pueblos esteparios que erigían a sus líderes en el campo de batalla, por la aclamación a una especie de macho alfa de la manada. Ese es nuestro cesarismo como, concluyó Vallenilla Lanz, se había demostrado desde la Independencia con casi todos nuestros grandes caudillos.
Pocas de estas bases sobre las que se levanta Cesarismo democrático son sostenibles el día de hoy. El determinismo geográfico resultó ser pseudociencia, los llaneros ya no son semi nómadas y desde que hay ametralladoras sus cargas de caballería no inquietan a nadie. Y no por eso hemos dejado de tener césares. Pero eso es sólo una parte del asunto: hemos tenido una ristra de césares, de «gendarmes necesarios», y más allá de los logros de la administración de Gómez sentando las bases de un Estado moderno, que en alguna medida confirman la tesis, no es posible ver una relación directa entre ellos y lo que entonces se llamaba progreso. Cuando Cesarismo democrático se hizo famoso internacionalmente, y los fascistas italianos vieron en él una confirmación más (¡y además latina!) de la «democracia directa» a la Mussolini, lo que parecía la consagración definitiva de Vallenilla Lanz era en alguna medida su desmentido final: ni Mussolini era producto de algo que se le pareciera al Llano, ni en la historia anterior o posterior al fascismo hay algo que confirme un fatum que separe a los italianos del «error» del liberalismo (Vallenilla Lanz decía, manipulando un poco, «jacobinismo»).
Pero todo tiene al menos dos caras. La otra derrota, siquiera parcial, es la de quienes han tratado, por un siglo, de desmentir Cesarismo democrático. Sus tesis no son completamente verdad, pero tampoco son completamente mentira. Por mucho que hombres del talento de Augusto Mijares, con su ineludible La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, aparecida en 1938; o como el marxista Carlos Irazábal con su Hacia la democracia, de un año después; o como Mariano Picón Salas o Rómulo Betancourt –en varios ensayos– se esforzaron en demostrar que es posible otra Venezuela apegada a lo que Mijares llamó la «tradición de la sociedad civil», que sí, la hemos tenido, terminamos el siglo XX entregados al híper liderazgo de Hugo Chávez, «césar» y «democrático» en los sentidos exactos que le dio Vallenilla Lanz a las categorías. Por eso el balance es tan complejo: la idea en sí misma de que existe el cesarismo democrático parece estar confirmada, pero no con las consecuencias que él previó. Desalentador para los que cada tanto suspiran por un hombre que «venga a poner orden», bien sea un Pérez Jiménez (¡ahora que hay tantos jóvenes que lo añoran!), o bien sea uno de tipo cubano, al son de «llegó el Comandante y manó a parar». Pero desalentador también para quienes dieron lo mejor de sus esfuerzos en imponer la tradición de la sociedad civil sobre la caudillista. No estamos condenados a vivir embridados por un caudillo, pero tampoco somos inmunes a los encantos del hombre fuerte. Al contrario, cada cierto tiempo nos dejamos seducir por uno. Y el hecho de que estemos actualmente viviendo una ola de autocratización en el mundo, en la que líderes como Putin, Erdoğan o Viktor Orban demuestran, además, que es un asunto bastante más general.
Las victorias del historiador
Cesarismo democrático se convirtió en un libro muy influyente. Tal vez en el más influyente que haya producido nuestra historiografía y nuestra sociología, tanto en Venezuela como fuera de ella. El hecho de que tuviera la catapulta de volverse la ideología oficial del gomecismo (o parte de ella: en lo personal Gómez prefería la epopeya para presentarse como heredero de Bolívar), y además contara con la vitrina de la prensa oficiosa, fueron claves en esto, pero no lo único que lo determinó. En una nota escrita a propósito de la muerte de Vallenilla Lanz en 1936, Rómulo Betancourt lo llamó el mayor exponente de «la prostitución intelectual» de Venezuela. Era un parecer generalizado en los opositores a Gómez y tenía razones importantes para sostenerse. Pero tampoco era tan así. Todo demuestra que Vallenilla Lanz ya había llegado a lo fundamental de sus ideas antes del arribo de Juan Vicente Gómez al poder, vio rápidamente en él la confirmación de sus tesis. Y con base en esas convicciones sirvió al «Benemérito» con pasión. En una multitud de ensayos, de discursos pero sobre todo de artículos de prensa, durante veintisiete años recorrió todos los caminos posibles para justificar cada medida del dictador, para explicarlo sociológicamente, para defenderlo frente a los ataques desde el exterior (es célebre su polémica de 1920 con Eduardo Santos). Además, tenía argumentos: dos décadas de paz, ocho mil kilómetros de carreteras, inversiones internacionales por torrentes, dinero como nunca había habido antes. Comparado con el desastre de la Venezuela de los años noventa del siglo XIX y de los primeros del XX, Gómez tenía cosas que mostrar.
Pero sobre todo Vallenilla Lanz tenía talento, un gigantesco talento, que puso al servicio de la propaganda. Escribía muy bien, como ya se dijo. Irónico, agudo, capaz de dar dentelladas de sarcasmo, a trechos poético, en ocasiones con el nervio de un novelista de aventuras o de misterio, sus textos producían tanto deleite como profunda indignación en los opositores. No renunció a la burla, muchas veces cruel cuando pensamos que no pocos de sus destinatarios estaban o habían estado aherrojados con grillos, o eran torturados, o padecían miseria en el exilio, o sus familias vivían en el ostracismo y la pobreza de una Venezuela de la que no podían escapar. O simplemente habían sido asesinados. Por eso se ganó numerosos, profundos, intensos odios. Hoy leemos al historiador de Críticas de sinceridad y exactitud o de Disgregación e integración (gran alegato de 1930 a favor de la centralización que llevaba adelante el gomecismo), y nos seguimos sorprendiendo por su calidad; pero el venezolano promedio de 1930 lo conocía por los editoriales de El Nuevo Diario, periódico oficioso del gobierno. Comprado por Vallenilla Lanz, seguramente con alguna generosa ayuda del Estado, fue el gran aparador de la propaganda gubernamental. Por algo estuvo entre las primeras cosas que las pobladas quemaron en los disturbios de diciembre de 1935. Los dos tomos de La rehabilitación de Venezuela. Campañas políticas de «El Nuevo Diario», aparecidos en 1926 y 1928, pueden darnos una idea de sus dotes de polemista. De su inteligencia, mordacidad y, por qué no, en ocasiones crueldad.
Por otra parte, el venezolano promedio no tenía razones para pensar que Vallenilla Lanz haya sido esencialmente distinto a los otros intelectuales del gomecismo. No es posible afirmar que fueran simples plumas prostituidas, pero está documentalmente comprobado que además de los beneficios con que los premiaba, la dictadura era especialmente munífica con quienes le echaban incienso. Es difícil que en sus últimos años de diplomático en Francia (premio gordo para la lealtad de todos los áulicos), cortejado por los fascistas italianos y por la Acción Francesa (¡nada menos que Marius André prologó la versión francesa de Cesarismo!), no se haya dejado seducir, aunque sea un poco, por las mieles del poder.
Es otra cara más de la derrota del cesarista, del Vallenilla Lanz político. Su integridad sigue ofreciendo motivos para estar en cuestión. Pero lo que perdió como propagandista, lo ganó como historiador. Si bien las ideas políticas y las bases teóricas fundamentales de Cesarismo democrático están desprestigiadas, su valor historiográfico sigue prácticamente intacto. Digámoslo de esta manera: lo que investigando descubrió, continúa siendo valioso, lo que concluyó de ello, ya no lo es más. El mismo Betancourt que lo acusa de prostitución, unos párrafos después reconoce que a él se le debe un cambio fundamental de ver la historia: la bajó de los caballos de los héroes y la puso a caminar como fenómeno social. Tanto así que todos los marxistas de la primera hora, todos los historiadores posteriores, le debemos mucho a Vallenilla Lanz. En sus estudios reveló, con nombres y apellidos en una época en la que la Independencia era un asunto de los abuelos de todo el mundo, que los discursos maniqueos eran una manipulación ideológica. Que se trató, inicialmente, de una guerra civil, que las tensiones raciales y sociales fueron el acicate de las mayorías, que se trató de un fenómeno definido por procesos sociales y no por el estro de superhombres, semidioses o demonios. Cesarismo democrático se hizo famoso por sus ideas políticas, pero ellas están contenidas en ensayos históricos que aún se pueden leer con interés e incluso con emoción. Es difícil agarrar su libro e intentar soltarlo antes de voltear la última página. Aunque dé rabia. Incluso si el personaje nos da asco. Aún sus ideas producen en el lector venezolano un efecto de electroshock.
Tal es la victoriosa derrota de Vallenilla Lanz. Que a cien años Cesarismo democrático siga dando de qué hablar, que siga teniendo cosas interesantes que decir, que ofrezca razones para pensar sobre nuestro ser y nuestro destino, es una victoria que no se le puede regatear.
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Lea otros trabajos de la serie sobre Cesarismo Democrático:
Vallenilla Lanz: “Un jefe que manda y una multitud que obedece”; por Elías Pino Iturrieta
Una lectura de ‘Cesarismo democrático’; por Florence Montero Nouel
Fue una guerra civil; por Laureano Vallenilla Lanz
Cesarismo democrático: ¿un oxímoron innecesario?; por Wolfgang Gil Lugo
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