Perspectivas

Carlos Plaza Márquez: El hombre que rompía los platos

27/06/2019

El pasado mes de abril se cumplieron diez años de la muerte de mi padre. Si uno coloca su nombre en una búsqueda de Google junto a la disciplina que practicó con fervor religioso, “Carlos Plaza Márquez tiro al plato”, aparece la información de cuando ganó el Campeonato Mundial en Oslo, Noruega, el 17 de junio 1961.

El día del aniversario de su muerte, cuando abrí los ojos en la mañana, arrastraba la imagen de mi padre sentado en una cama de hospital, angustiado, me decía que no podía respirar. Tenía algunos meses que no soñaba con él y me pregunté si sería casualidad o una maniobra del inconsciente. La cierto es que él no estuvo en un hospital la noche que falleció. Murió en su cama, tomado de la mano de uno de mis hermanos. Apenas comenzaba a amanecer, diez años más tarde, y pensé que tenía que escribir este artículo.

Si mi padre viviera hoy tendría 101 años.

Mi viejo siempre tenía una actitud entusiasta hacia la vida. De pequeños vivimos en Santa Eduvigis, en el mismo sitio donde luego construyeron un edificio y en el que ahora está la panadería Cueva de Iria.  En el lugar todavía queda intacto, al lado de los puestos de estacionamiento, un pedazo de muro de baja altura con rejas decorativas en donde nos tomamos una foto familiar, mi padre con su elegante traje, mi hermano Antonio, mi madre y yo. Unos tres días antes de su muerte, a los 91 años, lo había visitado en su casa. De allí guardo la última visión que tengo de él cuando se despedía de nosotros, el último momento que lo vi con vida, un día como cualquier otro, bromeaba, como siempre.  

Al lado de su habitación, en las paredes de la planta alta de la casa donde luego nos mudamos, en una sala de estar que antecedía a los cuartos, mi padre armó una colección con decenas de fotos de sus siete hijos y de la tropa de nietos. A veces me parecía un museo familiar íntimo. Yo soy el menor de siete hermanos. Bueno, ahora somos seis hermanos. 

Menos mal que mi padre no tuvo que vivir el asesinato de mi hermano Carlos en su finca. Mi hermano mayor se llamaba como mi padre. Como él, era un enamorado del llano, un lugar que solo le daba dolores de cabeza y penuria económica. En un día que no se puede precisar con exactitud por lo difuso de los acontecimientos, en julio de 2015, mi hermano fue asesinado junto con mi primo Luis cuando unos criminales irrumpieron en su propiedad. Lo mataron de un tiro en la cabeza. Lo mataron por gusto y para robar algunas pertenencias. ¿Habría podido resistir mi padre semejante dolor a los 97 años si hubiese estado vivo para ese momento? 

A Carlos lo mataron a poco más de seis años después de la muerte de mi padre. 

Mi padre se sentaba todas las mañanas en su estudio lleno de trofeos a leer el periódico. Y como le encantaba resguardar la memoria familiar y era siempre inquieto, además de la galería de fotos, preparó una serie de álbumes para cada hijo sobre su trayectoria en el deporte y sobre mi madre. Mi madre fue la primera reina de belleza internacional que tuvo Venezuela cuando fue coronada Miss Atlántida en Costa Rica. Ellos eran la reina y el campeón, y así se lee en placa donde reposan juntos en el Cementerio del Este.

El tiro al plato es una modalidad difícil que requiere mucho talento, pulso firme, control mental y manejo de la ansiedad. El practicante da la señal y sale volando un plato de arcilla a velocidades variables de hasta cien kilómetros por hora, lanzado desde distintos ángulos y direcciones. En la época que mi padre competía se hacían cuatro rondas de 25 tiros un día, y otras cuatro al día siguiente, para llegar a 200 disparos (ahora las competencias son de 125 platos). El tirador apunta y estalla el plato si acierta el disparo de su escopeta desde ochos estaciones o puntos distintos. La parte más difícil de cada ronda es cuando hay que tumbar dos platos al mismo tiempo; uno que sale de una caseta a la izquierda y el otro de otra caseta a la derecha, una de alta y la otra de baja altura. 

Me pongo a pensar que en Internet no se consigue casi nada sobre su trayectoria, lo que contrasta con la inmensidad de artículos que guardó con esmero. Me parece que en estos tiempos abarcaría muchas páginas de búsqueda en Google. En los álbumes que nos dejó hay cientos de recortes de la prensa nacional y extranjera sobre sus competencias en México, América Central, El Caribe, Sudamérica, Rusia y Noruega. 

Cuando participó en Oslo en el campeonato mundial—ya lo había intentado antes en Moscú—, un titular de un periódico de Noruega reportaba su triunfo: 

Fenomenal skeet-skyting: Plaza 199, Hartman 198.

Ese recorte, ahora un poco amarillento, lo pudo haber visto y guardado de la prensa noruega. Pero me sorprende ver uno de The New York Times

Venezuela on top in Skeet Shooting. Carlos Plaza Márquez of Venezuela won the world skeet shooting championship today… Plaza, a 43 years old merchant used a ten-year old shotgun smashing 199 of 200 clay pigeons

¿Cómo llegó esa nota de un periódico de Nueva York a sus manos, fechada al día siguiente de haber ganado el campeonato? 

Hace diez años que no puedo preguntárselo.

Mi padre tenía un estilo particular. No se quedaba con las piernas firmes y rectas como casi todos los practicantes de tiro al plato. Cuando se preparaba para disparar inclinaba las piernas y parecía un felino a la caza. Sujetaba la escopeta con las manos, la culata de la escopeta quedaba en el aire, eso era una regla, pero él la mantenía a una altura exageradamente baja, casi que debajo de la altura de la cadera. Luego de concentrarse daba la orden firme de pull para que saliera el plato. En ese instante era que estiraba las piernas y apoyaba el arma en el hombro para amortiguar el efecto del culateo.

En Noruega lo llamaban el showman. En su vida diaria también era un showman; nunca pasaba desapercibido.

Recuerdo que nos contaba que, durante la competencia en Oslo, cuando había mucho viento algo que incide en la trayectoria del platillo y es más difícil acertarhacía como si le hubiese entrado una pajilla en el ojo. Pedía tiempo hasta que los jueces se hartaban de esperar y no le quedaba más remedio que reincorporarse al ruedo, esperando que el viento hubiese amainado. Recuerdo que de pequeño nos contaba que los noruegos no aplaudían, sino que hacían un ruido grave con las voces, era su forma de manifestarse. Cuando tocaba su turno se oía el clamor por el venezolano que tanto llamaba la atención. Mi padre dejó de acertar un solo platillo y su desempeño se convirtió en récord mundial ese año: 

Primer lugar: Carlos Plaza Márquez, Venezuela, 199/200                                                                                                             

Segundo lugar: Bernard Hartman, Canadá, 198/200        

Tercer lugar: Arkadi Kaplun, Rusia,197/200

Durante la competencia, la escopeta calibre 12 marca Remington con la que ganó el mundial y que tenía diez años de fabricación, como lo decía The New York Times, presentó un desajuste en la mira que él prefirió arreglar amarrándola con un hilo de nylon. No aceptó disparar con otra arma que le ofrecieron, lo mismo que un maratonista no debe cambiar de zapatos el día del maratón. Esa escopeta fue donada por mi padre al Instituto Nacional del Deporte. Quién sabe dónde estará en medio del apogeo y la convulsión de los tiempos que hemos vivido.

Unos años antes, cuando era presidente de la Federación de Tiro, recibió la visita del dictador Marcos Pérez Jiménez en Fuerte Tiuna, que se disponía a hacer una práctica. Cuenta mi padre que se encontraba frente a un dilema: ¿qué ocurriría si Pérez Jiménez no acertaba el tiro y quedaba en ridículo? Pues mi padre nos confesó que mandó a un soldado colaborador a que se quedara escondido en una zanja justo debajo de donde estaba el blanco clavado en la tierra. Le pidió que se llevara un lápiz. Lo que él presentía sucedió: Pérez Jiménez no acertó el tiro. El soldado sacó el blanco de donde estaba sujeto y, con un lápiz afilado hizo un hueco en el centro, como si fuese el rastro de la bala al penetrar el papel. Cuando trajeron el blanco todo el mundo aplaudió la puntería del dictador.

A mi viejo siempre le gustaba bromear y no desaprovechó el año en que ganó el campeonato, el mismo en que lo sacaron en hombros al salir del avión de PanAm que aterrizó en la pista de Maiquetía. A su regreso, en las ocasiones en las que le tocó dar algunas palabras, comenzó a decir con un gozo irrefrenable por el doble sentido que era “el mejor tirador del mundo”.  No siendo periodista lo nombraron presidente de la revista Bohemia de esa época debido a su prestigio. El Universal lo escogió en 1962 en el octavo lugar entre los diez atletas más destacados de todos los tiempos. Mucho años más tarde, con justicia, ingresó al Hall de la Fama del deporte venezolano. Recuerdo que sus hijos y nietos estuvimos acompañándolo en una ceremonia en el hotel Hilton.  

Como mi padre era muy emotivo y sufría del corazón, se permitía un whisky al mediodía, decía que lo relajaba. Recuerdo que nos comentaba que era lo mismo que hacía Rafael Caldera. Recuerdo que en el entierro de mi primo Ignacio, hijo de mi tío y padrino, Rodolfo Plaza Márquez, el fundador de la PTJ en el primer gobierno de Rómulo Betancourt, mi padre me presentó a Caldera. Ese fue un momento especial, sin entrar en tribulaciones políticas, que me impactó. Un presidente—en la buena teoría— es como un padre.

Mi padre adoraba a mi madre. Ella, inesperadamente, se fue mucho antes de lo previsto. Él sobrevivió veintidós años su muerte. En un episodio de flaqueza, y decía él que, bajo la influencia de mis hermanas, se casó de nuevo. Como un matrimonio de la farándula solo duró seis meses. Quizás algo se pueda explicar por el hecho de que mi padre nunca quiso retirar una foto gigante de mi madre cuando fue coronada Miss Atlántida en Costa Rica, y que tenía iluminada con una potente lámpara encendida las veinticuatro horas, como si fuese una santa o una deidad, en la pared antes de entrar a su escritorio. 

Carlos Plaza Márquez tenía un carácter huracanado y cargaba siempre la actitud de gestar una épica personal, particular y sagrada. Lo que más le gustaba era trabajar y practicar deportes, tomaba poco o casi nada. Se vio obligado a trabajar en varios oficios desde los catorce años cuando mi abuelo murió. Esa mística por el trabajo la llevó consigo hasta la tumba. Tenía mucha inventiva para los negocios y el comercio. Recuerdo nuestra casa inundada de máquinas incubadoras de pollitos, un negocio del que obtuvo la representación exclusiva, o de rifles Palmer que se usaban para para sedar animales cuando debían ser capturados a fines veterinarios o de traslado de lugar. 

Como lo que le gustaba era trabajar, cuando fuimos a visitar el Museo del Louvre durante un viaje corto a París de fines de mi adolescencia, lo recorrimos como una competencia de saltos largos. No fueron las grandes obras de arte allí exhibidas, ni la hermosura infinita de la palaciega construcción, sino unos pájaros de metal que estaban afuera del museo lo que más le atrajo. Los pájaros metálicos se lanzaban al aire y luego de varias vueltas regresaban al punto de partida. Mi padre compró uno y lo llevó a la habitación del hotel donde pasamos el resto de la tarde hablando con el fabricante en Francia con el fin de pedir la representación para Venezuela.

Mi viejo sabía hacer complicadas cuentas matemáticas mentales mientras uno tenía que acudir a una calculadora. No le gustaban las fiestas, aunque era muy sociable en su vida cotidiana. Por donde iba dejaba el rastro de su carcajada, era parte de su sello personal, la carcajada de “don Carlos”. También le gustaba encerrase en su cuarto a leer libros de historia y política o ver películas intensas o programas de deportes. Jugaba muy bien ajedrez, dominó, billar y casi cualquier disciplina deportiva, de joven, la practicaba con talento.

Así como tenía un carácter explosivo era generoso, desprendido, le gustaba ayudar a la familia y a los amigos, en la medida de sus posibilidades. Le encantaba poner una queja vehemente cuando pensaba que algo no estaba bien a la vez que era muy bromista. Sus explosiones de carácter casi siempre terminaban en un chiste y, así, descuadraba a la gente, se la ganaba. Si íbamos en carretera al llano a veces sacaba la mano por la ventana y le hacía señas agitadas a algún camionero que venía en el carril contrario, como si hubiese cometido una falta, luego subía el vidrio y se moría de la risa. Cuando traía cacería del llano, se hacía pasar por militar y saludaba a los guardias con tal aplomo marcial que se le cuadraban en las alcabalas, luego estallaba de la risa y colocaba en la radio “música americana”; le gustaba siempre estar en onda con lo nuevo. Si entraba a un ascensor lleno de gente hacía comentarios como el siguiente:

—Cómo mataron a esos policías, pobrecitos.

Se quedaba callado. Alguien siempre preguntaba “¿dónde?”, a lo que respondía:

—En una película anoche en la televisión.

A veces lo acompañaba a hacer diligencias. Siempre trababa de caminar por delante de uno, a pesar de la diferencia de edad. Yo me apenaba cuando me presentaba porque decía: “Este es el menor y habla varios idiomas”. A veces me ponía a hablar esos idiomas que, en realidad, no dominaba enteramente. En cualquier lado se encontraba gente conocida y ya bordeando los noventa años les decía:

—Tengo un problema serio, chico.

—¿Qué será? don Carlos.

—Chico, cuando me levanto en la mañana las manos me tiemblan.

—… Bueno, don Carlos, los años no pasan en vano.

—¿Quieres ver lo que me pasa?

Entonces mi padre mostraba las manos y hacía como si le temblaran. El que escuchaba su historia solía tener cara de angustia, de lástima, de compasión. Pero de simular el temblor exagerado hacía luego la señal firme con los puños recogidos y los dedos medios extendidos de ambas manos. La gente siempre sorprendida echaba una carcajada. 

Las manos no le temblaban y no le temblaron cuando ganó el campeonato mundial de tiro al plato ↓en 1961, venciendo a los canadienses, rusos y estadounidenses, entre otras nacionalidades. Habiéndose cumplido diez años de su muerte, y con ese sueño premonitorio que me despertó la mañana de su aniversario, me pareció oportuno hacer este rescate de la memoria de su hazaña deportiva.


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