Caracas puertas adentro

Carlos Enríquez-González en su casa con pizzas, ovnis y vaginas enormes

Carlos Enríquez retratado en su casa por Gaby Oráa | RMTF

15/11/2020

El artista invita a cruzar el portal con una naturalidad que destierra toda picardía. Sin embargo, atento a la reacción del visitante, mantiene bien abiertos los ojos, esos con los que ha visto tanto. Hasta fantasmas. Hasta ovnis. No sea que a alguien desprevenido, si lo hubiera, se le caiga la quijada. 

En el jardín, Carlos Enríquez González convida las pizzas que cuece en el horno de leña. Tiene plantado un bosque de esculturas para el pasmo: vaginas de dos metros y medio de alto de su autoría. Sonrisas verticales y horizontales con extremidades muestran sus dientes. 

En la casa, taller y galería, dibuja —lo hace hasta dormido—. Allí pinta, talla, y están expuestas sus obras provocadoras e hipnóticas, desparpajadas y lúdicas, de tendencia pop y surreal, que cohabitan con los objetos familiares que han ido apergaminándose como referentes. Como reliquias. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Televisores culones y tapetes de ganchillo. Nada ha sido removido del recibidor desde que se mudaron un día de 1965, el cineasta y director de televisión, César Enríquez; su esposa, la actriz de teatro y televisión Violeta González; y los tres hijos, Carlos es el menor. Casa cebolla contiene intactas las trazas de las distintas capas de tiempo. Carlos Enríquez González las preserva. O las surfea. Es un avant garde que deambula entre las marcas de la memoria. 

La escena, si cabe, parece un ejercicio modélico de tolerancia sin tiquismiquis. Podría producirle dentera o admiración a la plural oposición nacional. Parecen interactuar en la estancia las lánguidas figuras de Limoges o Lladró del ceibó con la máquina de videojuegos del rincón que el artista colocó en medio de la sala cual trofeo. Las piezas de cristalería junto a la mesilla de mármol con uno de los dos Astroboy en fibra de vidrio que lleva su firma. Pieza de 1.90, su gemela está en el MACCSI. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

La casa es permanente punto de encuentro de amigos y gente de arte. A la vez que casa para la arqueología, podría seducir a los genios de Pixar. Tal vez por las noches cuchicheen las ingrávidas pastorcitas de cerámica con las obras enmarcadas de su hechura. Quizá el diálogo lo inicie la obra que cuelga en una pared, que evoca los portales cósmicos que tanto atraen a Carlos Enríquez. La pieza podría buscarle la lengua al ejército de vaginas de afuera. “La vagina es el umbral fundamental, del cual venimos todos, el acceso a la creación, a la vida”, asiente. Casa de película, quizá en algún momento tenga lugar la función de Toy Story mil. 

A decir verdad, Hollywood no está desconectado de esta casa única anclada en el sureste caraqueño: Robin Williams, actor que siempre fue aplaudido en la Meca del cine, sumó a su colección no una sino varias obras de Carlos Enríquez. “Sí, conocí en Nueva York a Robin Williams, y a su hijo Zac, también actor, se interesaron por mis piezas…”.  

También, en una reciente subasta, un comprador anónimo se hizo de una de sus ciclópeas piezas que, con las botas que él les diseñó, parece que van a salir caminando. Luego supo que había sido el escultor que tanto admira: Jeff Koons, el del perro enorme que se alza frente al museo de Bilbao. Ambos, el actor de cine y el artista plástico inglés, tan requerido por las cámaras escogieron, del portafolio de Carlos Enríquez, las piezas que representan, acaso celebran de manera desinhibida, la feminidad. Carlos Enríquez prefiere hablar de reivindicación. “Soy feminista, no fetichista”. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Acepta que su trabajo llame la atención. Que sus esculturas, casi caricaturas por la exacerbación detallada y minuciosa de abultamientos y pliegues, concavidades y rutas con que recrea la morfología de frondosos laberintos, provoquen. Embaracen. Acaso es la vía expedita para deconstruir el andamiaje cultural de tabúes y machismos. ¡Las vaginas serían, vaya sorpresa, una provocación! “El arte no es ornato, aunque tenga una estética. Y es revelación, ojalá no solo para el creador”, dice. “Es parte de su condición propia que provoque… que provoque un pensamiento y algún tipo de reacción, incluso un aparentemente inocente bodegón”.

Los artistas, sostiene, han indagado desde siempre en la geometría, el color, la representación de los volúmenes o cómo plasmar la luz. Y la luz, por cierto, es un asunto que lo impacta como fenómeno físico: su trayectoria, su tiempo, su simbología. Interesado en su energía, no resulta difícil la asociación. “A parir se le llama dar a luz”, dice inexpugnable. “La vagina es la luz al final del túnel”.  No apenas el blanco de un inevitable “¡oooh!”.

 ¿Qué lo inspiró a realizar este trabajo? ¿Cómo fue el proceso creativo? ¿Por qué decidió colocarlas allí? “¿Por qué no?”, se encoge de hombros. “¿No merecen nuestro reconocimiento? ¿Quién no querría rendirles pleitesía?”, no se defiende, las defiende. “Todos venimos al mundo por una, y a través de una somos concebidos. Les hago un homenaje. Cada vagina es un puente a la vida”. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

La crítica las ha aplaudido, pero en las primeras de cambio ha inquirido, también cejijunta, que por qué. Más de una mujer lo ha interpelado. Que si acaso detrás de su trabajo hay un interés sexista o el deseo por el no extraño objeto. Que si es machismo y/o cosificación de lo femenino. Que no, responde a todo lo que le han preguntado una y otra vez. “Nada de eso, es devoción”.

Caras largas de labios pulposos vaciados en acrílico, tienen sentido del humor, a la vez que parecen desafiantes. “Son una guerreras”. Él se toma como un hombre de paz. Alguien interesado en torcer enunciados y convenciones, cuando toque, pero sin el ánimo acérrimo del subversivo. Carlos Enríquez es un defensor de la libertad, condición sine qua non para crear. Prefiere, pues, que haya estupefacción a tener que edulcorar las cosas. Disimularlas. Contenerse. Abstenerse.

Entiende que el arte ancestral ha adherido en las figuras de los hombres, con elevada reverencia, el viril y vital apéndice o prolongación al que se le ha ofrendado por los siglos de los siglos. Falos de medidas que no se corresponden, pero dan cuenta del foco cultural, están en piedra y barro, y —en adelante—, en vasijas, recipientes, ánforas. Es la representación del poder. Carlos Enríquez también ha trabajado esas figuras. Lo sexual es un tema que lo conmueve “y nos involucra a todos”. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Está el cuerpo que vemos fragmentado, cuyas piezas exaltamos y que debe poder escoger la sexualidad que desea, el cuerpo topografía, el cuerpo banco de órganos, y están la simbología, las convenidas definiciones y la realidad. Están los axiomas y las partes sombreadas, de límites borrosos, lo polimórfico que podemos ser.  ¿Cómo no interesarse en asuntos tan esenciales? Derretido padre de tres hijos cree que la paleta que nos pinta es más amplia de lo que creemos. “Mi trabajo es espejo de lo que soy”.

Casa nutricia, donde produce y parece que se retroalimenta para hacer su trabajo, da la impresión de que sus pensamientos y razones flotasen como sutiles corporeidades. Como la puesta en escena, su sesera inquieta es también un contenedor para el asombro de sucesos y circunstancias de disímil naturaleza. Lo que razona este atentísimo anfitrión proyecta un inconsciente intenso constituido por la amplia gama de tonos y espesuras de su imaginario personal. El muestrario de sus devociones está en su obra, cuyas pulsiones alimentó un set poblado de cables y luz cenital. 

De la mano de su padre, artista plástico, seguidor de los disidentes y el realizador de La escalinata asistió a las grabaciones en Radio Caracas Televisión de tantas boas. Inolvidable, La fiera. “Fue mi primer maestro de arte”, evoca el exestudiante de la Cristóbal Rojas y la Armando Reverón, que ama la escena.

Gravitan sobre su creatividad, su memoria, sus lecturas, su gusto por descubrir lo obvio y además el encantamiento que le produce observar lo intangible. Puede hablar de física cuántica y el átomo, y sus movimientos impredecibles y “conscientes”, desliza embelesado. “Su comportamiento cuando es detonado y debe atravesar ranuras o chocar contra superficies planas, es siempre distinto, se amalgama o se desintegra sin explicación aparente, es como si decidiera”. 

Carlos Enríquez, de los hermanos el custodio de la casa, quizá a su vez esté custodiado. Atento lector de recetarios de cocina como de textos ancestrales o sagrados, asume como normal que la vida tenga misterios y que en un mismo plano convivan la ficción y la realidad. Si hipnotiza lo que se ve, pues tanto o más lo que no. Según dice, la casa es también el hogar de distintas entidades. 

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Ha visto apariciones. Formas definidas pero etéreas, como vahos. “No sé cómo te sentirás con eso”. Expertos en detectar sus intangibles huellas o presencias le han dicho que en efecto allí ¿vive? un espíritu. Quizá más. Las descripciones de los que tienen sensibilidad para detectar lo inmaterial le permiten confirmar que algunos miembros de la familia no se han despedido de manera definitiva de la casa. Él mismo ha pescado la presencia de formas indefinidas, brumosas —como la sexualidad— y, según relaciona tan campante, también deben estar allí, en casa y en el vecindario, las almas de los pobladores originarios, aquellos que conformaron una tribu que encabezaba el cacique de Macaracuay. “Fueron destronados, por lo que mantienen, tal vez, su reclamo territorial”. 

Nada de esto, sin embargo, le quita el sueño, como tampoco tomar café de noche. El arte sí. Se desvela trabajando. Pero no le teme ni pizca a lo desconocido y su argumento es perfecto: “¿Y qué es lo que sí conocemos? ¿Qué sabemos de nosotros mismos? ¿Acaso no somos unos desconocidos también?”. Lo extraterrestre también es parte de su cotidianidad, es un asunto del que le apasiona y con el que topa sea que viaje a Estados Unidos, suba el Ávila ¡o al techo de su casa!

Mente abierta y ecléctica como ha de ser la de todo creador —va de jeans y franela negra, sin calaveras—, asegura que tiene ese tipo de experiencias “no porque sea alguien particular” (que lo es) “sino porque observo: la gente no ve hacia el cielo”. En tiempos de cabezas gachas —la referencia alude al celular—, él suele alzar la mirada, quizá por eso sus piezas son de altura y seguro por eso la posibilidad de ver más ovnis que el resto y grabarlos. “¿Cómo no creer que hay otras formas de vida?”. 

Allí vio, tuvo a pata de mingo, no le cupo la menor duda, un objeto volador no identificado, “no, no un dron, un ovni”. Se posó e irradió una energía lumínica, una energía colorida que no es de este mundo. “No, no hice nada, ocurrió de repente”, sonríe. Queda la duda, en realidad tantas. ¿Cómo serán los seres de otras galaxias que no pudo ver? ¿Y ellos reconocerían las piezas fucsia y turquesa como vaginas?

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Casa caja de sorpresas, al fondo del pasillo, en un cuarto que llama secreto, almacena con celo los objetos de culto de su colección. Alineados en infinitas estanterías de piso a techo y empacados con el celofán original, un por ahora quieto regimiento de hombrecitos de plástico parece aguardar por un llamado a salvarnos. 

Con sus atuendos distintivos, el catálogo de superhéroes fornidos y enmascarados es infinito. Están los de Japón y los de Estados Unidos. Los que vuelan y tienen capas. Los que mueven los brazos como si bailaran brakedance y los que solo se sientan como Barbie. Todos los protagonistas con superpoderes de su niñez. La barba entrecana y perfectamente podada no consigue hacer el desmentido. “Bueno, Picasso creía que nuestro niño interior es nuestro yo artístico”, sonríe mientras ojea el libro de arte de edición bilingüe que contiene, en francés e inglés, entrevistas con creadores; una suya.

Fotografía de Gaby Oráa | RMTF

Hijo de estrellas, este artista las asume como luces del pasado: “No sabemos si somos como ellas. A las estrellas las vemos hoy, pero hace siglos ya no están”. Lo cierto es que vive en una casa fuera de toda clasificación. Están allí las esculturas que los amigos, conocidos y curiosos, van a admirar en peregrinaciones suculentas —ven su trabajo, comen pizza, compran arte— mientras conversan con el autor de ellas y de las pizzas, de lo humano, lo divino y lo extrasensorial. Casa que pincha neuronas, convenciones y creencias, la habita un creador que no le hace ascos al pasado, lo paranormal, la crisis, los espíritus “y los propios fantasmas”. 

Su madre, en la seguidilla de fotografías en blanco y negro del corredor —caracterizando personajes de telenovelas venezolanas—, quizá haya dado por fin el visto bueno a las vaginas. “Ella tenía con relación a este trabajo cierta reticencia…  creía que yo estaba loco”, concede risueño el que ahora reedita su performance de pizzero experto —expresión de ancestrales genes italianos—, cuando amasa, hace volar la mezcla por los aires y por fin cuece ese platillo volador bajo la atenta mirada de los comensales y de las vulvas gigantes, tetonas, boconas, las vaginas divertidas que llevan lluvia, sol y, por poco, rezos. Son como diosas. 

Carlos Enríquez podría contar con Elisa Lerner para convertir su puesta en escena en una literal crónica ginecológica. Con su obra, podría activar a sus esculturas y promover en Caracas, vía satélite o vía láctea, la hora woodyalleniana del Orgasmtrom. O mostrárselas a Jeniffer López, la que mientras canta repite el gesto de tocársela. Quién quita, quizá sea una clienta en potencia.


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