CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [I]

Fotografía del archivo Cadena Capriles.

10/05/2020

El historiador venezolano Tomás Straka analiza la figura de Carlos Andrés Pérez. Esta es la primera entrega.

La reinvención, una y otra vez

Aquello parecía una crisis de la mediana edad. Emprender a los cincuenta años el cambio de apariencia más radical de la vida era, cuando menos, arriesgado. Pero hacerlo en medio de la Peacock Revolution, con la que los jóvenes demolían casi dos siglos de códigos de vestimenta masculina, era casi temerario. Sin embargo, Carlos Andrés Pérez sabía que estaba en el trance fundamental de su vida, y estaba dispuesto a jugárselas completas. Dejó atrás sus paltós oscuros y grises para asumir esas camisas coloridas, casi chillonas, que hacían recordar a los pavorreales y que en parte le dieron el nombre a la revolución en la moda. Hizo de los sacos a cuadros un signo de su personalidad. Se dejó crecer largas patillas, casi como compensación juvenil a la calvicie que ya se le acusaba. Y en lugar de salir a conquistar veinteañeras, salió a conquistar un país. El éxito fue absoluto.

Afiche de Carlos Andrés Pérez durante la campaña electoral de 1973. Fotografía del Archivo de la Cadena Capriles

A casi medio siglo, la imagen del Carlos Andrés Pérez de la campaña de 1973 parece algo natural. Más aún: para los que nacimos entonces o después de ella (es decir, la mayoría de la población) resulta una composición vintage, un estilo setentoso que remite a nuestros padres y abuelos. Por eso no podemos compulsar bien el tamaño de la jugada, ni todo lo que significó su acierto. Con eso perdemos herramientas para comprender a un hombre tan controvertido y polarizante como fue, y sigue siendo después de muerto, Pérez.

Y perdemos también muchas claves para entendernos como sociedad. Lo amamos o lo odiamos, y muchas veces pasamos de lo uno al otro. Lo elegimos dos veces presidente con un gran caudal de votos. Lo sacamos del poder. Aplaudimos cuando lo encarcelaron, pero después le dimos suficientes votos para hacerlo senador (y eso en la misma elección en la que también votamos también por Chávez). Si algo importante hay en él, es que dice mucho de nosotros. Pocas cosas dan mejor información sobre una persona o una colectividad, que aquellas de las que se enamora o siente repulsión.

Aquel salto a la moda de la época fue sólo uno (aunque tal vez el más espectacular) de los muchos que dio en su vida. Hasta el momento, su imagen había sido la del policía duro que golpeó tanto como pudo a la guerrilla. De ahí logró reinventarse como un líder lleno de carisma, moderno, juvenil, cool, Carlos Andrés, como en el estilo llano de los adecos de llamarse por el nombre de pila y aún se lo nombra coloquialmente… Para después saltar a ser el presidente por antonomasia, el Presidente Pérez, como siempre lo trataron, estando o no el poder. El líder del Tercer Mundo, la figura progresista y, para muchos, populista, para más tarde reinventarse como un reformador rodeado de tecnócratas, que vendría a enmendar mucho de lo que él mismo había impulsado en su primer gobierno. Y con eso, pasar del héroe que todos asociaban con la bonanza, al villano de las reformas neoliberales, el que reprimió a ese mismo pueblo que lo eligió en el Caracazo. Fue el inicio de un largo período como el malo de la película, sobre todo en la narrativa chavista. Para finalmente morir en el exilio, protagonizar con su cadáver un pequeño escándalo, y después de unos meses recibir en Caracas un entierro multitudinario. Es la última, hasta el momento, reinvención de su figura: la que un sector de la sociedad ha hecho de su recuerdo. El villano de los años noventa se volvió el mártir, el que tuvo razón y no le hicimos caso, el hombre sabio al que desoímos y ahora nos interpela desde ultratumba en multitud de memes y stickers que circulan por la red.

Es, entonces, la mutación perpetua la que parece acompañar a Carlos Andrés Pérez. El policía/el candidato a la moda/Carlos Andrés/el Presidente Pérez/el progresista del Tercer Mundo/el neoliberal/el villano/el mártir y héroe se suceden en una biografía que aún aguarda por ser realmente investigada.

Esas patillas y paltós a cuadros del 73 reflejan al menos tres cosas fundamentales de su personalidad: una enorme aptitud para la reinvención, un deseo no menos grande por dar grandes saltos hacia lo nuevo, lo más moderno; y una valentía que en ocasiones podía rozar la temeridad. Pérez, como pocos, fue una invención de sí mismo. Tenaz en alcanzar sus objetivos, amplio en sus ambiciones, con lo que eso puede tener de bueno y de malo; insuflado de pasión política, definitivamente comprometido con los valores del proyecto democrático del que formó parte. Con unas ganas enormes de hacer historia, en cada trance hizo lo que consideró que tenía que hacer para alcanzar sus metas. Si a alguien le calza la frase almodovariana de que nunca se es más auténtico como cuando uno se parece a lo que ha soñado de sí mismo es a Carlos Andrés Pérez.

En el camino, a nadie dejó indiferente. Se le amó y se le odió. Todos tienen alguna opinión de él. Sin embargo, no es demasiado lo que sabemos. Hay, por supuesto, un estudio histórico, el de Michael Tarver, The Rise and Fall of Venezuelan President Carlos Andrés Pérez: An Historical Examination, de dos tomos (2001-2004). Agustín Blanco Muñoz le hizo una larga e iluminadora entrevista. También se cuenta con muchas investigaciones periodísticas, algunas tan importantes como el best seller de Mirtha Rivero La rebelión de los náufragos (2010), o el trabajo de Ramón Hernández y Roberto Guisti Carlos Andrés Pérez: memorias proscritas (2006); millares de entrevistas, reportajes, testimonios de personas cercanas o lejanas, de enemigos acerbos y de leales amigos; estudios de los contextos políticos y económicos en los que actuó, y muchos, muchísimos rumores. Sin contar los miles de documentos oficiales que se produjeron y publicaron en sus gobiernos. Y los muchos miles más de fotografías y materiales audiovisuales, algunos ya usados en el documental de Carlos Oteyza, CAP, dos intentos (2016). El presente texto está muy lejos de ser una sistematización de todo esto. Sólo aspira a trazar algunas ideas, unas hipótesis que nos ayuden a entenderlo mejor, que tal vez sirvan de guía para ubicarlo en nuestra historia, en lo que somos.

Porque de eso se trata. De nosotros mismos. La fascinación por Carlos Andrés Pérez expresa resortes esenciales de una sociedad que de diversas formas él logró tensar. En ocasiones llega a ser tan así que genera conmoción, que se hace incómodo para propios y extraños. Si fue un hombre empeñado en inventarse y reinventarse, se debió en gran medida al deseo de acompasarse con una sociedad cambiante, de poderla expresar y enamorar. Y en gran medida, también, a que de algún modo él palpitaba en su misma dirección. 

Primer acto: el policía malo

El Pérez que en 1973 adoptó algunos de los coletazos de la Peacock Revolution era el hombre menos probable para un look cool. Ya era un político conocido, pero no precisamente un buen candidato. De hecho, entonces pocos hubieran podido imaginar a los otros Pérez que aparecerían después. En ese momento se le recordaba, sobre todo, como el ministro de Relaciones Interiores bajo el gobierno de Rómulo Betancourt. Como tal, era responsable de la célebre y polémica Dirección General de Policía (Digepol), la policía política que enfrentó y dio algunos de sus peores golpes a la subversión. Ese Pérez de la Digepol es el primer acto de una historia que pocos entonces podrían imaginar tan larga. Y fue el primero que conoció el venezolano común.

Rápidamente ganó fama de duro. Incluso de implacable. O en todo caso la confirmaba, porque ya tenía algo de ella, al menos entre los más cercanos. En 1948, cuando derrocaron a Rómulo Gallegos, fue de los que intentó un contragolpe en Maracay. Encarcelado y enviado al exilio, regresó al país para unirse a la Resistencia. Capturado, encarcelado y desterrado otra vez, cuando en 1956 se debeló un atentado contra Marcos Pérez Jiménez, el jefe de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, lo señaló como su organizador. Era, pues, Carlos Andrés Pérez, un hombre de armas tomar, cosa que Betancourt debió tener muy en canto al nombrarlo sucesor de Luis Augusto Dubuc. Y la decisión pareció ser acertada. No hay una investigación sobre la gestión de Pérez enfrentando a la subversión, pero sí sabemos, en parte porque él reconoció, en parte por lo que han contado terceros, que fue muy hábil infiltrando a los grupos que conspiraban. Una combinación de inteligencia, interrogatorios y dinero, generó una gran cantidad de delaciones, en lo que sería uno de los puntos débiles de la guerrilla venezolana.

Pero como suele suceder, la izquierda no tardó en sacar provecho propagandístico de su actuación: logró crear la imagen de un Carlos Andrés Pérez asesino (esa fue la palabra que le adhirió) y agente de la CIA. Lo primero no ha sido comprobado. Si en medio de la lucha hubo excesos, si se dieron palizas en los interrogatorios o muertes en circunstancias que generan sospechas, hasta el momento no se ha podido vincular a Pérez directamente con ellas. De lo segundo no se habló demasiado en la campaña, pero ya como presidente generó una verdadera tormenta en 1977. Ese año, The New York Times publicó un informe en el que se afirmaba que había estado en la nómina de la CIA. Pérez exigió un desmentido y movió toda su diplomacia, entonces importante, para lograrlo. Aquello pareció molestarlo especialmente, ya que lo siguió desmintiendo toda la vida. En la larga entrevista que le concedió a Agustín Blanco Muñoz, al final reconoció que la CIA actuaba en Venezuela, pero no de forma concertada con el gobierno. Hay que admitir que eso suena, como mínimo, difícil de creer, sobre todo tratándose de estrechos aliados, pero quien escribe no tiene cómo desmentirlo. Tal vez investigaciones futuras aporten mayor luz.

En cualquier caso, ninguna de las dos acusaciones pareció haber hecho mella en sus electores de 1973. O no las creyeron, o si alguno las creyó, no le dio mayor importancia. Al cabo, si había sido duro, eso fue contra una insurrección muy impopular, que apoyada con dinero y armas del exterior quería acabar con un sistema democrático. Y si después, en el quinquenio que pasó como parlamentario, fue siempre el policía malo cuando se discutía cualquier cosa referida a la guerrilla, eso también parecía estar conforme a la línea mayoritaria de los venezolanos, adecos o no. Fue además el quinquenio del desembarco en Machurucuto y el asesinato de Julio Iribarren Borges. Los asesinos, para los venezolanos comunes, eran los guerrilleros, indistintamente del escándalo por la ejecución de Alberto Lovera. Hubo abusos, que en general el gobierno reconoció, permitiendo el debate parlamentario y el escrutinio de la prensa, muchas veces simpatizante de los guerrilleros. Para cualquier venezolano que hubiera vivido la dictadura militar o el gomecismo podría parecer insólito ver que esas polémicas se discutieran en voz alta y en las primeras planas.

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Puede leer las otras entregas: 

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [II]

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [III]

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [IV]

 

 


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