Perspectivas

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [III]

24/05/2020

Imagen del Archivo Fotografía Urbana

El historiador venezolano Tomás Straka analiza la figura de Carlos Andrés Pérez. Esta es la segunda entrega. Puede leer la primera parte haciendo clic aquí y la segunda aquí.

La Gran Venezuela, fin del segundo acto

El esfuerzo de Carlos Andrés Pérez por ser líder del Tercer Mundo tenía un correlato: el de Venezuela como un ejemplo de país estable, pacífico y libre. No se trató sólo del boom petrolero y todas las posibilidades que ofreció, que sin duda se emplearon en la diplomacia. Había respeto. Una democracia que iba para 20 años, con cuatro elecciones consecutivas, con posibilidades de que la oposición ganara y se le entregara el poder; una democracia que había erradicado la malaria en 1960 (es verdad, producto de un esfuerzo de treinta años, pero lo había sabido rematar), que había tenido la mayor victoria contra las guerrillas de la historia, que recibía exiliados de todo el continente, que desarrollaba una red impresionante de viviendas, autopistas y hospitales. Eso era lo que representaba Carlos Andrés Pérez. De un país así, aparentemente modelo, era presidente el Presidente Pérez. Eso le daba una credibilidad que ninguna cantidad de petrodólares podía comprar.

¿Que hubo megalomanía en su vocación de líder internacional? Es una acusación que se le hacía y que hay que dejar ahora a la psicohistoria. ¿Que era un ambicioso? Bueno… ¿quién que le dedica su vida al poder no lo es? Aunque hay muchas formas de ambición política. En demasiadas ocasiones se limita al poder en sí mismo o al dinero. Pérez tenía ambición de historia. Eso no tiene por qué excluir la megalomanía, el ansia de poder o el apetito por el dinero, pero siempre poner una meta más alta. Hacer una diferencia en la historia de la sociedad. Si quería cambiar el mundo, debía comenzar por la casa. Sobre todo cuando los cambios de esa casa eran la base que legitimaba el proyecto internacional.

El sueño de cambiar radicalmente a Venezuela tenía un nombre: «La gran Venezuela». Al parecer, la palabra fue inventada por Gumersindo Rodríguez. Nombrado ministro de Cordiplan y jefe del gabinete económico, se convirtió en el gran arquitecto de la administración. A él se le debe el ambiciosísimo V Plan de la Nación. La meta era clara: convertir a la Venezuela de entonces en «La gran Venezuela» del año 2000, es decir, un país desarrollado. La verdad es que los cambios vividos desde la década de 1930 (pensemos nada más en lo dicho anteriormente en la relación de los gochos con los centrales) habían convencido a todos que, de seguir el ritmo, en efecto faltaba poco para llegar al desarrollo. ¿Por qué, entonces, no aplicar más democracia con energía, redoblar la velocidad con el montón de dinero de la fabulosa lotería del boom petrolero, y saltarnos varios pasos? ¿Por qué, si en tantas otras cosas habíamos resuelto en treinta años lo que a otros países les había costado doscientos, no rematar la faena de una vez?

Veamos algunas cifras. El chorro de petrodólares se reflejó en un crecimiento del producto interno bruto (PIB) no petrolero de 9,6%, en promedio por el quinquenio. En algunos sectores, como la construcción, el crecimiento fue del 20% sólo entre 1975 y 1977. Las reservas internacionales saltaron de 2.412 millones de dólares en 1973, a 9.243 millones de dólares en 1975. El PIB per cápita subió de unos dos mil dólares en 1974, a cuatro mil en 1979. El PIB de la construcción llegó a subir hasta un 20% en tres años, con todo lo que implica la industria de la construcción como motor de la economía. Ya dijimos que sólo en el primer año hubo un superávit de ingresos públicos por 4 mil millones de dólares (unos 20.000 millones de hoy). Sobraba, pues, dinero para hacer de todo. O al menos eso creímos…

Así, durante 1974, Pérez emite una serie de decretos que cambian para siempre a Venezuela. El 31 de mayo promulgó tres, los decretos 122, 123 y 124 que, respectivamente, establecían por primera vez en la historia de Venezuela el salario mínimo, el aumento general de los sueldos y la indemnización del trabajador en todos los casos de cesación de la relación laboral. El salario mínimo se ubicó así en unos 100 dólares de la época (más de 500 dólares actuales). Poco después decretó la Ley contra los despidos injustificados (8 de agosto de 1974), básicamente estableció la inamovilidad laboral, dictaminando el cobro doble de las prestaciones sociales para los empleados despedidos de forma que la ley no consideraba justificada. Los venezolanos más pobres ganaban 100 dólares, no podían ser despedidos de sus trabajos y si los despedían les multiplicaban por dos sus prestaciones. Los empleados medios ganaban cerca de unos 200 o 300 dólares (cerca de 1.500 dólares de hoy) y un profesor universitario del más alto escalafón cobraba alrededor de los 2000 dólares (esos son unos 10.000 dólares actuales). ¿Quién no ama así a Carlos Andrés?

Sin embargo, no se trató sólo de poder comprar estrenos para toda la familia en Navidad, de ir a Miami de compras (o, según los recursos, a Curazao o a Margarita, declarada puerto libre en noviembre de aquel agitado 1974), o de beber suficiente whisky como para convertir a Venezuela en la quinta consumidora mundial per cápita. Las cifras en términos de obras públicas, recogidas por el historiador Mario Buffone, son abrumadoras: cuarenta y ocho centros universitarios, sesenta y seis centros hospitalarios, 135 bibliotecas, treinta y cuatro embalses, 33.759,8 kilómetros de vialidad, nueva o refaccionada; 143.398 viviendas; se aumentó la producción de energía eléctrica en 4.828 megavatios y el suministro de agua potable en 1.175 millones de metros cúbicos. El momento en el que tener acceso a agua corriente, electricidad y una vía pavimentada comenzó a hacerse común en toda Venezuela, fue en este quinquenio. Con el programa de becas de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho (Fundayacucho), creado en 1975, el venezolano que lograra ser admitido en una universidad de cualquier parte del mundo, contaba con la matrícula y buenos estipendios de manutención, de dos o tres mil dólares de la época (¡como unos nueve mil dólares de hoy!). Sin duda, el programa era munífico, en realidad pródigo, y tal vez no fue lo suficientemente riguroso a la hora de solicitar rendición de cuentas, pero estaba en la línea de crear a esos nuevos venezolanos altamente capacitados, que dirigirían la Gran Venezuela. En balance, todos nos hemos beneficiado de un modo u otro con el programa. Bien por haber sido atendidos por médicos con una formación de primera, o haber tenido profesores muy bien preparados, o por los extraordinarios gerentes con los que llegó a contar PDVSA o el sector privado.

Luis Carbonell, director del IVIC, estrecha la mano del presidente Carlos Andrés Pérez en 1978. Imagen del Archivo Fotografía Urbana

Aquello fue lo que el antropólogo Fernando Coronil llamó “el Estado Mágico” en su máxima expresión: como por arte de magia, como un multimillonario pródigo, creaba escuelas, carreteras, casas, hospitales, empleos, créditos, becas, lo que se quisiera, aparentemente, sólo con chistar los dedos. Y nada de esto se compara con el sentimiento que generaron las dos grandes decisiones de la administración Pérez: las nacionalizaciones de las industrias siderúrgica (1975) y petrolera (1976). Después de décadas viendo que la principal riqueza del país era explotada por empresas extranjeras, convencido a un mismo tiempo de que no tiene capacidad para administrar la industria, y de que está perdiendo una parte importante de las ganancias, poder controlarla, poder usar toda la renta (¡que en medio del boom era inmensa!), para impulsar el desarrollo del país. Era el sueño, y Pérez lo hacía realidad. La verdadera fiesta nacional que produjo la nacionalización merece una buena crónica. Baste la imagen de la multitud exultante que acompañó al presidente desde el Congreso, donde firmó el decreto de nacionalización, hasta el Panteón Nacional; o la gran celebración de chimbángueles en Zumaque el 1 de enero de 1976, para compulsar la alegría nacional. Es probable que desde ese día los venezolanos no hayan vuelto a tener un momento similar de tanta felicidad y esperanza en el porvenir.

Sin embargo, las cosas no resultaron así. Ya para 1977 la energía estaba recalentando al país. Como quien quiere salvar con velocidad la distancia de una carrera de resistencia, Venezuela empezaba a jadear.

Segundo entreacto: fuera del poder

¿Por qué, con todas esas cifras, Acción Democrática perdió las elecciones de 1978? Como en todo, confluyeron muchos factores, pero destaca el hecho de que muchas personas comenzaron a pensar que se había ido muy lejos, que el experimento estaba siendo demasiado audaz, que ya se veían signos de que todo eso iba a terminar muy mal.

Cuatro cosas que van a seguir caracterizando a Venezuela hasta la actualidad se hicieron patentes al final del gobierno: el crecimiento del Estado, las denuncias de corrupción, la inflación y la deuda. Otra, menos clara para el ciudadano común, ya se anunciaba para los especialistas: la economía en realidad empezaba a declinar. La cantidad de proyectos creó la necesidad de buscar financiamiento para cubrirlos. Aunque los ingresos siguieron siendo enormes, el gran salto necesitaba de más dinero del que había disponible, y como los precios del petróleo se auguraban altos (de hecho, siguieron subiendo por unos años), era fácil obtener financiamiento. Según cálculos de la CEPAL, la deuda externa pasó de 10.800 millones de dólares en 1977, a 16.400 millones de dólares en 1978. Si pensamos que para 1974 estaba en alrededor de dos mil millones de dólares, el ritmo del endeudamiento fue enorme, aunque como también lo fue el del aumento de los ingresos, para ese momento se trataba de algo manejable. Por supuesto, era difícil prever que muy pronto dejaría de serlo así.

La inflación fue otro resultado del recalentamiento de la economía. Con una inyección tan grande de gasto público, la inflación pasó de un promedio de 1,6%, entre 1960 y 1972, a 10,18% en 1975, ubicándose después en algo más de un 7%. Comparado con la hiperinflación más larga de la historia que ha vivido Venezuela en los últimos años, aquello parece insignificante, pero en su momento generó alarma e impulsó el establecimiento de controles de precios. Un amplio abanico de productos y servicios, desde las arepas en las areperas hasta las entradas al cine, se sometió a estos controles. Hoy sabemos que no sólo no sirven para frenar la inflación, sino que justo propician lo contrario, como se demostró sobradamente en los siguientes años, pero eso no estaba tan claro a mediados de los setentas (y se ha visto que sigue sin estarlo para mucha gente), y además encajaba bien en la idea de que el Estado debía ser el gran director de orquesta de la economía del país.

De hecho, si una herencia quedó de aquella gestión fue un Estado varias veces más grande que el existente en 1974. Ese mismo año, por ejemplo, se reformó la Ley del Banco Central de Venezuela, eliminándose la participación de accionistas privados y estableciéndose que todos sus directores fueran empleados públicos. Aunque por muchos años siguió trabajando con notable profesionalismo, a la larga esa falta de autonomía se pagó caro. Ese mismo año se estatizó la Cadena Venezolana de Televisión, siendo rebautizada como Venezolana de Televisión. Se nacionalizaron las playas, o en todo caso se restituyó su uso público, prohibiéndose playas privadas para los hoteles. Para la administración de la industria petrolera se creó la empresa más grande de Venezuela y, en su área, una de las más grandes del mundo, Petróleos de Venezuela Sociedad Anónima (PDVSA), a la que se le transfirieron los activos y el personal de las compañías estatizadas. Otro tanto pasó con la industria minera. En 1978 se estatizaron las empresas eléctricas privadas (menos la Electricidad de Caracas).

El presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, junto a Carlos Andrés Pérez en el Palacio de Miraflores en 1978. Fotografía de National Archives and Records Administration | Wikimedia Commons

 

La lista es mucho más larga, pero con lo dicho queda claro el modo en el que la economía del país (el petróleo, el hierro, la electricidad y las finanzas) quedaron en manos del Estado. En 1974 si algo marcaba una diferencia entre el gobierno de Pérez y los anteriores, fue su necesidad de hacer laboriosos pactos para poder gobernar con un Congreso sin mayoría. En 1979, ya no era el gobierno, sino el Estado el que no necesitaba realmente de grandes consensos con el sector privado: estatizadas las grandes empresas del petróleo y el hierro, que implicaban más del 80% de las exportaciones, y el Banco Central de Venezuela, al que por ley tenían que ir los dólares recibidos por el petróleo, el papel de los empresarios y de los sindicatos se fue haciendo cada vez menos relevante. Es razonable pensar que la razón por la que Pérez o los siguientes presidentes no maniobraron para romper a su favor las reglas básicas del juego democrático, fue por su compromiso con el sistema. Pero lo ocurrido después de 1999 demostró el margen de acción que la concentración de tanto poder económico en el Estado, le otorgaba a quien lograra controlarlo con una holgada mayoría parlamentaria.

Y eso llevó a otra cosa: grandes cantidades de dinero y pocos contrapesos son la combinación perfecta para la corrupción. Aunque no puede decirse que antes de 1974 la democracia careció de ella, en comparación con lo que había sido Venezuela, en particular con las dictaduras de Gómez y la militar de 1948 a 1958, la democracia quedaba de forma abrumadora como más decente. Los líderes democráticos tuvieron grandes enemigos que los acusaron de todo. De Betancourt, por ejemplo, que en su momento fue mucho más polarizante que Carlos Andrés Pérez, podría hacerse un volumen con la larga y florida lista de imputaciones que le hicieron. Pero la idea de que había hecho manejos turbios de las finanzas era algo tan inverosímil que ni sus peores enemigos, como Rafael Leonidas Trujillo, Fidel Castro, los perezjimenistas exiliados, los guerrilleros locales, Arturo Uslar Pietri y los medinistas, se molestaron en hacerle. Por lo menos no de forma sistemática. En casos como el de Rafael Caldera el tema de la honorabilidad jamás fue puesta en cuestión. Eso cambió con Pérez. Bajo su mandato comenzó a asociarse la democracia con la corrupción, al menos de forma sistemática.

“Los doce apóstoles”, como llamó Pedro Duno en un libro exitosísimo del mismo título, a los empresarios que, según denunciaba, se habían enriquecido por sus relaciones privilegiadas con Pérez, fueron sólo un costado de los escándalos y rumores, que cada vez eran más grandes. El mismo Pérez estuvo cerca de ser enjuiciado en 1980 por el sobreprecio en la compra del buque Sierra Nevada. De hecho, la Comisión de Ética de Acción Democrática lo sancionó y se esperaba que el Congreso también lo hiciera, lo que pudiera haberle cerrado la posibilidad de postularse a una reelección en diez años. Al final eso no ocurrió, pero Pérez, al que ya nadie acusaba de asesino, comenzó a ser acusado de ladrón. Es un tema del que aún queda mucho por investigar, aunque existen estudios importantes, como el de la historiadora Ruth Capriles Diccionario de la corrupción en Venezuela (1989), o lo consignado por Fernando Coronil en su famoso El Estado Mágico (1997).

Lo de la Comisión de Ética de su partido fue leído como una prueba de la división entre betancuristas y perecistas. Se sabía que Betancourt no había estado completamente de acuerdo con la estatización de la industria petrolera, que desaprobaba la cercanía a los guerrilleros y a Fidel Castro (en un texto de 1977 lo escribió sin rodeos: sólo quiere nuestro petróleo) que temía por el manejo de la economía, que temía fuera a dar a una hecatombe, y que lo indignaba mucho todo lo que se oía sobre la corrupción. En 1978 volvió a la política activa, apoyando a Luis Piñerúa Ordaz, de la vieja escuela, en su carrera presidencial. No sabemos qué tan lejos llegaron las diferencias entre el líder fundador del partido y CAP, pero la sorpresiva muerte del primero en 1981 acabó con el asunto.

Para 1980 la fortuna parecía haberle dejado de sonreír a Carlos Andrés Pérez. Aunque la posibilidad de que, tras pasar los diez años que imponía la Constitución como lapso para que los expresidentes se volvieran a lanzar, él se presentaría, tanto en el partido como en el país había importantes corrientes que no sólo se le oponían, sino que francamente lo detestaban. Por otro lado, el mundo de los ochenta estaba cambiando. La edad de oro de la socialdemocracia estaba llegando a su fin. El boom petrolero que hizo navegar a Venezuela en dólares, para Europa y los Estados Unidos había significado recesión. Ya no era la hora de Willy Brandt u Olof Palme, sino de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, de la disciplina fiscal, del Estado reducido. Venezuela, por su parte, había entrado en una crisis, que pronto se probó mayor de lo que nadie había imaginado.

Viajando por el mundo, participando en multitud de foros e instancias multilaterales, actuando en la Internacional Socialista, Pérez pudo compulsar aquello de cerca. Tal vez comenzó poco a poco a hacer una privada autocrítica de su gestión. Para quien ya se había reinventado tantas veces, no debía ser un problema reinventarse otra vez. Su historia estaba lejos de terminar.

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Puede leer las otras entregas: 

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [I]

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [II]

CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [IV]


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