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El historiador venezolano Tomás Straka analiza la figura de Carlos Andrés Pérez. Esta es la segunda entrega. Puede leer la primera parte haciendo clic aquí, la segunda aquí y la tercera aquí.
Tercer acto: el Gocho para el 88
Ahora la tarea de modernizar la imagen se dejó en manos de un profesional: Giovanni Scutaro. La Peacock Revolution había pasado de moda y el Presidente Pérez llevaba años vestido de estadista. Había que reconstruir al candidato, y pocos podían hacerlo mejor que el joven y talentosísimo diseñador venezolano. De ese modo quedaron atrás las camisas chillonas y los sacos a cuadro, para que hiciera su irrupción una línea de chaquetas deportivas que ayudaron a subrayar una vez más el carácter dinámico del ahora hombre de sesenta y seis años.
Una vez fueron las giras trepidantes por el país, la gran inversión en cuñas, materiales de promoción, posters, actos de masas, el mantra de “el Gocho para el 88”. José Luis Rodríguez, entonces en la cumbre de su carrera, vino a acompañarlo en una gran concentración con las mujeres. El éxito fue absoluto: Pérez nuevamente vapuleó al contrincante más cercano, Eduardo Fernández, de COPEI, sacándole doce largos puntos de ventaja. Scutaro tendría ahora que actualizar el guardarropa de un presidente, vitrina especialmente favorable para dejar ver sus diseños. En adelante, su clientela se extendería, según se puede leer en diversas informaciones sobre su carrera en Internet, a personalidades que han ido desde Juan Gabriel a Hugo Chávez. Sin duda, él fue el gran ganador de aquella campaña. A El Presidente, como fue promocionado Pérez, no le iría tan bien.
Tres cosas ayudaron a regresarlo a Miraflores: la dura crisis de los años ochenta, el recuerdo de la bonanza de su primer gobierno y el amor que seguía sintiendo por él la mayoría de los venezolanos. Si para muchos El Presidente había sido el gran causante de los problemas del país, para otros era el hombre al que debían los años más prósperos de su vida. Por supuesto, en ello hubo no poco de incomprensión sobre el papel del boom petrolero, que no se debió a sus acciones, o de las consecuencias de la expansión del gasto público y la contratación de deuda. Como pasaría muchas veces más en los siguientes años, el venezolano promedio no tiene una idea clara (y a veces parece no tener ninguna), de cómo funciona su economía, de qué es lo que ha permitido la magia del Estado Mágico. Un porcentaje muy grande aspiraba a que esa magia siguiera funcionando y que, nuevamente, con una especie de chistar de dedos, lograra poner las cosas en 1975. Si en la campaña de 1973 algunos le gritaron “asesino”, en la de 1988 no faltó quien le espetara lo de “ladrón”, pero otra vez eso no hizo mella en las multitudes que deliraban por él.
La década transcurrida entre el final de su primera presidencia y el inicio de la segunda fue particularmente traumática. Tal vez vistas las cosas desde hoy, se pueda decir con cierta razón aquello de “éramos felices y no lo sabíamos”, pero pasar de un poco más de 20% de pobreza a alrededor de 40% (los porcentajes varían según el método empleado, pero no esencialmente), expresa mejor que cualquier otra referencia el impacto de la crisis del modelo económico. Una sucesión de golpes impidió que la fiesta de los setenta continuara: la necesidad de devaluar la moneda en 1983 en el famoso “Viernes Negro”, el sistemático aumento de la inflación, que no sólo se ubicó en dos dígitos, sino que se mantuvo rondando el 20%; la crisis de la deuda y finalmente la caída de los precios del petróleo en 1985. Para 1983 Jaime Lusinchi había ganado las elecciones usando dos eslóganes que dibujaban el estado de ánimo imperante: “Esto no lo aguanta nadie” y “Con AD se vive mejor”. Aunque los primeros años de su gobierno lograron equilibrar la economía, el colapso de los precios petroleros hicieron usuales en la cotidianidad venezolana algunas cosas que con el tiempo no hicieron sino aumentar: control de cambio, escasez, inflación, devaluación. Aunque en grado mucho menor, Venezuela sentía que también se sumergía en la “década perdida” de América Latina.
El voto por Pérez fue una ratificación de la esperanza en AD. De algún modo la popularidad de Lusinchi logró sortear muy bien los embates de la economía y los escándalos de corrupción que se ventilaban en los medios. Pero sobre todo era la apuesta, casi desesperada, de que El Presidente podría obrar el milagro y poner las cosas como quince años atrás. Y en efecto, el candidato ganador venía con la convicción sincera de querer cambiar las cosas. Una vez más, como en 1974, sentía llegado el momento de dar un gran salto modernizador. Pero ahora estaba convencido de que la modernidad se enfilaba hacia otra parte.
Cuarto acto: el villano “neoliberal”.
Llegamos al Carlos Andrés Pérez que todos recuerdan. El amado o detestado del día de hoy. El de las redes sociales y los discursos de Hugo Chávez. El hombre sabio, el que tenía razón pero al que no oímos, o el villano que encarna todo lo malo de la Cuarta República. Si hay algún joven que ha leído la serie de artículos que ha precedido a este, es muy probable que se haya sorprendido con las políticas que impulsó en los setenta. A muchos opositores debe dejarlos completamente perplejos, viéndolo poner controles de precios, estatizando empresas, tendiendo lazos con el Tercer Mundo, intimando con Castro y los sandinistas. Y a los chavistas seguramente dejará confundidos saber que el Comandante no sólo no fue el que nacionalizó el petróleo, sino que en muchas cosas no hizo más que radicalizar medidas instituidas treinta años atrás. El parecido con Chávez es de esas cosas que pueden ofender a todos, que en ambos lados puede generar motivos para el espanto, pero con la que tenemos que lidiar como sociedad. Especialmente cuando los venezolanos pasamos del amor al odio cuando Pérez decidió cambiar, y después nos lanzamos a los brazos de quien ofreció algo con cierto aire de familia a la Gran Venezuela.
Pero dicho esto, son necesarias algunas precisiones. Parecido no significa igual. Y las diferencias son esenciales tan pronto nos detenemos un poco más. En los setenta nunca se planteó acabar con el capitalismo ni con las reglas de la democracia representativa (ya vimos que hubiera podido estar en condiciones de hacerlo). Las estatizaciones por lo general fueron con base en acuerdos y mediando un pago. Por mucho que se puedan hacer observaciones a la administración de los recursos, el endeudamiento se mantuvo en términos manejables. Tan pronto la inflación llegó a 10% se hizo un esfuerzo para bajarla a un dígito, y las realizaciones inclinan la balanza abrumadoramente hacia Pérez: aumentar en más de cuatro mil megavatios la producción eléctrica, los 33 mil kilómetros de vialidad o los 66 centros hospitalarios, todo eso en cinco años, es algo que simplemente no tiene comparación con lo que la administración Chávez hizo en trece años.
Pero sobre todo el parteaguas fue el Gran Viraje. Evidentemente, se trató de un desafío fácil para alguien que ya se había reinventado varias veces en la vida, que tenía una perspectiva de los problemas muy distinta a la de sus electores promedio, y tampoco -hay admitirlo- sufrió las consecuencias de la crisis económica, como los venezolanos que poco a poco vieron su vida empeorar. Por otra parte, los agarró completamente por sorpresa. Durante la campaña electoral no se hizo mención (o en todo caso no de forma lo suficientemente clara) de un cambio con respecto a lo que había sido el gobierno anterior. De hecho, fue en medio de esa campaña en la que dijo aquello de que el FMI era la “bomba-sólo-mata-gente”. Pero halló las arcas prácticamente vacías y había pocas alternativas distintas a la de buscar asistencia financiera internacional. Al igual que en 1973, se rodeó de un grupo de jóvenes y talentosos outsiders, en algún modo cosecha de todo el esfuerzo del programa de becas de Fundayacucho. Miguel Rodríguez, Moisés Naím y Ricardo Hausmann fueron los rostros más visibles de un equipo de tecnócratas que tenían el propósito de poner orden en la economía. Venezuela entraba así al Consenso de Washington, como se llamó a la ola neoliberal que entonces envolvió a América Latina.
El 16 de febrero de 1989, catorce días después de una fastuosa toma de posesión en el Teatro Teresa Carreño en la que Fidel Castro fue figura estelar, se anunció un paquete de medidas económicas, “El Paquete”, como quedó en el imaginario de los venezolanos. Comparado con otras medidas de shock aplicadas entonces, fue más bien tibio, pero el impacto en una sociedad ya bastante traumatizada y, sobre todo, a la espera de exactamente lo contrario, fue enorme. El Presidente, una vez pródigo en subsidios y aumentos de sueldo por decreto, en controles de precios y préstamos, ahora hablaba de liberar y unificar el cambio, subir el precio de los servicios públicos, las tarifas del transporte, y una de las grandes formas de subsidio en Venezuela: la gasolina. De reducir el déficit y de levantar los controles de precios. Once días después, el 27 de febrero, la subida del precio del transporte público desató un conjunto de protestas que pronto devinieron en saqueos. La lenta respuesta del Estado, evidentemente agarrado por sorpresa, y el efecto de demostración de la televisión, que las transmitió en vivo, hicieron el resto. El llamado Caracazo se extendió en la capital y otras ciudades por dos días más, hasta que finalmente el Ejército retomó el control, pero al costo de un número de muertos en torno al cual aún no hay consenso, y que va de trecientos a los que otros calculan en un par de miles.
Ni el Paquete ni Pérez sobrevivieron realmente al Caracazo. En realidad, tampoco lo sobrevivió el sistema democrático nacido en 1958. Algunas medidas se suspendieron, pero de forma abrupta la popularidad del presidente se vino abajo y, con ella, la de los partidos, y finalmente el régimen. Es algo de lo que un sector muy amplio de la sociedad (incluyendo a quien escribe), considera uno de los peores errores de nuestra historia, pero si vemos las cosas desde la perspectiva de un venezolano promedio de 1990, al menos se puede explicar. La liberación y unificación del cambio significó, por ejemplo, que los dólares preferenciales a 4,30, a 6 y a 7,50 bolívares según el rubro, se unificaron en un solo cambio libre a alrededor de 37 bolívares por dólar. En un país que importaba gran parte de lo que consumía, o los insumos de lo que producía, esto sólo era posible con la suspensión de los controles de precios. El golpe que eso significó en los precios fue contundente: la inflación llegó al 80% para finales de año (en 1988 habían sido de 29,5%). Aunque eran medidas que a la larga equilibrarían las cuentas como, de hecho, hicieron en muchos países (la inflación, por ejemplo, de ser un problema en América Latina dejó en los noventa), los venezolanos consideraron el costo demasiado alto. Poco importó que los indicadores macroeconómicos auguraran lo que algunos ya veían como un milagro: después de una contracción del -8,57% del PIB en 1989, en 1990 el crecimiento fue del 6,47% y en 1991 de un espectacular 9,73%. Era un despegue. La inflación también se comenzó a controlar, y bajó al 40,6% en 1990 y al 34,20% en 1991. El fisco comenzó a tener superávit en 1990 y el volumen de las inversiones, por decirlo en términos muy amplios, se duplicó.
No es cuestión de detenernos en la narración de los hechos ocurridos entre 1992 y 1993, cuando finalmente Pérez fue sacado del poder. El asunto fue que en su conjunto, desde el empresariado (o al menos un sector importante), opuesto a una apertura para la que no tenía competitividad, hasta las logias militares que venían formándose desde la década de 1970 y que hallaron en la impopularidad del gobierno una oportunidad para rebelarse (tales fueron los golpes de 1992), en su conjunto, mayoritariamente, la sociedad venezolana se opuso a los cambios. Había, sin duda, razones para ello. Su costo social era alto, sobre todo para unas personas que ya estaban desesperadas, pero aún no tanto como quienes han vivido la hiperinflación o situaciones de franco colapso económico. Básicamente, todos consideraban, desde su particular visión de las cosas, que el sacrificio era excesivo e ilegítimo. Hay que recordar la extendida certeza de que se es país rico y que sólo se necesitaba un poco de buena administración para volver a la bonanza de los años setenta. De hecho, para eso se acababa de reelegir a Pérez. Por último, los escándalos de corrupción descalificaron a la clase política para pedir sacrificios, y además ofrecían unos culpables y una solución fácil para los problemas: si no había dinero, era porque “se lo habían robado” (lo cual era sólo parcialmente cierto), y si se quería que alcanzara para todos, con sacarlos del juego bastaba. El Estado volvería a ser mágico otra vez.
Los empresarios que no querían perder su protección, los ciudadanos que no querían seguir empobreciéndose, aunque sólo fuese por un tiempo más; los militares, o un sector de ellos, que llevaban años esperando el momento para tomar el poder; los grupos de izquierda radical que no habían renunciado a derrocar el sistema; los políticos, que bien creían que podían ocupar el espacio que dejaría libre Pérez, o que temían, dentro de su partido, perder el poder; intelectuales muy influyentes, reunidos en el grupo conocido como Los Notables; los medios que como línea editorial decidieron atacar al gobierno y al “Paquete”: nunca antes había habido en Venezuela una alianza tan grande en contra de algo. Tal vez sólo Marcos Pérez Jiménez a finales de 1957 había cosechado tantos desafectos juntos. ¿Significa esto que Carlos Andrés Pérez fue un sabio desoído, que no tuvo ninguna responsabilidad en su caída? Inicialmente, como hipótesis, podemos decir que pareció confiarse demasiado en su liderazgo para llevar adelante un programa impopular, o tuvo un error de cálculo en la reacción de los venezolanos, no ya a las medidas que implementaba, sino al hecho de que hiciera en el poder justo lo contrario de lo que sus ilusionados electores esperaban. También hay que señalar el desprestigio en conjunto de los políticos, que se encarnó en él. Pero por graves que fueran esos errores, todo indica que el núcleo fundamental del conflicto fue la negación de la sociedad a aceptar los cambios.
No fue una reinvención suya, pero ahora le tocaba ser el villano, aparentemente detestado por todos, al que en su alocución de despedida se le quebraba la voz mientras decía que hubiera “preferido otra muerte”, y en el fondo se oían los cohetes de los caraqueños exultantes por su defenestración.
El acto final
Por supuesto, Pérez trató de reinventarse una vez más. No era hombre de echarse a morir. Después de haber sido enjuiciado y purgar una corta prisión, tuvo energías para crear un partido, el Movimiento de Apertura y Participación Nacional, y lograr ser electo Senador en las elecciones de 1998. No obstante, la mayoría de los venezolanos optó por lo que representaba Hugo Chávez: justo el anti-CAP. Eso significaba, en aquel momento, el anti-Paquete, anti-políticos, anti-AD, anti-democracia de 1958. Pérez se convirtió en una pieza esencial del nuevo discurso del poder: en la medida en que todo aquello fuera descalificado, los golpes de 1992 están justificados, así como el curso tomado por el país a partir de 1999, hasta llegar a la proclamación oficial de socialismo en 2007. El Pérez villano se convirtió así en historia oficial, y la sensación de rabia e indignación para con su gobierno se logró extender, mediante a un notable constructo ideológico y propagandístico, a todo el sistema fundado en 1958. Llama la atención el modo en que personas francamente beneficiadas por las políticas sociales de las décadas de 1960 a 1980, han logrado hacer suya la idea de que sólo hubo hambre en la democracia, de que jamás hubo una salud o educación pública de calidad. Sobre todo cuando aquello por lo que votaron no existió antes de la democracia.
En efecto, las ayudas sociales repartidas a manos llenas, la masificación educativa, la expansión de la salud pública, si bien comenzaron en la década de los treinta, fue con la democracia que alcanzaron velocidad de crucero. Si por algo se dolió la sociedad venezolana en las décadas de 1980 y 1990 fue por haber perdido, al menos en parte, mucho de lo que la democracia le había dado. ¿Cómo pudieron concluir muchos, que se formaron en sus liceos y universidades públicas, que se operaron en sus hospitales y viajaron en sus autopistas, que todo había sido malo desde 1958? A veces las emociones (rabia, resentimiento, amor a un nuevo líder) enceguecen, y a veces simplemente conviene creer… En todo caso, muchos venezolanos eligieron a Chávez tratando de hallar al Carlos Andrés Pérez que en el Pérez de los noventa no consiguieron. Eso pone la pelota de las responsabilidades en la cancha de la sociedad, y no tanto de los políticos de los que ella se enamora.
En buena medida, el chavismo fue una venganza de los años setenta a las políticas de reforma de los noventa (acaso sólo para que, de vista a los resultados, las políticas de los noventa le digan que el que ríe al último, ríe mejor). Por otra parte, nombrándolo tanto y exaltando los golpes de 1992, el chavismo ha hecho mucho para mantener a Pérez vivo. De tanto presentarlo como la negación de la Revolución Bolivariana, el sector que se le opone no tuvo que hacer mucho esfuerzo para adoptarlo como contrafigura. Estaba ahí, fue otra de las tantas cosas que Chávez supo vender. Y en la medida en que el modelo chavista comenzó a manifestar sus debilidades, hasta llegar a la actual situación, muchos se han preguntado dónde se erró el camino. Y como un péndulo que fue del “Paquete” al socialismo, ahora huye de éste para ver en el mercado lo que pudo haber sido y no fue.
Después de muerto, sin quererlo, Pérez se vuelve a reinventar. No el de los setenta, olvidado e incómodo para todos. Mucho menos el policía anterior, que ya es solo cosa de historiadores. Sino el del “Paquete”, odiado y amado en el recuerdo, como lo fue en vida. No nos extrañemos de que a esta historia le falte aún algunos actos más.
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Puede leer las otras entregas:
CAP, el hombre que se inventó a sí mismo [I]
Tomás Straka
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