COVID-19

Buenos Aires en cuarentena: cerrar la boca

Fotografía de miroab | Flickr

10/04/2020

La bolsa de tela bajo el sobaco, como una respuesta anticipada a los agentes que custodian las calles acerca del motivo de mi presencia en la vía pública, me hacía pensar en los reclusos que, al menos en Tocuyito –la única cárcel que he visitado en mi vida–, a fin de diferenciarse (también ante la autoridad) de aquellos que andaban metidos en problemas, se trasladaban de un lado a otro con un ejemplar de la Biblia a la vista. Diez personas formaban una fila en la entrada del supermercado: el acceso estaba regulado por un chino fumando con un barbijo negro al cuello. Ocupé el último puesto y durante un rato me entretuve mirando cómo desde un balcón una niña lanzaba y recogía, lanzaba y recogía, lanzaba y recogía un sombrero amarrado a una cuerda. Cuando era carajito y me aburría, regaba talco por toda la casa y me ponía a patinar en medias: mi abuela enloquecía y mientras barría aquel desastre me amenazaba a los gritos con partirme el palo de la escoba en la cabeza.

Días antes de que decretaran la cuarentena, en aquella misma esquina me crucé con unos niños que se perseguían entre sí: me bastó poner un poco de atención para darme cuenta de que jugaban al Coronavirus. Si te toco, decía uno de los más grandes, te contagio. Además de la perversidad conocida, la infancia admite la posibilidad de convertir cualquier circunstancia en un juego. Aplica para el oficio literario: en articulación con el lenguaje, el escritor juega a torcer la realidad. Decía Freud, sin ir más lejos, que la labor poética es continuación y sustituto de los juegos en la infancia, pues todo niño se comporta como un poeta en el sentido de que crea mundos propios cuando juega. Yo extendería la fantasía al resto del tejido artístico: pintores, músicos, ceramistas, se abstraen por igual en “mundos propios”. Pero ese es otro tema. A lo que iba era que las demarcaciones de la inhibición, todavía imprecisas en la infancia, en el encierro terminan por disolverse: cuántos videos de gente haciendo “locuras” dentro de sus casas no hemos visto una y otra vez por estos días.

Qué quilombo, me dijo el chino en su mejor argentino cuando llegué al primer puesto de la fila. Quise contestarle pero la frase se me quedó atorada en la garganta: para aquel momento del día todavía no había pronunciado una sola palabra en voz alta. Al no hablar con nadie, la fórmula de tratamiento que empleo hacia mí mismo ha ido alternando entre la primera (“Me duele la espalda”), la segunda (“Tienes que limpiar la cocina”) y la tercera persona (“Carlos se va a dormir”). Yo por lo menos tengo a la gata, me dice un pana por chat.

Me pregunto qué pasaría si, como una actualización del Bartleby, este encierro poco a poco nos dejara sin habla. Una vez vi una película en la que un personaje pasa un largo período encerrado en una habitación; cuando sale, su sintaxis es coja y sus enunciados están llenos de sonidos sin significado. Son muchos los casos conocidos: el del marinero que inspiró Robinson Crusoe, por ejemplo, quien después de pasar años en una isla desierta se olvidó de su propio idioma; o el de Kaspar Hauser, aquel adolescente que apareció sorpresivamente en Núremberg, incapaz de emitir sonidos inteligibles; o bien el de los hijos del emperador Federico II, condenados por su propio padre a vivir enclaustrados con el propósito de descubrir el “lenguaje natural” del ser humano y quienes al salir sólo eran capaces de repetir la palabra que designaba el pan.

Entre los fenómenos más notables, ocurridos durante este último tiempo, destaca especialmente el del silencio: como el dorso de una protesta cuya consigna anima a alzar la voz, hogares, calles y ciudades enteras han cerrado la boca. En lo individual, desprovistos de diligencias, reuniones y mesas de bares donde caernos a gritos, hemos cedido al modo introspectivo: hablamos para apagar la voz interna. Uno de los resultados podría ser esta forma en la que nuestros pensamientos poco a poco han ido traduciendo y asimilando los primeros mensajes de aquel “lenguaje natural”. He recordado mucho la Carta a Lord Chandos, en cuyo final el poeta Hugo von Hofmannsthal, negado a seguir escribiendo, se pregunta acerca de la posibilidad de que esta lengua que nos ha sido dada, no sólo para escribir, sino también para pensar, no sea ni el inglés ni el italiano ni el español, sino una lengua de la que no intuimos nada en lo absoluto.

Lo dijo Burroughs: “La palabra escrita fue literalmente un virus que hizo posible la palabra hablada y que no ha sido reconocida como tal porque alcanzó un estado de simbiosis estable con el huésped.” Aunque Burroughs haya sido un paranoico, es bien sabido (la frase también es de él) que un paranoico es una persona que sabe lo que está pasando. Entonces, cómo generar defensas ante la pandemia que supone el lenguaje si no es llamándose al silencio. Che, me despabiló el chino, podés entrar. Estuve a punto de preguntarle si, como Burroughs, él creía que nuestras palabras eran un virus y por lo tanto el principal impedimento para acceder al “lenguaje natural”, pero no pude sino disimular mi escalofrío e ingresar al supermercado aferrado a mi bolsita. Por los parlantes de los pasillos sonaba esa canción de Tears for Fears que dice: “Grita, grita, deja que todo salga…”.


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