Perspectivas

Autoetnografía en una agencia de marketing de Lima

Imagen de StockSnap en Pixabay

20/11/2020

—¿Alguien tiene algún comentario que agregar? —dijo el director creativo.

—Sí —dijo Pierre levantando la mano.

Y agregó:

—Juan es gay. Es para que todos lo sepan.

Las personas en la mesa, en aquella reunión a principios de enero, rieron perplejos. Por estas cosas precisamente me he considerado toda la vida una marica, y no un gay en el sentido etimológico alegre y dignificado. Además, cada vez que las ejecutivas de cuentas o alguien más de la agencia me mandaban a llamar, Pierre y otros chicos de la mesa decían: “Juan, te busca la migra, ya te van a deportar”.

Pero yo no era el único de quien se burlaban. Había una chica a la que le escondían el celular, nunca supe por qué. Un día se puso a llorar en plena sala de redacción y alguien de administración empezó a amenazar con que revisarían las cámaras si no aparecía rápidamente el teléfono. Trabajábamos como en un patio de recreo que duraba ocho horas diarias y no se sabía dónde comenzaba y paraba el bullying.

Las agencias de marketing contratan gente tan joven como sea posible, buscando titulares con un tono fresco, más cercano a las tendencias del momento. Pero los mala conducta no eran los más jóvenes en aquella sala de redacción. El director creativo también presumía de decir lisuras, y cuando uno de los diseñadores se puso a manosear a una redactora, fue peor el remedio que la enfermedad, porque le dijo: “No me toque a la chola porque me la negrea”.

A otra redactora le cantaban todo el día aquella canción troll de reguetón que salió en 2018 y decía: “Tengo calocha, calor en la chocha”. Recuerdo que ambas chichas renunciaron en algún punto. Constaté que las agencias en Lima estaban dispuestas a tolerar este tipo de maltratos, con su consecuencia de una alta rotación laboral, con tal de fomentar “un ambiente informal, donde no se pierda nunca lo espontáneo y juvenil, para que así nazcan los textos creativos como le gustan a la gente”.

Realmente tenía que darme con una piedra en los dientes, habiendo llegado a Lima con el éxodo de miles de Venezolanos que salieron para Perú forzadamente, escapando de la creciente crisis social y económica. Había logrado conseguir un trabajo fijo, con planilla completa, en una actividad que, si bien no empalmaba perfectamente con mi anterior trabajo académico, tampoco me desclasificaba del todo, como ocurrió a tantas personas que dejaron sus carreras profesionales para trabajar en restaurantes, fábricas y como personal de limpieza.

La verdad es que yo no estudié publicidad ni marketing, pero me aceptaron en ese trabajo por tener un doctorado en antropología, porque el perfil de antropólogo es algo que también buscan las agencias. Puedo dar fe de que en las tareas que me asignaban diariamente nunca puse en práctica mis conocimientos antropológicos, a través de los cuales veía que, en décadas de producción publicitaria de textos, de mensajes cada vez más cortos, cada vez más simples –para que se graben en la memoria de vastas audiencias que intereses comerciales necesitan persuadir– se ha “educado” a la gente para retener cada vez menos, para consumir productos culturales cada vez más pobres y para experimentar mayores dificultades a la hora de cultivar hábitos de lectura.

Por todo eso, me hubiera gustado responder al comentario informativo de Pierre sobre mi identidad sexual, diciendo algo de aquella lesión visible en su oreja: “Quiero que todos adviertan que Pierre tiene una gran carnosidad en la oreja que parece un escorbuto”. Pero, ¿dónde hubiera quedado tirada mi práctica budista? Pierre, como yo o cualquiera, es un buda; calumniarlo a él significaba calumniar a la misma ley de causa y efecto. Mi revolución humana dependía ahora de no dejarme llevar por la ira. Aunque mi sexualidad no sea comparable a ninguna deformidad, llevado por la búsqueda de establecer la propia superioridad, algo que caracteriza el estado de ira, hubiera dado lugar a semejante absurdo.

Diariamente me llamaban “veneco”, a lo cual yo no daba importancia, pero era más pesado que personas dentro y fuera del área de redacción se acercaran a preguntarme cómo me sentía yo con la palabrita esa, casi como pidiéndome permiso para usarla. Y yo les decía que, si me iban a decir así, que de una vez me llamaran “la veneca”, y aprovecharan de aludir así a mi identidad sexual que ya querían hasta debatir en reuniones de trabajo. Reapropiarme el insulto, como se ha hecho tantas veces, fue mi primera estrategia. Al comienzo compartimos buenas carcajadas a mis expensas, pero con el paso de los días el ambiente se me hacía cada vez más pesado al calor del estrés y las responsabilidades compartidas.

Mi segunda estrategia fue comentarles por el chat del trabajo que me parecía oportuno repensar la forma de relacionarnos. Les compartí incluso una guía Linkedin sobre cómo reconocer ambientes de trabajo tóxicos, pero esto detonó una reacción de mayor rechazo hacia mí. Días más tarde, el director creativo decidió hacer una evaluación para “medir la creatividad de cada persona del equipo”. Y como era de esperarse, me colocó la peor calificación, con lo cual empezaron a repetirme una y otra vez: “Hierba no crece en vereda recorrida”. Pero esto no era algo extraordinario, por supuesto. Estas prácticas son conocidas como “rituales” en las agencias de marketing limeñas.

Como budista, comprendía que toda esta situación era un karma que tenía que asumir, que tenía que transformar. Me decía todos los días que debía extraer de mi propia vida la forma de cambiar estas relaciones tóxicas con mis compañeros de trabajo. “Si generas un cambio en tu interior, verás un cambio a tu alrededor”. Con esta idea enfocaba mi práctica, dedicándole de una a dos horas diarias. Y llegó a darse una tregua. Dando el ejemplo, esforzándome por llevar cada impasse a buen término, logré entablar una relación un poco más funcional con ellos.

Justo por esos días salió un video de un ajuste de cuentas de una banda delictiva limeña que se hizo viral, porque uno de los maleantes, un venezolano, se había tomado el trabajo de descuartizar el cadáver del ajusticiado. En el video, el delincuente “veneco” repetía compulsivamente: “Filetico, filetico, filetico, filetico…” mientras convertía las extremidades despedazadas en algo como una receta de cocina. Entonces personas de la sala de redacción y de otras áreas de la agencia sintieron que debían acercarse a conversar conmigo sobre el hecho de que la violencia en el Perú era algo nuevo, que ese tipo de crímenes tan perversos se estaban viendo por primera vez en Lima con la llegada de los venezolanos, porque ellos tenían familiares en Venezuela que les contaban cómo era el crimen por allá. “Sobre todo con el caos social del chavismo”, decían.

Eso me refería toda esta gente joven de la agencia: no habían nacido cuando Lima amaneció con perros muertos colgados de los postes de luz; cuando hicieron volar por el aire el cadáver de una mujer, haciéndolo explotar con una bomba delante de sus niños. Pero en la mesa redacción ahora me llamaban “Juan el descuartizador”. Hacían chistes como:

—¿Sabes cómo darle una mano a un veneco?

—Cortándola del brazo.

Todas las noches llegaba a casa cargado del trabajo y le contaba mi día a Valentín, pero a veces terminábamos peleando. Nadie quiere oír quejas todas las noches. A veces no entraba a la casa al llegar del trabajo, sino que me quedaba parado afuera y llamaba a algún compañero budista para pedirle orientación. Aquellas llamadas telefónicas duraban más de una hora y el consejo que me daban era siempre parecido: “Sigue haciendo tu práctica budista con la determinación de transformar el veneno en medicina y no busques la ley mística fuera de ti mismo”.

Aunque lo entendiera de esta manera y me aplicara en mi práctica, el día a día no dejaba de ser agobiante. Una tarde, Pierre me lanzó un paquete de artes finales y las hojas se desparramaron por el piso, aventadas desde dos metros de distancia. Me gritó:

—¡Corrige todas estas webadas ya pues, causa!

Una vez más, reaccioné de forma pacífica y le dije que, de hecho, todos esos artes finales los había terminado de corregir media hora antes. Ver que sus órdenes no tenían efecto lo encolerizó más y comenzó a gritarme: “¡Entonces párate y llévalas al área de diseño! ¡Y si me da la gana de gritarte, te grito, porque yo nací en la cresta de la ola y puedo hacer lo que me dé la gana!”.

En septiembre, insólitamente, el gobierno peruano promulgó una ley de “antihostigamiento”, que obligaba a todas las empresas a tener en su planta a una persona especialista en este tema, que velara por el bienestar de los trabajadores y trabajadoras. Cuando administración llegó a nuestra sala para presentarnos a Winnie, todos comenzaron a disimular risas y miradas de burla delante de ella. A raíz de la llegada de la nueva delegada antihostigamiento, habían comenzado a decir cosas como “aquí todo es acoso laboral”, o “ya no hablemos más de hostigamiento, que lo importante aquí es chambear”.

En este ambiente yo no quería acercarme a hablar con Winnie; temía que el director creativo y los compañeros de la mesa tomaran represalias en mi contra. Pero entonces llegó una diseñadora nueva a la sala de redacción. Era una de estas chicas pañuelo verde que se dedicaba a hacer arte queer en sus redes sociales, mostrando imágenes de su cuerpo casi desnudo, cuyas versiones sin censura supe luego que las vendía.

La actitud insumisa de Alicia y el hecho de resultar atractiva para los chicos malos de la sala, le ganó algo de tiempo antes de que comenzara a tener problemas con el director creativo. Pero antes de irse de la agencia pudo darse cuenta del trato que me daban a mí. Una mañana se me acercó para manifestarme su solidaridad. Me dijo que ella no sabía bien qué era lo que pasaba conmigo, pero que era evidente que todos estaban ensañados contra mí. Me dijo que contara con su apoyo para desahogarme y que tratara de hablar con Winnie, porque ya otras personas se habían quejado con ella sobre los abusos de Pierre y el director creativo.

Yo sí sabía muy bien lo que pasaba, toda causa genera un efecto. Este ambiente infantil, lleno de hostilidades, me recordaba mi propia infancia, cuando mis amiguitos del edificio y yo pasábamos los días burlándonos de los conserjes “dilicuador”. Todavía recuerdo aquella frase que a mi hermana y a mí nos causaba tanta risa: “Mi mamá me sabe traer caramelos dilicuador”. ¿Cómo es eso de “me sabe traer”? –decíamos–. “Y eso no es lo peor. También dicen ‘dame comprando’. Por ejemplo: ‘Diego, dame comprando un kilo de arroz…’”.

Teníamos un sobrenombre para cada integrante de aquella familia ecuatoriana de apellido Larrea: la mamá era “Betty Hambre”, el papá era “Guillermo Correa” (en honor a un presentador de la televisión venezolana del pasado). El hijo mayor era “Diego Diarrea” y a la a hijita menor la llamábamos “Inés Desgracia”. Una mañana invitamos a Inés Desgracia a jugar en mi apartamento. Estábamos un amigo del piso 3, una vecina del piso 2 y yo, grabando idioteces en un casete para luego escucharnos y revolcarnos de la risa de nosotros mismos. Cuando llegó Inesita, le pedimos que imitara a su mamá mientras la grabábamos. La interpretación que hizo de su madre aquella niña de cinco años fue algo así: “Diego, ¿dónde está la tarea? ¡Número uno para las barajitas! ¡Número uno! ¡Pero para los estudios, cero! Vamos a ver qué van a hacer cuando yo me vaya de aquí… ¡Lo que van a comer es mierda! ¡Pura mierda!”.

Aquel casete le dio la vuelta al edificio. Así se hacían virales los contenidos en la década de los 90. Hasta que una tarde llegó la conserje a tocar la puerta de mi casa con el casete en la mano. “¿Cómo es eso de que yo paso hambre? ¿Cómo es que llaman a mi hijo ‘Diarrea’? ¿Cómo es eso de que mi hija es una desgracia?”. Así, un lustro de maltratos a una familia de migrantes, se convirtió en un lustro de padecimientos como migrante. Pero la xenofobia o cualquier prejuicio nunca se ejerce de forma aislada, porque cuando era niño, para proteger una imagen de “normalidad” ante mis familiares y amigos, también discriminaba yo a mi primo y a otros maricones del vecindario. Cada causa que uno hace queda registrada en la propia vida y, si es una mala causa, el efecto se manifiesta cuando uno está preparado para recibir la lección. Quizá se manifieste de inmediato o tal vez pasen años para que empiece la retribución.

Lo cierto es que esos recuerdos de la crueldad en mi infancia me tuvieron reacio a confrontar mi nueva situación como venezolano en Lima. Pero luego de que Alicia hablara conmigo, pude ver la llegada de Winnie a la agencia como una respuesta de mi práctica budista. Aunque conversamos que, desde el punto de vista de la fe, quejándome no lograría cambiar mi karma; ese diálogo con ella me recordó una orientación budista que dice que “la tolerancia deriva su valor de aquello que tolera”. Y pensé, ¿quién si no un devoto del Sutra del Loto podría presenciar que el gobierno promulgue una ley que lo ayude directamente a superar un sufrimiento? Entonces revisé cómo estaba orando: el cambio interior que yo debía realizar era comprender mi misión de visibilizar aquellas hostilidades, pues varias personas estaban realizando malas causas en sus vidas, tal como yo lo había hecho en mi infancia. Yo debía denunciar la situación de acoso y el universo tenía todo preparado. En pocos días, cuando salí a almorzar cerca del trabajo, no conseguí mesa para sentarme, pero Winnie estaba allí y me invitó a comer con ella, así que me sentí cómodo y le conté todo lo que sucedía.

La noche siguiente, salí a una exposición de arte y conocí a Manuel, un abogado laboral especialista en género, sexualidad y anti-bullying a quien le conté sobre mi situación que llevaban casi un año. Él se ofreció a representarme gratuitamente. Lo primero que me dijo fue que acopiara pruebas del acoso y ya las tenía. Pues cuando pedía a mis compañeros más respeto a través del chat del trabajo, sus respuestas agresivas quedaban registradas en la conversación y yo les tomé captura de pantalla. Según el abogado, yo tenía dos opciones. La primera era presentar una carta de cese a las hostilidades y, si en 8 días se repetía algún tipo de irregularidad, yo dejaría de ir a trabajar por considerarse un “despido indirecto”; con lo cual, la empresa debería darme todos los “beneficios truncos” más tres meses de sueldo. Esto podía llegar a ser una jugosa suma de dinero. La segunda vía era presentar las pruebas escritas a Winnie y levantar una investigación por hostigamiento laboral.

Como mi problema no era con la empresa o sus dueños, sino con mis compañeros de trabajo, opté por la segunda vía. Presenté las pruebas, se tomaron medidas, se habló con los dueños de la empresa y con las personas implicadas. En pocos días uno de mis agresores renunció con soberbia al ser interpelado. A fin de mes, no le renovaron contrato al director creativo por fomentar un mal ambiente laboral. A Pierre no lo botaron. Él decía que la empresa no tenía dinero suficiente para liquidarlo luego de 8 años de servicio, pero aquella mesa redonda donde todos ofendían y humillaban fue dividida en grupos de dos y a Pierre le tocó trabajar en un salón aislado con dos diseñadores muy jóvenes.

Fui trasladado a otra área de la empresa donde había mística de trabajo, respeto y solidaridad. A las dos semanas de haber llegado allí obtuve una evaluación de mi nuevo jefe, quien me dijo que “debido a mi desempeño” un importante cliente de la empresa había renovado la licitación. Me comentó que mis compañeros deberían fijarse en mi forma de trabajar. Al desestimar la opción de demandar a la empresa por dinero y dirigir mi acción contra quienes me perjudicaron, la victoria fue absoluta: no tuve que renunciar y, por el contrario, demostré mi valor cambiando la visión que tenían de mí como un mediocre.

El día que me cambiaron de área mi nuevo jefe vino a buscarme para pedirme que llevara mis cosas al segundo piso. En social media había mucho por hacer, muchas personas a quienes responder con alguna información útil, u ocultar comentarios troll o de haters en las redes sociales. Si bien redacción era la primera parte del proceso de ejecución de un pedido de cliente, social media venía a ser la última, haciendo seguimiento a la interacción que tenían los usuarios de la red con los contenidos publicitarios. En cualquier caso, en esta área nadie jugaba a ser el mejor escritor de frases pueriles para reblandecer a la gente. Comprendí que en una agencia de marketing el redactor creativo es el eslabón más bajo de la cadena, y que el trabajo que realizan es siempre más vulnerable a ser pateado por caprichos y ridiculeces. Entendí claramente que debía reanudar mi carrera académica a toda costa, y comencé a aplicar en varias universidades.

El día que me cambiaron a social media, cuando salí de la oficina encontré un autobús con pocos pasajeros. No había tráfico y pude sentarme cómodamente, sintiendo desde la ventana los aires menos helados de una Lima a comienzos de noviembre. Al raro de confort de este autobús en hora pico, se sumó la aparición de un cantante con un rostro muy bello, cuerpo atlético y robusto. Llevaba puesta ropa nueva y elegante. Explicó que él migraba a Lima desde la sierra, y hacía algo de dinero extra cantando en los autobuses. Anunció que cantaría La flor de la canela acompañado de su guitarra, la cual tocó con una destreza y sensibilidad claramente cultas, vocalizando con el timbre de una voz digna de Felipe Pirela.

Al terminar, otros pasajeros y yo nos apresuramos a darle una moneda, y un niño de unos diez años que estaba en las piernas de su madre comenzó –a viva voz– a hacer un remedo del show que habíamos presenciado. Se presentó diciendo, sarcásticamente, que ya estaba cansado de vivir en la sierra y quería establecerse en Lima y, en lugar de La flor de la canela, comenzó a cantar la ranchera de La llorona, que demostró saberse de memoria. Al terminarla, siguió su acto discriminatorio dando las gracias y diciéndole a la gente que por favor le dieran algo de dinero para ayudarlo, “porque yo sé que ustedes son muy ricos y son muy buenos, como Superman o Batman, y me van a ayudar para que pueda ganarme la vida en la capital”. Después de decir todo eso, la madre lo felicitó y le pidió que volviera a cantar La llorona, y al terminar la canción por segunda vez, los pasajeros de la unidad lo aplaudieron con alegría.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo