Armando Rojas Guardia: Ensayar la vida

10/07/2020

Armando Rojas Guardia retratado por Vasco Szinetar

La desaparición física de Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949-2020) deja un doloroso vacío. El influjo de su obra es una recurrente constatación desde los días cuando, junto con otros importantes poetas, se lanzó a la aventura de crear el Grupo Tráfico. Armando lega libros luminosos, pero sobre todo su huella resulta una suerte de marca de agua en muchas páginas de aventajados discípulos o, más aún, impregna la cifra de sus vidas. Prodavinci rinde tributo a su memoria con la publicación de varios textos que en su momento sirvieron como valoraciones críticas de algunos de sus títulos.

Más que adscrito a un género particular, El calidoscopio de Hermes (Caracas, Alfadil, 1989) resulta el diario de un escritor que se busca a sí mismo: no hay títulos que acompañen cada fragmento, los motivos que accionan la escritura se remiten a las sedimentaciones que los libros y, sobre todo, la difícil asunción de la sexualidad hacen rebullir en la psique de quien ha compuesto esta monografía del alma. Pero acaso estemos, justamente, ante una vivaz muestra de verdadera tradición ensayística, aquella donde se juega a hablar de los otros o de las cosas tan sólo para dibujar el mapa espiritual que nos sostiene. De allí la metáfora del cuerpo que aparece con exacerbada frecuencia en el volumen: los textos como emanaciones del temblor de la carne que intenta aprehender el lenguaje del mundo para asirse, para clarificar los signos de lo leído y, desde esa significación, asumir su exacto lugar entre las palabras y lo que ellas desean.

Ensayos, pues, de vida; es decir: textos sobre la marca que la literatura ha ido dejando temporariamente (porque se trata de un proceso continuo al cual nos asomamos un instante, ese que ocupa las 154 páginas del tomo) en el tránsito de un poeta caraqueño que cifra en los versos la «salvación humana». Con todo, no se trata de meras exégesis. Los libros cuentan como punto de apoyo para el despliegue de los temas que delatan las tensiones psíquicas del autor concreto, de Rojas Guardia en pugna contra ciertas reducciones acarreadas por la modernidad: la hipertrofia del sexo mecánico en detrimento de la imaginería de Eros, el extravío de la mística cristiana en un tempo ahíto de sectas, pero olvidado del ministerio de Jesús, el descrédito de la llamada cultura popular o pre moderna. Una temática que sirve de envoltorio para un alma que se hace: Jung vigilando cada párrafo, atisbando las pulsiones de una simple coma puesta en el lugar preciso para que el ánima respire.

Ya se ve, El calidoscopio de Hermes es «fruto amoroso» de una intensa relación con la literatura, la misma que prevé el crecimiento individual analizando no científica o académicamente las obras, sino manteniendo un trato osmótico con el cuerpo que las contiene; en esencia, una interpenetración. Así, este sistema rebasa el simple comentario valorativo para convertirse en una actitud que insiste en fusionar vida e imagen, libros y existencia, en tanto búsqueda de un acomodo (en ocasiones molesto y hasta doloroso) en la sociedad. El modelo es bien conocido: Barthes y Sarduy, Paz y Sucre; no es casual, entonces, que María Fernanda Palacios firme el pórtico de este segundo volumen de ensayos de Rojas Guardia, ni que las reflexiones partan de lo literario para demorarse en el íntimo espacio de un cuarto de hotel o prefieran rozar el vasto océano de la «noche oscura del alma», después de una «crisis psicótica». De esta manera, el ejemplar se hace denso; en él se compendia el periplo (caídas, amores, palinodias, avances) de tres años en el durar del escritor: la requisitoria de quien se sabe condenado a fijarse, como huella, en una prosa de justificaciones: El calidoscopio… o como quiera que se titule en el futuro la continuidad de su lúcido pretexto para seguir andando.

No se crea, sin embargo, que estamos en presencia de un puro ejercicio de figuras. Rojas Guardia prefiere el tono expositivo y argumental sin enredarse en complicadas marrullerías, y aunque deja en claro que la suya es una vocación que desdice con mucho del papel de la crítica, desmonta con minucia algunos poemas de Cadenas y otros debidos a su propio estro. Reincide con una reseña sobre el libro de versos de la uruguaya Ida Vitale, Jardín de sílice, para culminar en el iluminado acercamiento que hace de Canaima, la novela de Rómulo Gallegos. Y es que, El calidoscopio de Hermes, tal como el dios griego, revela la doble condición de su materialidad: hay el gusto por la palabra y por las disertaciones sin el refrendo de un aparataje metodológico (el carácter más vistoso del ensayo), y, al mismo tiempo, se hace énfasis en el rigor que debe guiar la escritura artística: «Pienso que uno de los valores cognoscitivos que se desprenden de la estética marxista (…) radica en la concepción del hecho creador como un acto productivo: como trabajo. Podríamos decir, con Barthes: historia de la literatura, o historia de los sucesivos modos de producción de lenguaje» (p. 106). Un rasgo manifiesto, asimismo, en la calidad de las referencias cuando se precisa ampliar las conclusiones; también, en la simbiosis «labor/saber» que circula como humo a lo largo del tubo de este ingenio de espejos y virutas.

No obstante, sigue pareciendo que este libro debe leerse como ensayo de vida, antes que como reunión de ensayos varios. Todavía más: como un diario escrito en clave ensayística o, sorteando rígidas clasificaciones, como texto narrativo en tono conceptual. Todo es probable por cuanto el género es susceptible de aceptar discursos correspondientes a otros ámbitos literarios. Por añadidura, El calidoscopio de Hermes se mueve desde el recuento de pormenores acaecidos a un personaje (una temporada del autor en Mérida, su primer encuentro con Rafael Cadenas), hasta la descripción de un breve enajenamiento mental; descontando, por abundante, el trazo inquisitivo para definir posturas (ideológicas, estéticas, de tinte filosófico). Sin embargo, ante todo prima el talante autobiográfico en forma de anotaciones tomadas de manera contingente –pese a que esto no se indique– en el lapso que media entre la salida de El dios de la intemperie (1985) y la impresión de estos apuntes convertidos en tomo. Quizá sea una sensación equívoca: ¿quién puede asegurar, excluyendo a Rojas Guardia, cuándo se compusieron estos textos: antes o después de la segunda mitad de los ochenta?

Por otra parte, la estructura del libro obedece un orden cronológico. Una idea se amplifica en otra, por tanto, el texto es en realidad uno, pero dispuesto en piezas de variada longitud las cuales atienden tres grandes tópicos: la literatura como reflejo y maduración de la vida interior, el apólogo al cristianismo en tanto sustrato de aquella misma existencia y, como barniz y dispositivo, el amor –físico y espiritual– que atiza la busca de los estadios anteriores y da sentido al paso del hombre por el mundo. El yo que lleva el hilo de los relatos, trátese de argumentaciones o de simples detalles cotidianos, actúa como el mítico héroe de las fábulas pedagógicas: explora el doble universo (la tierra y a sí mismo) que le ha tocado como ganancia o pérdida. No se olvide que leemos un diario o, mejor, una autobiografía donde los números han sustituido la mención de las fechas, y el lenguaje ensayístico la desnudez de escribirse sin trabas, en la bruta sintaxis del cuaderno tachado según el ritmo interior, el paso de los días o la dispepsia.

Este diarismo secreto permite el abordaje de los más disímiles temas: acotaciones relativas a la identidad latinoamericana, la concepción «barroca» de la escritura como lujo verbal, el ensalzamiento de zonas culturales desplazadas, el ascendiente poético paterno y los comentarios sobre libros y autores. Aunque nada desdeñables, estos pasajes funcionan como escaños para mirar, desde diversos ángulos, el sino que impulsó su trama: la confesión de saberse un «cristiano» genuino consciente de su sexualidad (de su «homoerótica») y en trance de convertir el amor que involucra esa tarea en materia literaria, en cuerpo poético y especulativo rubricado con la templanza de una experiencia sin limitaciones conventuales convencionales.

Al final se nos presenta «La pequeña serenata amorosa» para concluir, con elocuencia, lo expandido apenas como argumento del libro: la cópula descriptiva, la aceptación del imperativo del sexo y de los sentidos corporales como bien religioso, como camino de ascesis moral de quien se va conociendo mientras se escribe.

Como imagen, el calidoscopio deviene apuesta, ruta constreñida en las paredes de un cilindro que se descifra brevemente antes de su inmediato cambio. Como tropo, El calidoscopio de Hermes se torna palimpsesto de la libreta de anotaciones diarias de Armando Rojas Guardia: ese corpúsculo fijo, inmutable por cuanto sabe hacia dónde se dirige, en medio del borrascoso vaivén de un tubo agitado con fruición por una antigua divinidad a ratos griega y siempre judeocristiana.


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