Perspectivas

Arepas crudas

14/01/2020

La arepa ha resultado ser nuestro plato más universal. Me cuentan de una arepera en Helsinki cuya gran atracción es la Sami, en honor a los indígenas que viven al norte de Noruega, Suecia y Finlandia, donde salta y hace cabriolas el mejor salmón de Europa.

Uso la palabra indígena con precaución, pues se ha convertido en un adjetivo que encasilla minorías maltratadas. Un diccionario que define “indígena” como “un habitante nativo del país”, ofrece dos ejemplos del empleo de la palabra que revelan los avatares de su condición:

“Una vez desarmados, el ejército pasó a cuchillo a los indígenas”.

“Bartolomé de Las Casas era consciente en el siglo XVI de lo que se hacía con los indígenas».

Los adecos decían en el siglo pasado que el venezolano nace con una arepa bajo el brazo. Aún es cierto, pero solo se da cuenta cuando emigra y ya no las consigue; entonces monta una arepera, como la del maracucho que prepara la suculenta Sami rodeado de nieves casi perpetuas y más blancas que la masa.

Es curioso que nuestro plato más indígena sea el más internacional. La hallaca, tan, literalmente, enredada, no tiene ningún chance. Me atrevo a decir que en Barcelona, España, hay más areperas que en Barcelona, Anzoátegui. Las diez mejores son El Rincón de la Abuela, Arepamundi, El Chamo, Muack, El Rabipelao, Pura Vida, La Taguara, La Taberna del Eixample, La Menuda y El Arepazo. Cada uno de estos locales se fundamenta en un exilio heroico, una locura bien administrada y unos criollos fanáticos que lograron iniciar a los herméticos catalanes.

Ahora resulta que nuestra mayor conquista gastronómica se encuentra en peligro por una infamia que debe tratarse a nivel diplomático, exigiendo una aclaratoria, una disculpa y una indemnización para las areperas afectadas.

Resulta que en la sección El Comidista de El País, el periódico que prefiero de España por lo anecdótico, ocurrente y bien ilustrado, Alfonso Martín ha publicado una receta para iniciarse en el arte de hacer arepas. El preámbulo ya empezó  a preocuparme:

Es el momento de la arepa. Crujiente, tierna, sencilla y con todos los sabores que te puedas imaginar. Será el bocadillo del verano, con un pan sin gluten que se prepara a la sartén en un pispás.

Primer error. Una cosa es comerse una arepa en una arepera y otra prepararla en casa. El término “pispás” se queda corto ante la velocidad de nuestras areperas, donde no has terminado de ordenar la arepa cuando ya la tienes en la boca. Hacerlas en casa es otra cosa. Toma unos treinta minutos entre el despertar del deseo y su satisfacción plena. No es como tostar un pan.

Recuerdo que en los años ochenta inventaron una franquicia que iba a modernizar el proceso, quitarle su aire vernáculo. La idea era civilizar una receta indígena y convertir en “Fast Food” lo que ya era vertiginoso. La revolucionaria inversión fue considerable, incluso agresiva. Trajeron profundas amasadoras y hornos intimidantes, rieles y bandas donde la masa y los rellenos circulaban como en Tiempos Modernos de Chaplin, sin conocer jamás las caricias y palmadas de una mano. Así lograron hacer arepas idénticas al milímetro y tan mórbidas como un manjar de astronauta. El fracaso fue indetenible y merecido.

La receta de El Comidista comienza con un dato histórico y un ingrediente innecesario:

El relleno propuesto es una versión de la Reina Pepiada, en referencia a Susana Duijm, ganadora venezolana de Miss Mundo en 1955. Consiste en una ensalada de pollo con mayonesa, cebollín y aguacate. En nuestra receta lo acompañaremos de una salsa de mango, chiles y lima o limón…

El autor del desaguisado añade rompiendo el encanto y haciéndose el gracioso:

Si prefieres utilizar atún de lata y ahorrarte todo el proceso de cocción, pues oye, tampoco voy a perseguirte con una antorcha y una estaca. Aquí, restricciones ninguna.

Hasta aquí siento algo de dentera, pero no angustia. Es en la cocción de la masa donde se comete una adulteración que habrá ocasionado estragos:

Con las manos mojadas, coger un trozo de masa y hacer una bola. Con la palma de la mano aplastarla y ponerla sobre una sartén o plancha a fuego medio. Cocinar hasta que doren ligeramente y estén esponjosas (unos cuatro minutos por cada lado).

Servir. Abrir las arepas con un cuchillo, rellenarlas del pollo en salsa y a disfrutar.

¿Disfrutar? ¡Pero si están crudas, Alfonsito!  Es ese maldito pispás que quiere abarcarlo todo.

Según las doctas mediciones de Armando Scannone aún faltan 20 minutos en un horno precalentado a 350 grados. Y quien puede dudar de Armando si es nuestro último bastión de honestidad. He notado que en estos tiempos, donde ya nada parece ser cierto ni hay receta que valga, nos aferramos como náufragos a la mentira que más nos convenga. Esto explica que los libros de Scannone, siempre  correctos, tengan algo bíblico que congrega a la familia. Debo agregar que Armando es, además, parte de mi familia, y me refiero a la elegida, pues mi abuelo era su padrino. Cuenta Armando que su mayor don gastronómico es el olfato. Lo descubrió al ser capaz, siendo muy niño, de adivinar cuáles mujeres usaban Shalimar de Guerlain, el perfume de su querida madrina, mi abuela, (este dato se lo debo al libro de  Jacqueline Goldberg y Vanessa Rolfini,  Conversaciones con Armando Scannone)

Yo prefiero dejarlas más tiempo en la plancha (a falta de budare) y, al pasarlas al horno, uso el ardiente broil, cinco minutos por lado (ojo, no todos los hornos son iguales). Quizás mi principal placer sea auditivo y privilegio lo crocante.

Perdonen un breve desliz de inmodestia pero es que mis arepas son gloriosas. Tengo de testigos a Irene Savino y Pablo Lagarribel, vegetarianos irredentos que soltaron lágrimas de añaronza viéndome despachar una de cochino refrito que solo llegaron a olfatear y escuchar el crujir de la concha tostada.

Exagero la proporción de agua para hacerlas más tiernas por dentro, en oposición al infierno a que someto sus dos caras. Si me sobran arepas, al día siguiente las corto en tiras y las tuesto en una plancha con aceite de oliva, tomillo y sal marina.

Cuando pienso en el enorme tiraje de El País y la fidelidad que los lectores de El Comidista sienten por su director, Mikel López Iturriaga, puedo imaginar a millares de gallegos, catalanes, asturianos, navarros, andaluces y los pijos madrileños intentando tragarse esa versión apresurada que debe saber a los menjurjes de esos juegos infantiles a papá y mamá. ¿A cuantos mordiscos puede llevarlos su fe en El País? Terminarán dudando hasta de la belleza de Susana Dujim y, si se están iniciando en el primitivo ritual de nuestras arepas, no pisarán jamás El Rabipelao ni la auspiciosa Arepamundi, y exclamarán mientras escupen lo que no lograron tragarse:

—¡Con razón están tan jodidos!

El caso es que a nuestros embajadores gastronómicos, meritorios dueños de areperas, se les ha perjudicado con esa receta mocha, insolvente. Temo por la suerte de la Reina Pepeada, la Dominó, la Pelúa, la Catira, la Sifrina, la Patapata, la Rompecolchón, con sus sugerentes nombres de transformistas, ahora maltratadas por una promesa incumplida.

Hasta donde sé, no ha habido cartas al director. Yo pediría que Alfonso se comiera públicamente su versión en un video trasmitido en cadena nacional y aceptara su culpa con la boca llena. Eso lo haría ser más serio al meterse con la única fórmula ganadora que hemos logrado exportar. Espero que no ofrezca como excusa que todo es relativo y es cuestión de tiempo. Ya Bartolomé de Las Casas era consciente en el siglo XVI de lo que se hacía con nosotros, los indígenas.

Y tú, Mikel López Iturriaga, que has guiado mis primeros pasos por Barcelona y me has traído tanta felicidad, aconseja a tus articulistas que preparen los platos y, de paso, se coman las consecuencias, antes de publicar la receta y alardear con mangos y piñas, adornos innecesarios, clásicos del síndrome de hacer más exótico al indígena. Mira que nuestro patrimonio cultural está muy golpeado. Estamos muy delicados y sensibles, hartos de dar lástima y nos aferramos con pasión a lo sabroso.

La receta que nos concierne salió en septiembre de 2019. La había olvidado, hasta hace un par de días, cuando comencé a imaginarme al ministro Pablo Iglesias cocinando su interpretación de las recetas chavistas que alabó tan sumiso y bien pagado, y se me revolvieron las entrañas.


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