LiteraturaCrónicas del olvido

Arcos secretos y otros cuentos

18/02/2018

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Vuelvo a la belleza de Gustavo Díaz Solís. Aquellos días de aulas y silencios porque poca gente se armaba de riesgos para leer y luego inventarse en medio de un pequeño mundo tedioso y hasta quebradizo: nuestro autor fue un reencuentro con ese pedazo de país que nos quedaba muy lejos. El país de la costa oriental, el de Güiria y sus carreteras hasta llegar a los caseríos y saberse mar y cuerpo salino.
Por eso, en mis años de estudiante de pedagogía, Díaz Solís fue compañero durante cierto tiempo. Y cuando llegó la calle para mí, el ambular con amigos que lo conocieron en la UCV, me di en preguntar por el profesor flaco que impartía clases de literatura inglesa. Eso me amparó cuando no entendía por qué algunos de sus cuentos tenían algo de cinematográfico. Por qué rompía con la lógica del tiempo y el espacio. Esta ruptura espacio/ temporal se nota sobre todo en el relato que le da nombre al libro. Y, claro, por ahí venía el asunto, Díaz Solís había estado cerca de autores norteamericanos a través de lecturas que enriquecieron su estilo, su talento, su búsqueda. Supe por vía de algunos como José Antonio Sucre y Alberto Amengual, en dispersas conversaciones, de sus tratamientos con el autor, desde el aula o desde sus cuentos que, al final, son el mismo cuento en variaciones, en el eco de instantes de su existencia como niño, como muchacho de esa costa que tanto lo marcó.

“Arco secreto y otros cuentos” (Monte Ávila Editores, Biblioteca Popular, Caracas, 1973) es un bello libro (y afirmo bello en el sentido estricto de la voz porque son relatos donde el autor se valía de la belleza para “impresionar” al mismo relato, para revelarlo como joya verbal) donde muchos futuros escritores y profesores de literatura bebieron y se alimentaron. Su estilo elegante no dejaba resquicio para decir que Díaz Solís estaba creando una manera diferente de encarar el relato en nuestro país. Rara avis que ha sido dejada en el olvido, que suele ser citada cuando la desmemoria nacional sale del letargo en el que otras maneras de decir se convierten en fama y prestigio, lo que no garantiza su tiempo en el tiempo ni su espacio en el espacio de los lectores. Díaz Solís podría ser calificado como un clásico de la cuentística nacional, como lo son los Garmendia, entre otros grandes autores.

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Narrativa vipérida. Lectura víbora. No por lo que significa la palabra. Autor y lector husmean, buscan entre los escondrijos hasta llegar al sujeto o lugar. Engullen. Se trata de una obsesión que seguramente calzó en el muchacho que vivía en la costa cerca de la montaña. De esa experiencia, Díaz Solís hizo todo un temario: “Ophidia”, “La efigie”, “Crótalo”. Desde la mirada de la serpiente el narrador se transforma. Una metamorfosis que tiene voz en los ojos de la bestia usada como justificación para expresarse. Y así algunos segmentos del relato: huyen, se desplazan sin ser notados. La oquedad, como en “Crótalo”: la cuna queda vacía. La sierpe se traga al niño. El relato deja de ser, finaliza mientras el animal escapa por una rendija.

Varios son los temas trabajados por Díaz Solís: la esclavitud negra, la magia indígena, el mar como texto para indagar. El tema petrolero asido a la angustia de un personaje, David, quien tiene una aventura con la mujer de uno de los norteamericanos de un campo de exploración y explotación. La soledad, la sombra que lo avista. El escondite de su propia misión como personaje. Y allí, en esa tensión, el autor Díaz Solís se vale de esa técnica que tuvo en novela ejemplo de ejercicio: “Cubagua”, de Enrique Bernardo Núñez. En Díaz Solís hay un asomo, toda vez que su obra no es extensa. Ensayó sobre los mismos cuentos. Los reescribía, corregía y regresaba al mismo sitio de su relato. Pero fue suficiente, como en Rulfo, para dejar constancia de su calidad literaria.

Maestro del cuento, Gustavo Díaz Solís continúa, desde su silencio, desde su manera de andar y hablar, presente en estos relatos que siguen en la búsqueda de nuevos lectores.


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