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Apuntes sobre «Notas para unas memorias que nunca escribiré», de Juan Marsé

12/09/2021

El pasado 18 de julio se conmemoró un año del fallecimiento de Juan Marsé, uno de los escritores españoles más prominentes de los últimos tiempos. Marsé era lo que se llama, a veces de manera despectiva, un charnego. Una definición simplificada del término podría ser la que se refiere a hijo o hija de emigrante de una región española distinta a la catalana. Pudiera parecer extraño para una persona del continente americano tomar conciencia de que durante mucho tiempo en España cuando se iba de una región a otra –como, por ejemplo, de Andalucía a Cataluña– se hablaba de emigrar, como si se tratase de ir de un país a otro.

Los orígenes de Marsé son, además, particulares al ser hijo adoptivo. Su madre biológica murió por complicaciones a los pocos días del parto y el padre, un taxista de apellido Faneca, viéndose viudo y con una niña de cinco años, cedió su hijo a un compañero de militancia política de apellido Marsé. De allí que el celebrado escritor no vino a ser Juan Faneca sino Juan Marsé, y sus primeros años los pasó en la vivienda de servicio de una familia adinerada de Gracia para quienes trabajaban sus padres adoptivos. Luego se mudaron a la barriada La Salut, donde inicia uno de sus memorables cuentos: «Historia de detectives».

No es como cuentista, sin embargo, que Marsé desarrolla su obra de envergadura sino en el género de la novela, campo en el que se convirtió en maestro de maestros. Marsé siempre escribió en castellano, hecho que nunca dejó de incomodar a los catalanistas del lenguaje. Solía quejarse con respecto a su propia dualidad: «En Catalunya soy ninguneado por escribir en castellano, y en el Reino (Madrid a la cabeza) no me quieren porque soy catalán».

En la España de 1933, convulsionada por la división y la inminencia de un conflicto civil, Marsé empezó a trabajar, a los trece años, como operario en un taller de relojería. En Notas para unas memorias que nunca escribiré (Barcelona, Lumen, 2021), texto que nos concierne en este momento, dice: «Por la mañana, cuando me afeito, veo asomar a mis ojos en el espejo el frío y el hambre del niño que fui en la posguerra». Fueron años difíciles y de escasez y quién sabe si lo que aprendió en el arte de la precisión relojera lo llevó a la rigurosidad con la que se dedicó a destilar y depurar su prosa.

Su situación de identidad ambivalente («Yo me siento tan catalán como español. Anímicamente, ni una cosa ni la otra») no impidió que por su talento y dilatada carrera se hiciera en España con sendos premios: el Cervantes, el Premio Nacional de Narrativa, el Premio de la Crítica y, sin duda alguna, el que significó su despegue literario: el Premio Biblioteca Breve 1965. Los temas habituales de su literatura, que él mismo admite en Notas para unas memorias que nunca escribiré, son: «El descrédito del héroe, la corrupción del mito, el moho engañoso de la memoria, la ausencia del padre, los escenarios de la infancia y la fascinación juvenil por la violencia».

Marsé obtuvo muchos más premios y galardones –el sueño de cualquier escritor–, pero él llegó a un punto en que se decía: «A mí los premios ya no me hacen ilusión», ello a pesar de que resentía no ser nombrado al Cervantes hasta que le fue conferido. Su entrañable novela Últimas tardes con Teresa, con el que se alzó con el Biblioteca Breve, marcó un antes y un después. En esta obra, en la que Barcelona es protagonista principal, se cuenta la historia de Pijoaparte –Manolo Reyes–, un charnego del barrio del Carmelo que se convierte en uno de los más entrañables de la literatura española: aquel audaz muchacho que se enamora de Teresa, una chica de la oligarquía barcelonesa, estudiante intelectual de izquierda, curiosa del mundo de los desposeídos y de los obreros por los que siente fascinación.

En el prólogo de la edición conmemorativa de los cincuenta años de la novela, en diciembre de 2015, Pere Gimferrer destaca que se trata de una novela poética que se impone ante todo por su valor transfigurador, el léxico y la cadencia sonora: «La claridad rojiza del cielo, donde las estrellas se fundían apaciblemente como trozos de hielo en un vaso de campari olvidado en la hierba», y afirma que en el fondo es una obra que trata de la búsqueda de la belleza.

En febrero de 1985, en una edición anterior, Manuel Vázquez Montalbán había dicho:

Lo cierto es que el rayo aniquilador Pijoaparte-Marsé se dirigía contra una incipiente izquierda señorita y frívola, que con el tiempo adoptó los objetivos de la clase congénita y convirtió su compromiso en los mejores y únicos años épicos de su vida… Queda en pie el tema de la instrumentalización social y de la relación desigual entre el desclasado por ideas y el malclasado de nacimiento y cómo esa relación se complica cuando interviene el amor.

En modo alguno, cabe señalar, la novela se siente como política, aunque retrate una realidad específica.

En El amante bilingüe Marsé también aborda el tema del amor y sus complejidades, ya no desde el ángulo aspiracional de un charnego que desea conquistar una muchacha de la burguesía, sino que plantea la trama de una relación entre un hombre catalán que se hace pasar por andaluz, Joan Marés (nombre que también aparece en Teniente Bravo como Juanito Marés). Él y su mujer, Norma, una profesora de catalán de la Dirección General de Política Lingüística de la Generalitat afrontan serios problemas matrimoniales, al punto de que ella le es infiel atraída por hombres de una condición social distinta a la suya. Marés –inspirado en un personaje de la vida real– se convierte a la indigencia: tocaba sardanas con un acordeón por las calles de Barcelona haciéndose pasar por un nativo de Murcia, hasta cuando en un enfrentamiento callejero lanzan una bomba molotov que le desfigura el rostro. Marsé dice que el tema de fondo de esta novela es la esquizofrenia: un catalán que finge ser andaluz. Marés se hace pasar por un charnego apellidado Faneca –apellido, como sabemos, del padre biológico del autor– con el fin de recuperar el amor de su esposa.

Marsé explica en entrevista a El País de 2005: «Yo no he vivido nunca en el Carmel. Sin embargo, cuando vivía en el barrio de La Salut, al pie de la montaña, subía a veces hasta allí y como escribí sobre el Carmel la gente piensa que soy un experto del barrio». Al ascender por distintos caminos empinados se llega a los llamados búnkeres del Carmelo, convertidos en un esplendoroso mirador de la ciudad donde, durante la Guerra Civil española, se apostaron cañones de batería antiaérea. Luego de ser abandonada esa franja de territorio fue repoblada de manera improvisada por emigrantes, más que todo andaluces, en condiciones de vida muy precarias. En los búnkeres, bajando unos pocos escalones que parecen llevar a un depósito subterráneo, se puede visitar lo que fue uno de los refugios de soldados convertido en una corta pero nutrida exhibición. (En la misma, casi al entrar, hay una pantalla de televisor en la que se muestran ejemplos de algunas barriadas pobladas de manera espontánea en el mundo y en las que aparece Petare, que simplemente identifican como «Ranchos, Caracas». Petare en los búnkeres del Carmelo).

En una vitrina de la exhibición, en lugar especial, se encuentra un ejemplar de la primera edición de Últimas tardes con Teresa, su novela emblemática y la del Carmelo, con la foto de portada de un colorido verde botella de la modelo danesa que hizo vida en Barcelona, Susan Holmquist, con pantalones cortos viendo hacia arriba desde un descapotable, la misma que se convirtió para los lectores en la imagen de la Teresa de las últimas tardes.

Descendiendo por caminos serpenteantes desde el Monte Carmelo, al frente la vista de la cima del Park Güell, y luego de trajinar unas escaleras estrechas y empinadas, se puede llegar al 145 de la calle Murtra, donde se encuentra la exposición inaugurada en la sede de la biblioteca del Carmelo: «Juan Marsé (1933-2020), Memoria y Porvenir». A través de fotografías acompañadas de textos de su biógrafo, Josep Maria Cuenca, se destacan algunas de las etapas o episodios más significativos de su carrera literaria.

Al fondo de la entrada, sobre un vidrio que hace de pared, se encuentra una reproducción de su rostro en blanco y negro, mirando de lado al visitante con el mar mediterráneo detrás de él. Un poco más allá nos topamos con la espléndida terraza de esta sede de la impresionante red de Bibliotecas de Barcelona, con bancos al aire libre para leer y para admirar la vista de este ángulo de la ciudad, la que se enfila hacia el mediterráneo en lontananza surcado como el trazado de un creyón azul de un niño perfeccionista.

***

Marsé nunca tuvo reparos con la frontalidad, más bien podría decirse que esta es la marca de su manera de ser. Esto, sumado a que no escribía en catalán –empedernido en hacerlo en castellano como también lo hacen Eduardo Mendoza, Javier Cercas o Enrique Vila-Matas, este último mucho más aceptado en la sociedad catalana que el escritor charnego–, le granjeó unos cuantos enemigos. La primera gran controversia, o la que tuvo más impacto mediático, ocurrió en 2005 cuando renunció como jurado del Premio Planeta al considerar que ninguna obra tenía la estatura literaria del premio y que debía ser declarado desierto. Un Marsé contenido por los editores asistió a la ceremonia de entrega solo para sembrar lo que en el medio cayó como una bomba, ese año en que Jaime Bayly quedó finalista con Y de repente un ángel.

Al momento de la rueda de prensa se produjo un enfrentamiento entre la ganadora del premio, María de la Pau Janer, por su novela Pasiones romanas, acreedora ese año de 601.000 euros, y con Juan Marsé como miembro del jurado:

Marsé: El Premio Planeta despierta unas expectativas y unas expectaciones fuera de lo corriente. Pero la verdad es que no hay más cera que la que arde. Siempre es así y me temo que siempre será así. Y en un país en el que hay tantos premios literarios, que salgan, que se produzcan, yo qué sé, media docena de novelas buenas en un año es un puro milagro. Esto no puede ser. Esto no funciona.

Pau Janer: Y, bueno, la verdad que seas aguafiestas, como te lo dijo Jaime, yo no te lo puedo decir, porque la fiesta a mí no me las aguado. Afortunadamente.

Marsé: Hay también una cosa que molesta un poco: se ven las tuberías, se ve la carpintería literaria, las ínfulas literarias.

Pau Janer: Bueno, jugar un poco a ser enfant terrible tiene su gracia.

Marsé: No, no tengo edad para eso.

Pau Janer: Sí, a veces se pasa la edad, ese es el único problema.

Marsé: No, no te confundas.

Pau Janer: No, no, no me confundo.

Marsé: Estoy hablando de literatura. No estoy hablando de la vida literaria. 

El episodio del 2005, ese bombazo de sinceridad que dejó algunos heridos, se enlaza con el 2021 en lo que pudiera ser el tono de algunas de las críticas que hace Marsé en Notas para unas memorias que nunca escribiré. Es sabido que Marsé nunca tuvo reparos en decir lo que pensaba y por eso mismo se convirtió en un punto de referencia para muchos. En una nota el prologuista y editor del libro, el crítico literario Ignacio Echevarría, expresa su agradecimiento a Andreu Jaume, durante muchos años editor de Lumen, por la revisión del texto y también a la hija de Marsé, Berta, por «su propia revisión y visto bueno de un libro cuya publicación no podía menos que suscitarle escrúpulos»

Hay personas allegadas a Marsé que estiman que la publicación de este título nunca debió de haber ocurrido, en el que apunta sus cañones contra muchas personas del medio literario, político y cualquiera que le caiga mal. Apostado en la colina del Carmelo proyecta balas de gran calibre que no nos ocuparemos en citar porque al juzgar se cae en el error que presupone una superioridad y certeza de juicio. Juzgar contamina el bienestar de una persona y de quienes lo rodean. Lo que también es cierto es que, en medio del aluvión de críticas, flotan algunas perlas preciosas.

Cuando una persona crece en un medio hostil, huérfano, muy pobre de joven, y va escalando y cosechando éxitos a lo largo de su vida quizás se pueda comprender, mas no justificar, el origen de su actitud: la de erguirse con un sable en medio de la adversidad. Pareciera que se llega a tener todo lo que se puede considerar una buena vida y, sin embargo, se ofende con mucha facilidad, pues tantas cosas le molestan y enfurecen. Suscita el sentimiento de un hombre lleno de odio hacia muchas personas que ni siquiera le han hecho daño directo, pero que le disgustan.

No obstante, su ausencia la siente y lamenta Barcelona. Ya no es posible, supongo desde que decayó su salud, verlo en su rutina diaria, la que narra cuando tenía setenta y un años:

Me levanto a las ocho y media, a las nueve ya estoy en la calle, me tomo un cortado en La Crema, en paseo Sant Joan esquina Valencia, luego voy por Diagonal hasta la calle Sicilia y subo casi hasta la plaza de la Sagrada Familia, paso delante de nuestra antigua casa y recalo en la papelería-librería de Ana María y José, compro El País, La Vanguardia y El Mundo y regreso a pie.

Marsé lleva una vida acomodada. Tiene su casa en la cotizada zona de El Ensanche y otra de verano en Calafell. Le gusta mucho nadar, ver películas en las noches, mirar los deportes en la televisión, pintar con su nieto Guille –obsesivamente, figuras de Batman–, la relación si se quiere ausente de fuego con su mujer –Joaquina–, jugar con su perro Simón, que aparece en la portada de Notas para unas memorias que nunca escribiré junto a Marsé vestido de blanco veraniego. Salir a tomarse un par de güisquis cada tarde, muchas veces al lujoso Hotel Majestic, departir con su reducido círculo de amigos auténticos y afectos cercanos. Y, no obstante ello, dice en sus notas: «¡Qué intenso el sentimiento de haber malgastado mi vida!».

***

Una parte sustancial del diario lo dedica a lo difícil que le resultó convertir un guion en una novela, un trabajo por encargo por el que recibiría 80.000 euros, y de lo cuesta arriba que es escribir cuando la materia objeto de la creatividad no nace de las entrañas del escritor. Ese guion que le dio una lucha épica y que terminó siendo Canciones de amor en Lolita’s Club, escrito en aquel 2004 convulso en política por los atentados del 11 de marzo, la guerra en Irak y la decepción que relata a medida que avanza en la lectura de los manuscritos del Premio Planeta. Sobre sí mismo siempre comenta: «Se me hace muy cuesta arriba este diario».

Aparte del diario hay una segunda parte, como cara y sello de una moneda que es este libro póstumo, con cientos de anotaciones que Marsé vierte de forma entrópica en tres libretas. En el prólogo nos aseguran que la publicación del contenido disperso y expansivo de esos cuadernos fueron igualmente autorizados. A pesar de que muchas son consideraciones deslumbrantes, el lector puede llegar a sentirse incómodo ante las intimidades, como la mirada del que hurga en las pertenencias personales del fallecido, como mirar una mesa de noche llena de medicinas, cigarrillos, fotos, un termómetro, tapones para los oídos, lo que sea que pertenece a alguien que dejó este mundo.

Y es allí, en esas tres libretas, donde aparecen con mayor furia algunas críticas a gente del medio literario y político, pero a la vez despliega con mayor libertad su talante creador dado que él mismo circunscribió el diario a las líneas exactas de cada día que cabían en una libreta de la Academia de Ciencias y las Artes de España de 2004. ¿Cómo uno de los escritores españoles más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI desea que, en el ocaso de su vida, porque muere a los ochenta y siete años, se le recuerde por semejantes insultos a tanta gente? No dudamos de la sinceridad de las palabras del prologuista cuando dice que el material fue revisado y autorizado por Marsé y sus familiares, todo ello a pesar del título del volumen: Notas para unas memorias que nunca escribiré.

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Hay que mirar lo bueno dentro de lo malo, obviar el caparazón e ir a lo profundo, lo que realmente interesa, porque los juicios son juicios, solo eso y nada más, la óptica de una persona desde un lugar y momento determinado de su vida y a partir del cúmulo de sus experiencias, tan distintas y singulares como los de cada sujeto que habita este planeta. Algunas de las perlas con las que uno se podría quedar de estas Notas para una memoria que nunca escribiré:

–Los momentos –siempre muy breves– que no tengo nada en la cabeza –nada relacionado con los libros– son muy felices.

–Todo el día trabajando en las correcciones. ¡Nunca ningún texto mío me pareció definitivo!

–¡Mi eterna falta de disciplina para el trabajo! ¿Qué estoy esperando para reanudar, mejor dicho, empezar la novela?

–Pues porque no consigo posicionarme en el relato, no encuentro el tono. Todo lo que imagino como arranque se me antoja innecesario, vacío, sin tensión narrativa. Sin esa tensión soy incapaz de escribir.

–En literatura la liebre se levanta donde menos te lo esperas. Y eso es bueno.

–Me gustaría encontrar una prosa desprovista totalmente de estilo y capaz de ocultar tras ella a los personajes y a mí mismo.

–La ficción no aspira a suplantar a la realidad; quiere representarla pero no suplantarla.

–En todo caso, como decía el buenazo de Wilde, el placer superior de la literatura es dar realidad a lo que no existe.

–Yo cultivo la memoria mediante la imaginación.

–No quiero que el lenguaje más brillante se interponga en el camino de la narración.

–Si quieres ser auténtico (no original), no abandones esa laboriosa búsqueda de la simplicidad.

–La parte inventada de mi vida –el relato de mi madre Berta sobre mi azarosa adopción– es la más creíble y hermosa verdad.

–Lo real puede no ser verdad; la ficción sí puede.

–El escritor escribe para ajustar cuentas con su pasado.

– Yo no escribo pensando en ustedes. En ninguno de ustedes.

–Estoy adquiriendo la obra completa de Josep Pla. Quiero dejar a mis nietos –ya que mucho dinero supongo que no– una buena biblioteca.

-Si quieres ser un hombre libre apaga la tele.

-Natación y escritura: el dúo perfecto.

***

A manera de conclusión sobre Notas para una memoria que nunca escribiré, Marsé dice:

Yo no soy un escritor, no en el sentido corriente de lo que se entiende por escritor. Soy desinteresado, perezoso, poco observador, ignorante en muchos aspectos, desmemoriado, sin fe en mí mismo, y sin casi ninguna de esas cualidades que se suelen atribuir a un novelista: verbosidad, ingenio, agudeza. Desconfío de mis métodos de trabajo y nunca veo nada claro, nada me acaba de satisfacer de lo que escribo. Y menos este diario que empecé como una autoflagelación.

Y en la última nota de la última página, una cita de Antonio Machado: «Yo estimo la vida por encima del arte que representa la vida, que la vida es corta y el arte es largo, y además qué importa».


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