Diario Literario

Diario literario 2024, octubre (parte V): Yelena Shvárts, poetas de la gran guerra: Housman, nostalgia de otoño, el piloto de W. B. Yeats

02/11/2024

Elena Svárc

Milán, sábado 26 de octubre de 2024

Yalena Shvárts (Elena Svarc)

Hace poco más de un año me encontré una reseña con unos textos de Elena Svárc en italiano. Ahora la vuelvo a conseguir en una entrega la revista Poesía, de Milán. Yalena Shvárts (esta parece ser la grafía de su nombre en castellano) es una destacada exponente de la gran tradición de poesía femenina rusa que han integrado poetas más conocidas, como Ana Ajmatova, Marina Tsvetaieva, Bella Ajmadulina, y otras no tan difundidas, aun menos que la Shvárts. Nació en Leningrado en 1948 y murió en la misma San Petersburgo en 2010. Publicó mucho y participó con entusiasmo en los tímidos movimientos de vanguardia de la Unión Soviética en los años setenta. Irónica, irreverente, brillante y suficientemente inteligente para mantener a distancia la feroz censura que había acosado a otros poetas, como Joseph Brodsky. Ha sido traducida en Estados Unidos e Italia, y, hasta dónde sé, apenas algunos poemas en revistas de lengua castellana. Escribió, aparte de prosas y obras de teatro, dieciséis poemarios, en algunos de los cuales expresaba su filiación con la literatura de la Antigua Grecia, al punto de ser el tema de una tesis de grado de una profesora norteamericana publicada hace algunos años. Lo que sigue es mi versión al español de uno de sus textos traducidos al italiano por Alessandro Niero. Pertenece a la producción tardía de la autora y terminado en 2008, dos años antes de su muerte. El invierno de San Petersburgo al que se refiere es familiar a los lectores de Dostoievsky

 

FLORACIÓN DEL INVIERNO

La nieve ardiente de Petroburgo
me hincha el rostro
y se mete en mis ojos-
polén tóxico.

¿Qué va a florecer? Dímelo suavemente.
¿Qué es lo que esparce semillas
de manera tan grosera?
Tan sutiles las venas parásitas
sobre las tuberías.

¿Oyes? El hielo sobre los ríos se ha roto,
¿Ves? Un árbol ha germinado,
es el árbol del hielo,
el árbol fraile del invierno.

Invierno con flores de hielo en las ventanas,
lilas que descienden del cielo,
y enero con una rosa blanca
entre los dientes
se cierne sobre la ciudad.

Rosa, rosa de vidrio,
rosa blanca, congelada por dentro,
que se despliega, se difunde;
y desarrolla el tremendo invierno.

No me traicionará el cuerpo pérfido:
este injurioso grupo con sus escrúpulos
una astuta manada de átomos
y acumulados delirios,
dormirá un poco para recuperarse,
y volver a girar,
no, no me traicionará el bermellón,
la sonora asamblea de mi sangre, no lo hará.
Mientras, el alma como una brisa “divina”
sucede al mar sin mirar atrás,
para arrojar a la basura
este cuerpo alquilado.

Robert Lowell. 1965. Fotografía de Elsa Dorfman | Wikimedia

Milán, lunes 28 de octubre de 2024 

A pesar de que, agobiado por mi total e imperdonable ignorancia de lenguas como el griego y el ruso, siempre me ha resultado frustrante, tal vez debería decir humillante, retraducir un texto literario. No así

cuando trato de apropiarme de un poema o fragmento, para intentar hacer algo original. Una “imitación”, como las llamó John Dryden ya en siglo XVII y que ha estimulado entre los escritores de su lengua una tradición envidiable. Lo mejor de Samuel Johnson, contemporáneo de Dryden, como poeta fue su imitación de una de la Sátiras de Juvenal; de hecho, es lo único digno de la Antología. Más iluminador, tal vez, fue Robert Lowell, quien escribió una de sus mejores poesías a partir de las famosas golondrinas de Bécquer. Estas son las primeras líneas del poema de Lowell, y después las recordadas por todos del gran Gustavo Adolfo Bécquer, el único poeta español digno de ese nombre en todo el siglo XIX:

 

Dark swallows will doubtless come back killing
the injudicious nightflies with a clack of the beak;
but these that stopped full flight to see your beauty
and my good fortune… as if they knew our names
they will not come back…

Retrato de Gustavo Adolfo Bécquer. 1862.
Valeriano Bécquer

(“Volverán seguramente las oscuras golondrinas eliminando / de un picotazo las imprudentes luciérnagas; / pero aquellas que detenían su vuelo para admirar tu belleza / y mi buena suerte, como si supieran nuestros nombres / esas no volverán…”). Este es el gran Bécquer:

 

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.

Pero aquellas que el vuelo refrenaban,
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres,
esas… no volverán…

 

Lowell hace suyo el poema al introducir el histérico y violento picotazo de sus golondrinas, mientras en el original la acción se desarrolla el aterciopelado silencio de una tarde sevillana. La imitación es una práctica tradicional que cuenta orígenes tan ilustres como los de Catulo imitando a Calímaco, o Virgilio a Homero y Teócrito. En el siglo XVIII, Alexander Pope imitó a Homero al intentar traducirlo al inglés, y Johnson, como dije, lo hizo con Juvenal. Por desgracia, en lengua castellana no es una de las tradiciones más distinguidas, a pesar de algunos casos ilustres, como el de Andrés Bello. Ha privado el terror al plagio, con lo que nos hemos eximido creaciones tan originales como las imitaciones de Ezra Pound en Homenaje a Sexto Propercio, uno de los diez mejores libros de poesía publicados en inglés en todo el siglo XX. La primera vez que acudí al arte de la imitación fue cuando preparaba mi poemario El sonido de la casa. Se trató de una imitación de Horacio. Más tarde, sería incluida en una Antología de Poesía Hispanoamericana, preparada por Guillermo Sucre, Ana María del Re y otros investigadores. La traducción, por otra parte, es una frustrante e ingrata ocupación. Tanto como necesaria. Sin la re-traducción la Edad Media no habría conocido a Aristóteles, nada menos.

Homenaje a mi padre

En lo que parece un velado homenaje a mi padre, Radio Classica Milano ha escogido esta lluviosa mañana de octubre para transmitir dos melodías que no puedo sino asociar con su memoria. La primera, la estremecida “Casta diva” de Callas, que hice reproducir en el cementerio de Valencia, mientras su blanco cuerpo era recibido por la negra tierra. La segunda, la obertura del Oratorio de Navidad de Bach, que escuché reiteradamente ese mismo diciembre de 1986 en Nueva York, donde me encontraba para apadrinar el matrimonio de mi hermano, Daniel Oliveros. Hoy es el día de los santos Simón y Judas Tadeo, dos de los discípulos de Cristo. No encuentro manera de relacionarlos con mi padre o mi familia. No obstante, no es lo único que ha traído a mi padre a Milán en estos días de otoño. Hace dos días, mientras revisaba las ajustadas traducciones al francés que Philippe Dessommes ha hecho de mis Tristia, me encontré con este élego escrito en 1991. Dispuesto a no dejar de lado el asunto de la traducción, lo reproduzco en la versión de Dessommes y en el original:

 

BLESSURE

A mon père i.m.

A cinq ans de ta morte, à l’ombre
d’un kapokier gardant fraîche la terre qui te cache,
je me demande s’il est un moyen d’alléger
tant de tristesse, une telle douleur, pareil naufrage;

si un brandy délicat ou le scotch le plus rare
guériraient les lisières de cette blessure qui t’a embrasé
aux heures les plus sombres, alors que tu hurlais
et gesticulais en vu des côtes abruptes de Cumboto.

C’est un chaud après-midi de décembre. Les vents
du nord ont molli. Les feux de l’été caraïbe
ont drapé de noirs les vieux murs du cimetière.
Une fleur jaune: c’est là tout ce qui effleure ta peau de nuage.

Chaque question est un gouffre. tes lèvres minces
ne bougent plus. Et ton regard s’est figé, perdu.

 

En el original castellano:

 

HERIDA

A cinco años de tu muerte, a la sombra
de una ceiba que refresca la tierra que te esconde,
me pregunto si habrá manera de aliviar
tanta tristeza, tanto dolor, tanto naufragio.

Si el brandy más fino o el escocés más escaso
sanarían los bordes de esa herida que te abrasó
en los momentos más oscuros, cuando dabas voces
y gesticulabas frente a la costa abrupta de Cumboto.

Es una tarde calurosa de diciembre. Los vientos
del norte se han demorado. Los fuegos del verano
roderon con sus negros el viejo cementerio.
Una rosa amarilla es todo lo que roza tu piel blanca.

Cada pregunta es un vacío. Tus delgados labios
no se mueven. Tu mirada sigue fija, perdida.

Fotograma de «El príncipe estudiante en la vieja Heidelberg» (1927)

Hablamos de cine mudo

El príncipe estudiante en la vieja Heidelberg (1927) fue la última película muda de Ernst Lubitsch, instalado en Hollywood merced a Mary Pickford, la más brillante de las estrellas femeninas de su tiempo, e influyente fundadora, con Chaplin y Douglas Fairbank, de United Artists. La historia de la cinta es casi arquetipal. Un príncipe heredero quien, por alguna razón, deja la corte para mezclarse con sus súbditos, gente normal. Allí conocerá las virtudes de la sencillez, la amistad y el amor. A diferencia del duque de Windsor, el héroe de Lubitsch, a finales del XIX, obedece al llamado del deber y, tristemente, tiene que encargarse de las responsabilidades un monarca. Vida y poder enfrentados de manera irreconciliable. La historia ha sido el argumento de reiteradas versiones. La de Lubitsch es la más lograda. Contó con el protagonismo del malogrado galán mexicano Ramón Novarro y la fotografía de John Mescall . En El príncipe estudiante…, el cine mudo, como en Chaplin, Murnau, Keaton, Giffith, es llevado a tal grado de expresividad y lirismo, que uno entiende al mismo Chaplin cuando expresaba su desconfianza ante el cine sonoro.

Ezra Pound. 1919

Milán, martes 29 de octubre de 2024

Poetas de La Gran Guerra (I)

Los organizadores del Club de Lectura “Scipion 8”, han seleccionado, para sus actividades de noviembre, la relectura de una de las poesías más gratificantes y menos conocidas fuera del mundo anglo-sajón. Me refiero al trabajo de una serie de poetas británicos que participaron y dieron cuenta de sus actividades en la trincheras de la Primera Guerra Mundial. Unos más conocidos (Robert Graves, Wilfred Owen. Rupert Brooke, Siegfried Sassoon) que otros (Yvor Guerney, Isaac Rosenberg), todos se mantuvieron al margen de las exigencias de una indiferente modernidad para insistir en la poesía como el alimento espiritual de la tribu humana. Cantaron los horrores inimaginables e inimaginados de la guerra, el amor a la patria (¿alguien más patriota que Héctor el troyano?), la distancia del oscuro objeto del deseo, la injusticia absurda y asesina, la camaradería, la soledad real, con la muerte como sola compañía, y la pérdida del sencillo reino de los jardines y campiñas de la vida provinciana (pocos eran originarios de Londres y las otras metrópolis inglesas). Se sentían dignos herederos de una tradición británica según la cual nada en la vida como “un jardín y un amigo”. Ezra Pound, quien era norteamericano y no participó en las acciones a pesar de la tardía incorporación de su país, condenó el desastre de la guerra en una cuarteta no indigna de la memoria de los hombres:

 

There died a myriad,
And of the best, among them,
For an old bitch gone in the teeth.
For a botched civilization.

“Murieron por millares,
los mejores entre ellos,
todo por una vieja puta desdentada,
una civilización chapucera”.

A. E. Housman. 1910. Fotografía de E. O. Hoppé

Nada equivalente en Francia y, ni siquiera en Alemania, donde no fueron pocos los poetas que participaron en el conflicto. Uno de ellos, el austríaco Georg Trakl, quien tan poco escribió, debido a su muerte temprana en el escenario bélico, escribió lo suficiente para llegar a ser uno de los más destacados poetas de lengua alemana de su tiempo. Los italianos, alentados por un Marinetti, quien lo imaginó todo menos el sórdido infierno de la Primera Guerra, o estimulados por un D’Annunzio más literario que real, no dejaron mayores testimonios escritos dignos de memoria. Y casi todos se los debemos al iluminado Giuseppe Ungaretti, quien vivió el conflicto en las encarnizadas batallas contra Austria en las laderas del Alto Adige. En Inglaterra, no todos los poetas que participaron en la contienda bélica escribieron sobre el lamentable asunto. Algunos mayores, como A. E. Housman, nacido en 1859 en el mediodía del imperio victoriano. Des sus Últimos poemas (1922) es este texto incluido en A un joven atleta muerto, la antología bilingüe de Housman, publicada por Pre-textos. Estos son los primeros cuatro, versos con su musicalidad todavía victoriana, escritos el mismo año que Eliot lo hacía con su Tierra yerma.

 

Soldier from the wars returning,
Spoiler of the taken town,
Here is ease that asks not earning;
Turn you in and sit you down.

 

Este es mi intento de traducir:

 

Soldado que regresas de la guerra,
saqueador de las ciudades que has tomado,
aquí la tranquilidad no pide nada,
ven y descansa.

La guerra ha terminado,
sean todos bienvenidos,
mientras el caballo da cuenta del trébol
y las riendas cuelgan en el establo.

Se acabaron los gélidos inviernos,
la inmundicia de otoño a mayo en las trincheras,
los veranos de sudorosos combates
para defender al káiser o al rey.

Descansa montura, que se oxiden las riendas,
reyes y káiseres, guarden sus pagas;
soldado siéntate, y, por siempre, que nada
hagas en las tabernas de la noche.

 

Milán, miércoles 30 de octubre de 2024

Nostalgia de otoño

Nostalgia es la estación de la nostalgia tanto como el invierno lo es de la melancolía. La nostalgia es dolor en griego. No un dolor físico sino del alma. Es el ser humano que siente el dolor del viaje (nostos) sin regreso. El viaje como metáfora de la existencia, que no se puede vivir sin perder siempre algo. Por lo menos un día perdemos por cada día que pasa. La pérdida viene con la nostalgia por lo que ya no se tiene. Pienso en esto cuando veo cómo, sin parar un punto, Alessandro, mi nieto, comienza a dejar atrás la infancia para adelantarse hacia la adolescencia. No ignoraba que esto, más tarde que temprano, iba a ocurrir; pero suponer no es saber, como escribió Simone de Beauvoir. Lo más dramático de estas experiencias es su irreversibilidad. No creo que Alessandro esté dispuesto a regresar al país perdido de la infancia. Primero, porque no sabe lo que pierde al perder el único país que será verdaderamente suyo. Luego, y es lo trágico, porque sencillamente no podría. La infancia “s’en va como cette eau coulante”, cantó Apollinaire hablando del amor, la infancia no es diferente. Atrás quedó y para siempre. Afuera, para atenuar tanta nostalgia, una espléndida mañana de octubre, con su luz liviana y musical como una gymnopedie, su aire cristalino y los azules más altos del cielo. Atrás va quedando la infancia de Alessandro, mientras la vida, el verdadero paraíso, de acuerdo a los mismos griegos, lo aguarda.

W. B. Yeats. 1922

Poetas de La Gran Guerra (II)

Como A. E. Housman, otro poeta de lengua inglesa que no participó en la primera de las dos guerras mundiales, fue W. B. Yeats. Menos interesado que Housman en su condición de nativo de Irlanda. En un país sometido todavía a los desmanes del colonialismo, los irlandeses se mantuvieron distantes de los sucesos del continente, amparados en la falacia según la cual el “enemigo de mi enemigo” es mi amigo simpatizaron con la causa alemana. El malogrado Roger Casement, al cual Vargas Llosa dedicó una de sus novelas, fue víctima de este desvarío. Yeats, irlandés protestante pero convencido independentista, nació en 1865, y para 1918, cuando escribió su poema, ya era el vate más respetado de su dividido país natal. El poema tiene un lugar asegurado en la antilogía de poesía europea del siglo XX. Su musicalidad tiene el signo de lo atemporal. Puede estar al lado de Chaucer o Eilzabeth Bishop. Aunque no siempre considerado, uno de los mejores atributos del texto es su prefiguración de la inquietud existencial que marcará a los héroes y filósofos de la segunda post-guerra. Enfrentado al abismo de la nada, el poeta irlandés prefiere el suicidio, la “única posibilidad filosófica”, fascinado ante la posibilidad de desaparecer para siempre entre las altas nubes. Es un extranjero, que no siente ninguna animadversión hacia los alemanes que combate, y mucho menos amor por los ingleses que defiende. Del mismo modo que es crítico con las multitudes que celebraban las acciones bélicas con un entusiasmo digno de mejores causas. Cuando Yeats escribe sus versos, la sangre todavía estaba fresca de patriotas irlandeses muertos por el ejército británico en la rebelión de 1916. Es un pecado traducir este poema, como diría mi madre. Me he limitado a trascribir apenas su sentido literal, consciente de que “poesía es todo lo que se pierde en la traducción”. ¿Cómo poner, en cualquier idioma, esta exquisita musicalidad, con sus impecables rimas y aliteraciones?

 

I balanced all, brought all to mind,
The years to come seemed waste of breath,
A waste of breath the years behind
In balance with this life, this death.

 

Una versión “literal”:

 

Estoy consciente de que, en algún lugar
entre las nubes, enfrentaré mi destino.
A los que combato no los odio
ni amo a los que defiendo.
Mi único país es Kiltartan Cross,
mis compatriotas los pobres de Kiltartan,
quienes no perderán nada con el resultado
o serán más felices que antes.
Ni la ley ni el deber me obligaron al combate,
ni los políticos ni las muchedumbres entusiastas,
el impulso de una solitaria fascinación
me trajo a este disturbio sobre las nubes;
lo pesé todo, en todo he pensado,
los años que me esperan serán aliento perdido,
como lo fueron los años pasados,
acordes con esta vida, con esta muerte.

 

Yeats fue motivado por la muerte, mientras piloteaba un avión de Royal Air Force, del mayor Robert Gregory, hijo de su amiga y protectora Lady Gregory. Podemos leerlo como una tensa y elegante elegía, o como la temprana expresión de la crisis de la sensibilidad occidental que se presentará cuarenta años después. La tradición profética de la poesía irlandesa se remonta a la época pre-cristina, un atributo que encontrará en san Patricio a su más consumado exponente, enriquecida en nuestro tiempo por bardos como Seamus Heaney, Dereck Mahon o Paul Muldoon.


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