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Piero della Francesca es un pintor distinto. No bastan los ojos ni la mente. Es necesario abrir el alma para entenderlo. Los asuntos de su iconografía no difieren de los del resto de sus contemporáneos. Casi siempre santos, vírgenes, Cristo recién nacido, bautizado, azotado, crucificado y resucitado. O episodios fantásticos de la Leyenda dorada, como la historia de la Santa Cruz. Y retratos de algunos príncipes defensores de la fe y protectores del arte, como el duque de Urbino. Piero nació en 1420 en el valle del Alto Arno, en Borgo San Sepolcro, durante mucho tiempo perteneciente a los estados pontificios hasta que Florencia la adquiriera en 1441. Pequeña, pero privilegiada por la fertilidad de sus campos, la actividad comercial y una magnífica actividad intelectual, como recuerda Pope-Hennessy en su clásico estudio sobre el artista: “San Sepolcro no era, como tienden a sugerirlo los que han escrito sobre Piero, una pequeña citadela primitiva aislada en la campiña. Era un centro humanístico, si bien de modestas proporciones, donde Piero realizaría su trabajo”. Se encuentra a corta una distancia de Anghiari, que fuera campo de la feroz battalla, donde los florentinos vencieron a los lombardos de Filippo Maria Visconti. Y para cuya conmemoración Leonardo fue incapaz de terminar el fresco encomendado por Maquiavelo para los salones del Palazzo Vecchio de Florencia. La luz de este paisaje, cuyo centro es Arezzo, es tan dulce como la de las colinas de Vinci. Una topografía donde el tiempo parece detenerse una vez al día para tomarse una pausa en su carrera enloquecida. Della Francesca aprovechaba ese momento para captar, no la superficie sino la esencia de esas cosas y personajes. Algo que ya había advertido Roberto Longhi en su clásico estudio al señalar que Piero iba más allá de Masaccio al descubrir la esencia de lo representado. Y con su pintura nos invita a hacer lo propio. Es decir, dirigir la mirada más allá de las apariencias. Cuando Cristo triunfante salió de su tumba, todo se paralizó por unos segundos, el tiempo suficiente para que Piero, quince siglos más tarde, lo imaginara y lo transmitiera en la que para muchos es “la mejor pintura del mundo”. Hay un momento, escribió el mismo Pope-Hennessy, en el cual un pintor, al cual le hemos dedicado una dilatada atención, estudiándolo y escribiendo sobre él, se convierte en un amigo. Es lo que me ocurre con Piero della Francesca. Y he encontrado en él, como lo encontró Pope, un amigo reservado pero constante; silencioso y, en ocasiones, ensimismado. Sus santos y Cristos son así. No melancólicos o tristes, sino nostálgicos de un mundo perdido. Sus ángeles, los más hermosos de la historia de la pintura, no parecen dotados ni siquiera para expresar el esbozo de una sonrisa. La existencia, aquí y en el más allá, es algo demasiado serio como para andar prodigando simpatías en retablos y frescos.
Esta dimensión metafísica de la pintura de Piero es la marca de su iconografía desde comienzos hasta el final, cuando, casi ciego abandonó la pintura por una disciplina tan abstracta como la geometría. De poco sirve la retina si no vemos con el alma la formidable “Madonna del Parto” en Monterchi. Es así como nos damos cuenta de que la Virgen nos estaba esperando. La madre de Jesús era la mía también, la de todos, retratada en aquella pared que se siente infinita, del tamaño de una catedral. Piero, con su fresco, devela el misterio: la Virgen María es todas las madres. Y con su “Madonna del Parto”, Piero las pintó a todas. Es lo que tiene de estremecedora la imagen. Y la única razón que justifica que me haya demorado tanto en encontrarla. Más de setenta años me tardé en llegar, pero igual ella estaba allí, como siempre ha estado, antes y después de Piero. Las madres, como nadie, saben de esperas. Piero es el más consecuente pintor de los misterios y en esto, como lo presintió Balthus, se adelantaba a metafísicos y surrealistas. Pocos artistas del Renacimiento han sido tan influyentes en el arte contemporáneo como Piero della Francesca. Balthus lo reconoció como maestro, con Masaccio y Ucello. Y no es difícil, incluso con temas tan diametralmente diferentes, respirar la atmósfera del maestro de Borgo Sansepolcro en buena parte de su obra. Balthus insistió en conservar una de las copias que había hecho de Piero (también conservó las de Masaccio y Ucello).Y tenía sus razones, la copia de la tabla de Piero es una de las más balthusianas de las pinturas del maestro polaco-francés. Lo revelador es que Balthus ha sido asociado, tal vez no sin razón, con los exponentes de la práctica surrealista. Y algo de surrealista se presiente en imágenes como “La flagelación de Cristo”. Que es el resultado de su creencia en el tiempo suspendido. Un elemento común a toda la pintura surrealista, y evidente en Magritte, Delvaux, Dali o Carrington. Y es, precisamente, lo que encontramos en las afinidades entre David Hockney y Piero. Afinidades tan manifiestas, que han sido objeto de la muestra organizada por la National Gallery, de Londres: “Hockney and Piero. A Longer Look”. La exposición se limita a las dos telas en las que Hockney cita a Piero. En “Mis padres” (1976) y en “Observando pinturas” (1977), el artista británico incluye reproducciones de “El bautismo de Cristo”. Uno de los cuadros que más habría de impresionarlo en su primera visita al museo londinense cuando tenía dieciocho años: “Recuerdo que en aquella primera visita me impresionó mucho ‘El bautismo de Cristo’, y una pintura de Rembrandt, el retrato de Margarita Trip, con las manos en los brazos de la silla. Para mí era un retrato fantástico. Asimismo “El matrimonio Arnolfini”, de van Eyck es un cuadro muy, muy conmovedor. Pero el de Piero es sencillamente maravilloso”.
Esa sensación de tiempo suspendido, de tiempo que parece pasar sin moverse, es inevitable ante una pintura de Piero. Y es lo que uno siente al entrar a la muestra del Museo Poldi-Pozzeli cuyo brillante montaje del Polittico Agostiniano hubiese gustado al exigente Piero della Francesca. Las cuatro grandes figuras del Políptico parecen haber estado allí enmarcadas para siempre. Los fondos dorados colaboran a esta impresión de atemporalidad, propia de la iconografía del maestro de Borgo Sansepolcro. Por primera vez desde su desmembramiento, los siete elementos sobrevivientes del magnífico Polittico han sido reunidos en el museo milanés en un evento de carácter internacional, que contó con la participación de importantes centros de arte como la londinense National Gallery, la Frick Collection y el Museo Nacional de Lisboa, complementados con una importante pieza del Poldi-Pezzoli. Reiterados fueron los intentos de estas instituciones de realizar lo que lograron los directivos del Poldi-Pezzoli. Aunque extraviada la figura central que representaba la Madonna, las cuatro tablas que la acompañaban han sido presentadas con tanta habilidad que son suficientes para expresar el proyecto de Piero. Los cuatro santos, cada uno a su manera, son testigos de una devoción calculada, desde la imponente figura de San Agustín, con un manto decorado por Piero para presentar, de manera sintética, la vida de Cristo, hasta el resuelto San Miguel Arcángel, poco después de acabar con el mal en forma de dragón. Las otras dos figuras, en su discreción, San Juan Evangelista y San Nicola da Talentino, le otorgan un perfecto equilibrio al conjunto. De las otras pinturas conservadas, sólo la “Crucifixión” está a la altura del genio de Piero. Para los “amigos” y admiradores del maestro de Borgo Sansepolcro, se ha trató de una oportunidad única de ver, gracias a la insistencia de los directivos del Poldi-Pezzoli, el incompleto Polittico Agostiniano en su magnífica complejidad. La modernidad de Piero, sostenida por estudiosos como Longhi, Pope-Hennessy o Ginzburg, e ilustrada por Balthus y Hockney, nos reiteran en el convencimiento de que Piero della Francesca sigue siendo contemporáneo.
Alejandro Oliveros
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