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Dos son las dificultades con las que el lector poco entrenado ¿perezoso? se tropieza al momento de adentrarse en Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar: la aparente fragilidad de la línea anecdótica y, como causa de este efecto, el proteico desplazamiento del punto de vista narrativo que, también en apariencia, impide fijar las historias particulares de los personajes. Se trata, en esencia, de una de las características que desde 1965, cuando publica su primera novela, Marzo anterior, José Balza ha perfilado como parte de los rasgos medulares de su propuesta artística: crear la sensación de que lo que leemos no es más que el trasiego de un individuo en constante análisis de los estímulos que percibe para convertirlos en reflexión que explique su paso por el mundo. Eso que buena parte de la crítica sobre su obra llama «multiplicidad psíquica» y que consiste en una suerte de panóptico desde el que una voz expone, como sui géneris fluir de la consciencia, un tiovivo de imágenes, recuerdos, pensamientos y hasta diseños completos de sujetos y situaciones con el fin de revelar los precarios asideros de la realidad, tan solo sostenida por el lenguaje.
Esta técnica de exposición de los hechos ‒parecida al esfumado pictórico‒ se gestiona mediante el uso de una prosa altamente plástica que permite la distribución de las acciones según las veleidades de ese ojo ciclópeo, caprichoso, que intenta conocerse a sí mismo a través del estudio de los otros. Un examen, todo sea dicho, basado en el saber íntimo que esa voz innominada (¿podría ser Alexis?) tiene de los personajes con los cuales se relaciona desde la infancia y hasta el momento representado: su regreso al pueblo de San Rafael luego de diez años de ausencia.
Así, Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar (edición príncipe, 1974) cristaliza los influjos que el precoz Balza había recibido de la novela objetual francesa, del ciclo novelesco de Marcel Proust y de atentas lecturas de importantes universos ficcionales (Cervantes, Musil, Durrell) que el escritor adelanta en su Narrativa instrumental y observaciones (1969), pequeño volumen en el que plasma sus ideas estéticas con una acuidad que no solo concierne a las piezas anteriores a la publicación de esta poética sino, por supuesto, a todo su material creativo posterior.
De manera que, apropiándose de estrategias derivadas de la vanguardia histórica europea, Setecientas palmeras… potencia la necesidad de presentar tramas a tono con el contexto de la Venezuela de fines de la década de 1960 y principios de la del 70: un país sometido a severos cambios económicos y socioculturales que el autor corporiza gracias al proceso de individuación, minucioso y tenaz, del protagonista.
Conviene advertir que la práctica de asunciones experimentales venía dándose en la novela y el cuentos venezolanos desde los tempranos años veinte (parte de la narrativa de Julio Garmendia, Blas Millán o Arturo Uslar Pietri, entre otros); no obstante, lo que Balza constela va más allá del simple usufructo de unos recursos estructurales o temáticos para lograr cierta funcionalidad de la maquinaria fictiva: el conjunto de su trabajo imaginativo constituye el insistente roturar de un campo en el que lo narrado se transforma en baliza para la interpretación de realidades profundas: aquellas que no suelen verbalizarse de modo transparente o que quedan rezagadas debido a la tributaria exigencia (¿a quién se complace?) del medio literario y crítico respecto del ambiente político-social. En esas profundidades quizá repose la llave de nuestra idiosincrasia y no en el mero relato de avatares castrenses y administrativos.
Segunda advertencia: Balza no se sustrae del entorno, tan solo lo entremezcla de forma sutil con las introspecciones del personaje.
¿Pero cómo se manifiestan esos buceos en Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar?
Un joven psicólogo se empecina con la vida de Praxíteles, el escultor del siglo IV a. C. Tanto lo obsede la figura de aquel griego que abruma a sus amigos con el dibujo de una biografía del artista o con la realización de un filme que detalle los aportes estatuarios de aquella lejana personalidad. Lo que parece un interés profesional oculta, sin embargo, algo mucho más sondable: el narrador se siente identificado con las peripecias del ateniense al punto de que podemos señalar la ocurrencia de una metamorfosis: la voz narrativa deviene máscara de un desdoblamiento; el remoto artífice heleno y el muchacho que salió de un caserío en el delta del Orinoco, va a Caracas a hacerse con un oficio académico y regresa por un mes a su aldea son uno: el sensible esteta que busca dar justificación a sus días con base en el arte. Porque no hay diferencias conceptuales entre el modelaje de una estatua y la confección de una película o una novela: todos resultan dispositivos para fijar la memoria, disminuir el caos y propiciar la comprensión.
Seamos del Ática clásica o de un perdido asentamiento selvático a la ribera de un río suramericano en pleno siglo XX, el peso de lo humano siempre es el mismo. Deseos, pulsiones, pero también anhelo por conocer y ganancia de bienes físicos y espirituales, todos buscamos ‒unos más que otros‒ la rápida satisfacción de atavismos básicos. En Setecientas palmeras… la urgencia por alcanzar placer se despliega en varios instantes en la vida del protagonista: desde los tibios escarceos de la infancia hasta la completa atención de los instintos en el suelo de la jungla para compartir los cuerpos; o en el disfrute tasado en habitaciones de la mercurial urbe, campante y libérrimo, vivido con urgencia y de manera incansable.
Y es que esta novela resulta un laboratorio sobre las argucias con las que suelen recubrirse las tensiones generadas por el puntual cumplimiento de unos mandatos biológicos, psíquicos, animales: el dispendio de los sentidos en ese momento único cuando somos uno con el otro. Por ello, el omnívoro narrador indaga y reflexiona, se apropia de saberes que le permiten comprender algo de su comportamiento: es impulso irreprimible y, al mismo tiempo, sujeto ilustrado. Así, al arribar a Caracas descubre una selva de materiales distintos en la que desarrollará una segunda piel (¿una nueva consciencia?) apenas capta los secretos de aquellas calles bulliciosas y se convierte en silencioso urbanita que domina el ritmo de la megalópolis sin abandonar sus raíces orinoquenses y, menos aún, la constante llamada de sus apetencias.
Asistimos, pues, a una conversión, al enriquecimiento de la personalidad del protagonista mediado por la cultura institucionalizada, esa que posibilita atenuar o encubrir las tendencias salaces y los gestos primitivos ‒inciviles‒ como efecto positivo de la educación formalizada. Quiere decir, el narrador de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar alcanza a transformase en un individuo decente que, sin embargo, puede permitirse ‒en la ciudad o en el pueblo‒ incursiones por territorios marginales o donde habita el lumpen (la aventura con el joven de una cuadrilla de malandros por Macarao, la fiesta de las ollas), o por lugares donde la civilización solo se manifiesta en una línea de postes de luz (los paseos por San Rafael en aquella temporada de regreso después de una década); su prestigio de hombre culto, universitario, lo protege de sucumbir a la canalla, de refocilarse sin consecuencias en el barro, de disfrutar con plenitud del sexo.
La conversión implica, es obvio, convertirse en otro; uno de los motivos de la novela (y de otras piezas de Balza, como Después Caracas —1995): ser Praxiteles, esculpir una imagen que escamotee las verdaderas motivaciones que dan sentido a la vida, por lo común las más elementales.
Este enmascaramiento pretextado con el recurso de diseñar una obra imperecedera, con vocación estética, que eleve el comportamiento humano a terrenos de valía y trascendencia distintos al muelle retrato de una torva cotidianidad es lo que emparenta, entre otros aspectos, la narrativa de Balza con la Guillermo Meneses; en especial, tratándose de Setecientas palmeras…, con «La mano junto al muro» (1951) y El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953), e incluso con El mestizo José Vargas (1942). También, cómo no, con algunos títulos del uruguayo Juan Carlos Onetti: Para una tumba sin nombre (1959), El astillero (1961), Juntacadáveres (1964).
En los dos lustros transcurridos entre la salida y su regreso al pueblo el protagonista comprueba que San Rafael no ha cambiado, sus estructuras sociales permanecen iguales y hasta muchos sobreviven de la misma manera. Por el contrario, él ya es otro: el tráfago caraqueño, los estudios, las lecturas lo han convertido en un hombre que mira desde el aventajado observatorio mental de quien no solo se evalúa a sí mismo, sino a aquellos que se quedaron atascados en la precariedad de sus pasiones raigales, entregaron sus vidas en la lucha guerrillera o se despeñaron en la ingenuidad de unos sueños de futuro al enterarse de que el Apolo 11 había alunizado.
El tiempo, parece ser una de las metáforas generales que subyace en la obra, es la sustancia que nos define, la savia que alimenta la experiencia y pone las cosas en su justo sitio.
Pronto hará cincuenta años que Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar salió de las modestas prensas de la Editorial Síntesis Dosmil. Eclepsidra ha tenido el tino de publicar una nueva edición de la novela. Releerla ilumina una época de la historia venezolana, pero sobre todo, revela la alta calidad de una bien tramada composición escrita en plástica e imantada prosa.
Carlos Sandoval
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