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“Las historias sólo suceden a quienes son capaces de contarlas”. Paul Auster
Como una caja de pandora, un baúl puede encerrar misterios y sorpresas. Es, en sí mismo, una invitación a hurgar, un banquete a la curiosidad. Asociado al acto de guardar o preservar, remite también al deseo de permanencia lo que, a su vez, se emparenta con la fotografía y su complicidad con la memoria. Por eso, un baúl lleno de fotos traslada recuerdos, convierte imágenes en experiencias.
En una época de inmediatez y virtualidad, lo efímero se impone. Tocar una foto implica un acto de extrañeza que desafía la exclusividad de lo visual. Encontrar fotos familiares en un baúl, identificar acontecimientos, personajes y lugares es un ejercicio de memorias compartidas en el que las historias se entretejen abriendo múltiples posibilidades. Posmemoria y rememoria, memoria real y ficcionada, identidad afectiva y recuerdos artificiales beben de las autobiografías, retratos, diarios y correspondencias que forman parte de una herencia que desde la primera persona se ensancha hacia varias generaciones que se aproximan con cautela y rareza a eso que sin ser del todo desconocido resulta, cuando menos, distante. Vestimentas, peinados y aparatos pincelan otros contextos y personas a los que estamos unidos por lazos intangibles e imperecederos. Reconocernos en ellos es ver los cimientos, las raíces y la esencia.
Estas ideas se cuelan entre las páginas de El baúl. Miradas cruzadas (2022) de Herman Sifontes Tovar, un libro que reúne las fotos de sus abuelos maternos y ofrece un recorrido desde la materialidad de la foto impresa y los vestigios que el tiempo va dejando en ella, hasta las manos de un lector que viaja y aprende con ellos. Se miran a través del visor. Él la fotografía a ella. Ella le devuelve la mirada. Intercambian lugares, repiten encuadres, poses y composiciones. La mediación del equipo fotográfico es el puente que atraviesa el instante devenido en recuerdo. Ni en las tomas individuales están solos. El diseño los une. La secuencia los reencuentra. Sabemos que en cada toma se cuela el ojo omnipresente de la cámara que denota vínculo e interés. Fotografiamos aquello que nos importa. La mirada es expresión de afecto.
Es un trabajo que retorna al uso inicial de la fotografía familiar, de la cámara como guardiana de lo especial y acompañante de la cotidianidad. Con intención de registro y testimonio estas fotos trazan un itinerario. Una pareja emprende viajes e hilvana momentos. El formato pequeño e íntimo nos hace parte de una ruta personal y geográfica extendida en el tiempo y la imaginación, y nos convida a mirar a través de sus ojos. El libro, con concepto y diseño de Gisela Viloria y la coordinación editorial de Ricardo Gómez Pérez, es un doble homenaje: el de Herman Sifontes Tovar a sus abuelos. El de sus abuelos a la libertad de viajar y soñar. “Mi abuela Celeste me enseñó a soñar”, es la poderosa afirmación que resuena.
Un mapa anuncia múltiples destinos: Venecia, Tailandia, París, Rangún, Honolulu, Moscú, Nepal… ¿Qué tanto de esos lugares quedó en ellos? ¿Cuáles fueron las ciudades que más los cautivaron? ¿Cuánto de la cultura, el paisaje, la gente de esos sitios se impregnó en estos viajeros? ¿Cuánto de ellos dejaron allá? Las imágenes dan algunas pistas y como un guiño señalan: “Al igual que el mundo se graba en nuestra mente, nuestras experiencias quedan grabadas en el mundo” (Paul Auster).
Cada sección de El baúl. Miradas cruzadas es una pausa de abundantes detalles. Un pequeño desplegable cuenta otro relato, el de una casa presentada a través de cortes espaciales y comentarios manuscritos. Fachadas, jardines, muebles y rincones componen una vista panorámica que, por personal, cálida y pormenorizada, ofrece una visión alterna a los precisos recorridos de Google Earth a los que nos hemos habituado con cierta frialdad, tal vez desconociendo que “Guardar una imagen en físico te puede salvar el alma” (Sifontes Tovar).
Otras páginas sorprenden y se abren generosas para exhibir una colección que pone el foco en el mar, en su luz y sus colores. No importa cuántas veces lo miremos, el mar siempre cautiva y seduce. El ir y venir de sus movimientos hace de cada retroceso un nuevo comienzo. La cámara es testigo de ello.
Las historias y los afectos unen, las emociones conectan. Estas fotos son, por mucho, las más importantes para cada familia. A través de ellas se unen vivencias y anhelos. Lo que fuimos y lo que somos. En ellas nos reencontramos con quienes ya no están, acudimos a nuestra memoria en busca de momentos pasados que en el ahora se revisten de nostalgia. Como archivo fotográfico nos da la oportunidad de almacenar recuerdos, certificar el pasado y traspasar límites. En ellas “el esto ha sido” de Barthes se conjuga en presente y trasciende a la vida.
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Johanna Pérez Daza
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