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El 21 de noviembre de 2020 falleció Francisco Rivera. Su muerte sorprendió a muchos pues casi todos pensaban que los restos del escritor yacían, tiempo ha, en un perdido camposanto. Luego de publicado La búsqueda sin fin, en 1993, Rivera desapareció de la vida social de la literatura. Nadie –salvo un pariente remoto– sabía el paradero fantasmático o terrenal del otrora profesor universitario, del reconocido traductor, del brillante ensayista. Después de completar la carrera docente en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y obtener la jubilación deshizo sus vínculos académicos y se encerró en su apartamento del sureste de Caracas acompañado de su venerada Mercedes, a quien dedicó todos sus libros, y de las perpetuas charlas –quiero creer– con su políglota biblioteca.
La diabetes no daba tregua, pero remontaba los días con proyectos de escritura o tal vez con alguna traducción. Una cocinera hacía las veces de ama de llaves por horas y el compañero taxista de ésta llevaba a la pareja a consultas médicas, al supermercado, a trámites burocráticos.
Una mañana lo vi en el centro comercial Plaza Las Américas: caminaba solo, con dificultad (siempre me pareció que Rivera era sobreviviente de poliomielitis), aferrado a la pequeña bolsa con alimentos en la mano izquierda; la derecha, firme en el bastón. Nos cruzamos en unas breves escaleras. Pude atajarlo y recordarle sus peculiares lecciones de fonética y fonología o de expresión oral y escrita, pero no lo hice y él no me reconoció.
Desde 1981, al salir de la imprenta Inscripciones, Francisco Rivera se convertiría en uno de los escritores más sólidos del país en el campo del ensayo, ese género reflexivo que suele postular, de manera sutil y esplendente, interpretaciones sobre los asuntos más disímiles pero que en su caso giran siempre en torno de libros y autores, es decir, focalizados en la literatura. Durante al menos década y media Rivera reinó, junto con Guillermo Sucre y José Balza, en el empíreo de aquella especie literaria, sobre todo cuando agotada la vocación nacionalista del ensayismo venezolano (la cual retornaría en los inicios del tercer milenio) los materiales creativos devinieron corpus básico para quienes se dedican a examinar la naturaleza y proyección estética de la escritura.
Así pues, los textos de Francisco Rivera eran objeto de disfrute y saber para los bisoños estudiantes de letras que solíamos recalar en sus clases por cuanto sus pesquisas iluminaban costados insólitos de la vida y del ejercicio artístico de poetas y narradores. Sus correligionarios de la Escuela se sumaron al placer de leerlo con el afán de cumplidos alumnos que bebían de las variadas fuentes que les escanciaba el profesor revelado ensayista y, qué duda cabe, magister expresivo. Desde entonces supimos que Rivera era un escritor y que su presencia en las aulas constituía un mero paso administrativo con el cual mantener rellena la despensa. Gracias a sus trabajos descubrí los cuentos de Borges y las propiedades críticas de la prosa de Steiner; asimismo, la necesidad de la indagación profunda de lo leído si deseamos aprehender los contenidos simbólicos y las formas que materializan poemas y novelas, relatos y dramas: el lenguaje en su uso poético, tal como lo definió Roman Jakobson.
La clausura de sus actividades didácticas en la Facultad de Humanidades al término de sus reglamentarios compromisos laborales en algún punto de los noventa coincidió con el abandono de su ciclo de publicaciones y, hasta donde se sabe, de su escritura. Ningún título nuevo o alguna reedición: Rivera desapareció del tablero del ensayismo venezolano y hasta del radar de los lectores al sumergirse por voluntad propia –sin aspavientos y en silencio– en el fosco y temible Leteo.
Pero la memoria es terca pese a su volubilidad.
Un tal Edwin Duarte me escribe por Twitter; dice que es amigo de Rivera y que “el profesor” quiere conversar conmigo. Nos conectamos por WhatsApp y me informa que le ha leído una intervención mía a “Francisco” (así lo llama) en la que encomio su obra. Eso fue hace años –digo–. El hombre se disculpa al no poder mantener actualizado al ensayista respecto del “mundo literario”: su demandante oficio (ingeniero o ejecutivo) le impide sentarse a instruir al “profe”, con el debido rigor, lo concerniente al movimiento de la literatura. Cuenta que Rivera ya casi no ve y que apenas se mueve: ha perdido, en fin, facultades motoras y sensoriales. Al morir Mercedes, Francisco abandonó todo interés por la existencia cotidiana. Las dificultades para hallar insulina vapulearon aún más su espíritu precipitándolo al abismo de la depresión, ese pantano en el que algunos se hunden sin remedio. Se dejaba vivir escuchando vagas noticias sobre las composiciones de un sujeto que podría haber sido él o cualquier otro, una máscara desvaída y apenas entrevista.
En efecto, Rivera sufre recurrentes altibajos emocionales. Los días buenos puede entablar ricas conversaciones sobre Pessoa o Cavafis, pero los malos resultan un enfangado y lento trabalenguas. La tarde cuando Duarte escribe aquel tuit quizá tocó en suerte: intercambiamos teléfonos (Francisco no usa celular, advierte Edwin) y en menos de una semana oigo el lábil timbre de una voz de otro tiempo, cansina y sabia, anhelante y –con fugacidad– esperanzada.
Rivera insiste que le detalle mi cara mientras bucea en el recuerdo; no atina, sin embargo, a bocetar algo parecido a un rostro cercano. Traigo a colación la firma de Entre el silencio y la palabra en el café de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales la tarde del dos de junio de 1987. Nada. Al viejo Francisco –comentará Duarte– se le enredan las cosas. No obstante, concluye, su llamada le ha hecho bien.
Hubo otras dos conversaciones. Rivera insistía en que lo visitara algún domingo: La familia que me cuida –explicaba– sale siempre después de almuerzo: te lanzo la llave desde el balcón (un segundo piso) y subes.
Nunca fui. Las postergaciones sobraban: exceso de trabajo, falta de gasolina, protestas antigubernamentales. Pasaron meses, años, eones.
Un colega revela que Rivera había establecido un convenio con la familia que lo cuidaba: el ama de llaves sui géneris y su esposo taxista. Francisco se restringiría a un cuarto a cambio de traspasarles la propiedad por un cómodo monto y ellos lo atenderían hasta el final. Edwin Duarte –hijo de aquellos dos fieles asistentes– corrobora la especie y afirma que Rivera vivió con la tranquilidad que le permitía su estado de salud y la perenne tristeza que lo embargaba luego de la partida de Mercedes.
El “profesor” se deshacía de libros y papeles –cuenta Duarte– en los picos de rabia o desencanto. Títulos que el contemporizador Edwin intuye importantes, hojas manuscritas o impresas de las que ignora el contenido. Durante un tiempo –dice– Francisco estuvo escribiendo en una vieja computadora. Pero aquí también desconoce el destino de aquellos escarceos. Acaso fueron destruidos al verse imposibilitado, debido al avance de la ceguera, de siquiera leer lo escrito.
La mañana del 21 de noviembre de 2020 recibo un SMS: «Buen día estimado Carlos, saludos. Te escribe Edwin Duarte, amigo de Francisco Rivera. Te informo que él falleció el día de hoy.» Enseguida, sin darme tiempo de contestar, entra otro mensaje: «Él quería que tú fueras informado de su fallecimiento xq [sic] esperaba le pudieras hacer un obituario honorable.»
No sé si estas líneas cumplen el deseo de Rivera, una responsabilidad inmerecida que he intentado saldar –espero– con decoro. De lo que sí estoy convencido es de que su obra debe ser reeditada como homenaje permanente a una de las vocaciones más sin par de la literatura venezolana del siglo XX. (Cuenta Elisa Lerner que a los quince años conoció a Rivera; él andaba por los catorce. El muchacho le pareció un obseso erudito: “Se había leído todo”.) Los del veintiuno merecen conocer la profundidad de sus reflexiones y la tersa manera de expresar lo sabido con inolvidable galanura. Descanse, Francisco, descanse. Su paso por la Tierra no ha sido en vano.
Carlos Sandoval
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