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El teatro musical decimonónico acogió –en las temporadas decembrinas– un tipo de zarzuela dedicada exclusivamente a los “Nacimientos”, que según Alberto del Campo Tejedor («El teatro religioso navideño de la Restauración. Continuismo y adaptación de una tradición didáctico-burlesca», Bulletin Hispanique 112,2, Université Michel de Montaigne Bordeaux, 2010) provenía del misterio clásico de la Navidad, pero se manifestaba de un modo propicio para reírse en diversidad de tonos.
Los días decembrinos animaban a los espectadores de teatro del siglo XIX a buscar esta mezcla de «didactismo y humor» que ofrecía la zarzuela navideña. Tal vez el primer Belén fue viviente y se realizó en Greccio, Italia, en 1223; el Niño Jesús era una estatuilla figurante en terracota, pero San José y la Virgen María –en busca de posada– comparten su protagonismo con todo el catálogo de personajes celestiales y terrenales imaginables. Las licencias dramáticas se funden con un humor estereotipado y alegorizado a través de las mascaradas de la Pascua. Lo más llamativo para la trama de la obra son los pastores y sus macarrónicos enredos con los personajes arquetípicamente malvados (por ejemplo, la zarzuela introduce al Diablo en su lucha con el Arcángel Miguel), que dan paso al acto representativo en sí del Nacimiento del Mesías.
En Caracas la celebración tiene su propio tempo y sensibilidad locales, ya que entre los meses de noviembre y diciembre la proximidad de la Pascua se relacionó con la hierba del Niño Jesús (el Capín melao o Melinis minutiflora). Entre los teatros decimonónicos caraqueños más importantes estuvo, en primera instancia, el Teatro de Ambrosio Cardozo ubicado entre las esquinas de Sanabria y El Chorro. Era el llamado “Coliseo”. No obstante, refiere Ramón de La Plaza que al tiempo
Muere el Coliseo, y sobre sus ruinas se levanta el teatro de los Tocotines y el de los Nacimientos. A la forma regular arquitectónica la sustituyen armaduras mal trabadas de cajas de javon [sic]; cortinas surcidas [sic] adornan las entradas y salidas de la escena, descubriéndose al fondo grandes colchas suspendidas a manera de telones. Allí las reuniones tabernarias, los apóstrofes indecentes, el asco, la repugnancia de un público que lanza enfurecido sus proyectiles a Herodes, a la Virgen, al Diablo. Todo es horror, confusión y salvajismo: la Edad Media se presenta destruyendo lo poco que habíamos guardado de la antigua tradición. (Ramón de La Plaza, Ensayos sobre el arte en Venezuela, Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República, 1977)
Al de los «Tocotines» oficialmente se le conocía como Teatro Caracas o Coliseo de Veroes, y tenía como género emblemático la ópera. El de los «Nacimientos» tuvo en cambio varias definiciones, tales como Teatro de la Zarzuela o de La Unión, ubicado en la esquina de Maderero. “Tocotines” resulta un mexicanismo que para la época se refería, en cierto sentido, al teatro ligero y bailable (quizás como oposición a la naturaleza del recinto dedicado a la ópera). En cuanto a la tradición caraqueña de los Nacimientos, aunque algo ya nos adelanta Ramón de La Plaza en la cita anterior, afirma Carlos Augusto León:
La Caracas que conoció el gran sabio alemán [Alejandro de Humboldt] no es muy diferente de la que se nos aparece, bonachona y patriarcal, en los «cuadros caraqueños de Nicanor Bolet Peraza, con su ingenuo y tradicional “Teatro de Matadero”» (i.e. Teatro del Maderero), donde San José y la Virgen alternaban con personajes del pueblo, Don Cornelio, el indio Juan Pascual y ángeles de comedia y brillante vaso. (Carlos Augusto León, El hombre y la estrella. Prosa y poesía, Caracas, Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, 1965)
En cuanto a la investigación sobre los orígenes coloniales del Nacimiento contamos con un extraordinario artículo de Montserrat Capelán Fernández titulado «La música escénica religiosa en la Venezuela colonial: los Nacimientos y Jerusalenes» [en Javier Marín López (ed.), Musicología global, musicología local, Madrid, Sociedad Española de Musicología, 2013].
La evidencia documental señala que dicha actividad se originó a partir de la primera mitad del siglo XVIII. Aunque el rey Carlos III hacía esfuerzos por prohibir este tipo de representaciones, hacia 1780 su práctica aún continuaba en algunos conventos por obra de compositores como José Antonio Caro. Ya en 1800 los Nacimientos no se hacían con títeres en los recintos sagrados sino con actores para presentarse en algunas casas y, posteriormente, en algunos teatros. A propósito de esto, destaca Capelán Fernández que en el período republicano «[e]l teatro religioso se concibe, más allá de su carácter didáctico, como un complemento del teatro profano». Es así como gozó de cierta práctica en la cual se involucraron quienes realizaban Nacimientos en sus casas: Fernando Bolívar Tinoco o Francisco Isnardi, para citar un par de nombres destacables.
Algunos de estos Nacimientos eran auspiciados por la Cofradía de la Caridad (ubicada en la antigua parroquia San Pablo); no obstante, indica Capelán Fernández: «El hecho de que se representen en casas de particulares explica que no se hayan conservado sino aquellas que fueran auspiciadas por cofradías con archivos».
José Antonio Calcaño, al tomar como fuente un aviso del periódico El Ideal, comenta que en 1842 actuaba una célebre Compañía de Cuadros Bíblicos en un terraplén de la esquina de Ñaraulí, de la cual apenas se saben algunos nombres de participantes. Podría suponerse que entonces se representaron La música del nacimiento del Niño Dios o Jesús (1841) o el Nacimiento del hijo de Dios (zarzuela) y la Obertura homónima (1842), todas piezas de José Lorenzo Montero.
Roldán Esteva Grillet ilustra, según documento de la época, otra función en la que
El Aparato con que aparece el Portal, sentimos decir que no está conforme con la tradición que nos ha revelado la Iglesia, pues de boca del mismo Don Cornelio oímos que encaminó a San José a un Portal derribado, en donde efectivamente tuvo lugar tan prodigioso Nacimiento.
Agrega Esteva Grillet: «La función criticada se había ejecutado el 3 de enero de 1849 en el Teatro de la Unión en la esquina de Maderero». (Roldán Esteva Grillet, «Lo sacro y lo profano en el teatro religioso popular durante la colonial y el siglo XIX en Venezuela», Extramuros n° 16, 2002).
Carlos Salas registra que en sus comienzos este recinto se conocía como Teatro Unión (pronto sería un vetusto edificio), pero el 18 de agosto de 1866 cambia su nombre a Teatro de la Zarzuela (El Porvenir, 18 de agosto de 1866) luego de unas remodelaciones que habían servido en parte para remozar la estructura, de ahí la denominación «portal derribado» que quizás le confería una imagen más de necrópolis que de establo o pesebre. (Carlos Salas, Historia del teatro en Caracas, Caracas, Concejo Municipal del Distrito Federal, 1974).
Acá también debiéramos agregar un tópico que pudo haber dado pie a algún tipo de motivo musical y costumbrista, y que quizá haya correspondido a la posible interpretación del Dúo bufo entre el Gral. Cornelio y el indio Juan Pascual, de José Lorenzo Montero. Obra que de algún modo fue retomada por Ramón Montero con el título de Bando entre Cornelio y Juan Pascual (1865), según libreto localizado en la Biblioteca Nacional de Venezuela por Gustavo Colmenares [en Miguel Astor (ed.), Ramón Montero. Colección de aguinaldos, Caracas, Fundación Vicente Emilio Sojo, 1997] y mucho después con la obra Posada de Cornelio (1888), también de Ramón Montero.
Para más señas, Don Cornelio vivió en la antigua Roma (hacia el 82 a. C.); era un centurión llamado Publio Cornelio Sulla bautizado por el apóstol Pedro. En el teatro barroco Molière incluye a este pícaro en La escuela de mujeres (1662), pero como personaje forma parte del costumbrismo español y de la comedia francesa. El documento caraqueño de 1849 citado por Esteva Grillet lo caracteriza como un jefe de guarnición y, a la vez, como narrador del Nacimiento.
Montserrat Capelán advierte que los José Francisco Velásquez –tanto el Joven y como el Viejo– eran nieto e hijo, respectivamente, del esclavo José Antonio Velásquez; razón por la cual señala:
Es por ello que no hay en las obras venezolanas la figura del negro. Tampoco encontramos otros personajes en los villancicos coloniales conservados. Si bien lo más probable es que estos sí existieran. Así lo podemos apreciar en los Nacimientos de mediados del siglo XIX en los que participan los típicos personajes de la Península, como Pascual, aquí convertido en el «Indio Pascual» o el «mayoral», posible reminiscencia del Gil español.
Es probable que siendo un género musical cultivado en el seno de la familia Montero, esto haya avivado el interés del escritor Juan Vicente González –pasó la infancia en el Oratorio de los neristas– y que justamente en aquellos años finales de su existencia retomara esos valores, pues Miguel Luis Amunátegui, en su Vida de Don Andrés Bello, hace referencia a una carta escrita por Carlos Bello a su padre luego de haber estado en Venezuela en 1846; en ella se lee:
Hay en Caracas un hombre muy original, de treinta y tantos años de edad, a quien llaman el literato monstruo. Nómbrase [Juan Vicente] González, y en medio de su exterior brusco y poco pulido, tiene talento y un entusiasmo inaudible por usted y sus obras políticas. A pesar de hallarse hoy engolfado en la política, no pierde oportunidad de recoger de usted hasta aquellos versos que hacía usted para los nacimientos. Tiene una colección muy prolija y ha seguido los pasos de usted y visita a todas las personas con quien usted tuvo alguna relación. Fáltale, no obstante, el soneto «Al Samán de Güere», y verdaderamente se enfadó conmigo porque no lo sabía de memoria. (Miguel Luis Amunátegui, Vida de Don Andrés Bello, Santiago de Chile, Impreso por Pedro G. Ramírez, 1882)
En Francia, Héctor Berlioz compone L´enfance du Christ (entre 1850 y 1854), pero en Venezuela el auge de este tipo de composiciones basadas en cuadros bíblicos tuvo su momento más llamativo durante la llamada Revolución Azul (1868), y no a partir del guzmancismo como algunos musicólogos han afirmado. Entre ellos, Calcaño cuando opina: «Después de su apogeo, en la época de Guzmán, comenzaron a declinar hacia fines del siglo pasado [se refiere al XIX], hasta desaparecer hace ya bastante tiempo». Quizás en los Nacimientos recayó el peso dado anteriormente a los enfoques teatralizados de la religiosidad cotidiana.
Así, el catálogo de los Nacimientos siguió su trayectoria con el Fragmento de La infancia de Jesús, de José María Montero, que aparece en el libro de Ramón de La Plaza que ya hemos citado, pero también con obras como Del Nacimiento (¿1892?), de Manuel Montero Medina; la Partitura de la zarzuela Nacimiento, sea de Ricardo Pérez –según Isabel Aretz (Cantos navideños en el folclore venezolano, Caracas, Casa de la Cultura y Ministerio del Trabajo, 1962)– o de Román Isaza –de acuerdo con Calcaño–; y un Nacimiento de Jesús atribuido a Celestino Lira, según Liber Aymara Jiménez Vegas [«Transcripción de un nacimiento de Jesús atribuido a Celestino Lira (1840-1898)», Caracas, Escuela de Artes, Universidad Central de Venezuela, 2001 (trabajo de licenciatura no publicado)].
Pero como se puede apreciar, el Nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, el hijo de Dios (17. XI. 1868), de José Ángel Montero, score localizado en el Archivo de la Biblioteca Nacional de Venezuela, resulta la obra central en toda nuestra tradición. Capelán Fernández confirma que el texto empleado usualmente en Caracas (quizás posterior a 1830) es La infancia de Jesu-Cristo. Poema dramático dividido en doce coloquios (en ediciones de 1794 o de 1846), de Gaspar Fernández y Ávila. Asimismo, afirma Capelán: «Si bien en ninguno de los villancicos coloniales conservados se usa el texto de Gaspar Fernández, éste si lo encontramos en Nacimientos de la época republicana, como es el caso del realizado por José Ángel Montero en 1868».
José Ángel Montero se da a conocer como maestro de capilla de la Catedral de Caracas en 1873. Antes de esto había compuesto música de salón, obras para banda y zarzuelas en la que no siempre se recuerda su Nacimiento. Numa Tortolero («Nacimientos y Jerusalenes», en José Peñín y Walter Guido, Enciclopedia de la música en Venezuela, Caracas, Fundación Bigott, 1998) considera una crónica escrita por Nicanor Bolet Peraza en la que se describe la realización del Nacimiento al que José Ángel Montero le escribió la música. Originalmente, la obra estaba dividida en cinco actos y veinticuatro escenas; sin embargo, en la crónica aludida su enfoque dramático se reduce a dos partes.
Para referirse a «El Teatro del Maderero (cuadros caraqueños)», Nicanor Bolet Peraza describe una edificación de fachada no muy vistosa, pero con una flamante bandera tricolor en el asta que anunciaba con «ocho campanadas», el espectáculo del Nacimiento.
Los espectadores deambulaban entre una fila de niñitos veladores y de adultos que vendían golosinas e ingresaban al zaguán adyacente al patio central coronado por un toldo azul turquesa. A la derecha estaba la cantina-restaurante; a la izquierda, el Coliseo. A Manuel Otero le tocó el honor de hacer el telón, titulado «Las hijas de Eva», que abría el escenario gracias a que él venía realizando decoraciones y escenarios desde 1864. Hasta las sillas presentían su triste destino y se comprometían a jurar patrióticamente por el honor del Maderero, ya que siempre es preferible que el público se burle de los artistas y no los artistas del público.
También hacía acto de presencia la autoridad «y en su palco de honor se acomodaban, los servidores de la policía urbana». Porque la parroquia San Pablo como que también era sinónimo de golpe y porrazo, entre otras descripciones que no vienen al caso.
Aquí pudiera acotarse que la parroquia San Pablo como que era muy fervorosa de las festividades religiosas pascuales –según puede leerse en un anuncio de El Federalista (diciembre 21, 1868)–, pues allí funcionaba una «Congregación del Santo Niño de Atocha» en el Templo San Felipe Neri, en la que se daba una misa el 20 de cada mes y nueve misas llamadas de «aguinaldo». El arcediano del Templo era el Dr. Antonio José Sucre, e igualmente se sabe que Ramón Montero compuso –quizás para celebrar dicha ocasión– unos Versos para el Santo Niño de Atocha (1869).
Por otra parte, San José iba a ser proclamado por Pío IX patrono de los carpinteros en 1870. Resulta importante comentar que quizás el Nacimiento del Teatro del Maderero había sido patrocinado por representantes del gremio de los carpinteros y albañiles que quizás por entonces se ocupaban de la remodelación que se había iniciado en la Catedral, en 1867. En este gremio también se agrupaba la «Sociedad de “El Divino Maestro”» que reunía anualmente a los fieles católicos caraqueños alrededor de la adoración al Nazareno de San Pablo, según puede leerse en una reseña de El Federalista (noviembre 28, 1868).
A continuación sintetizo los diversos estudios que han descrito aquellos Nacimientos.
El Nacimiento tiene, por un lado, a los personajes principales del misterio sacramentado y, por el otro, el pueblo. Representado quizás en ese momento por gente de la «aristocracia de mostrador» que no se contentaban en sus papeles de simple espectadores, sino que también se animaban a figurar en la obra. Aunque muchos preferían mantenerse en el anonimato. Es común, como advierte José Antonio Calcaño en cuanto a los Nacimientos, que «
ocas veces se conocían los nombres de los personajes que representaban».
Esta particularidad la abordan tanto Bolet Peraza como José Antonio Calcaño. En su relato de tono pintoresco Bolet señala que el Arcángel Miguel había sido interpretado tanto por un joven moreno algo bobalicón llamado «Natividad “el chocolatero”», como por un chico muy miedoso de nombre Vicentico (hijo de «Marcelina “la buñolera”», muchacho que parece se valió del influjo de su madre para obtener el papel, ya que aquella era una mujer tenida como un demonio). Sin embargo, la puesta en escena que más aprietos causó a los empresarios del Teatro del Maderero fue el de «Laureano “el frutero”», a quien tocaba presidir el Consejo romano de Herodes y fue atacado de improviso por nervios escénicos al punto de salir huyendo tras olvidar el parlamento. En todos los casos el público estalló en batalla campal –seguimos a Bolet Peraza–: las mujeres chillaban, las candilejas se apagaban y la fritanga comenzaba a salpicar cuando acudían en tropel los vendedores de chicharrones y los de refrescantes chichas en medio de la inesperada sampablera.
También resalta Bolet que hacia la mitad del Nacimiento se abre un inciso en el que al parecer tocaba dar acción a una mojiganga tensional de lucha entre el bien y el mal, y a manera de contraparte dramática la secuencia de los motivos de Navidad. Se inicia con el fiero Herodes bailando el Papá-sirigüé, interpretado por el señor Barroso y su espantoso aspecto, quien a sabiendas de la matanza de infantes que ha ordenado, dice a todos: «Suframos hasta que el Cielo por satisfecho se dé». Paralelamente aparece el Diablo; a su entrada la orquesta interpreta wagnerianamente un lúgubre allegro en do menor. Lo que más impresiona del demonio es su mascarón y el traje; interroga a Matillas, el alcalde: otro bobo «que se hace el gallina para engañar a Lucifer». Lo amenaza con llevarlo al infierno, pues tiene la corazonada de que está por nacer «o ya ha nacido el Mesías». Matillas contesta: «¡Dios me valga!», espantando al Diablo. En esto acude Don Cornelio y su tropa, pero tras de ellos viene el Indio Juan Pascual quien, garrote en mano, pone en fuga al escuadrón.
Sin duda, lo más delicioso del Nacimiento era su propio desarrollo musical. En su época, el Maderero fue uno de los primeros teatros apologéticos donde se luce nuestro «gentilicio musical», como diría Juan Francisco Sans («Orígenes del gentilicio musical en el siglo XIX en Hispanoamérica: genealogía de un proceso», Revista de música latinoamericana y caribeña, n° 36, La Habana, Casa de las Américas, 2014), tras haberse hecho eco de la «aristocracia de mostrador» para que deliberara sobre los rebullicios de la misma por allá en el mercado o por acá en el escenario cuando una marcha militar que sirve de obertura y a la vez de parte acompañante identifica al Ángel Historiador que narra los acontecimientos bíblicos hasta la caída de Luzbel.
Inician la función siete voces por separado emulando los días de la creación. Luego toca al coro celestial y a la joven que hace el papel de La Fortuna –y que al mismo tiempo alegoriza la libertad–, que se mueven por la escena de manera egipciaca. Entra después la virgen María, hace su aparición el Arcángel Gabriel (quien hace la anunciación) y en conjunto y alabanza acompaña al coro celestial. San José, con deshilachado vestido y sombrero pajizo «casi sin alas», interpreta la romanza Al suave olor de las flores.
Los esposos intentan dormir pero entran Santa Isabel, el Mayoral (el indio Juan Pascual) y unos pastores «tocando las bandurrias». Los esposos platican con la buena prima y al cabo de un rato marchan todos –excepto la Virgen María– mientras Don Cornelio y Santa Isabel interpretan un «Vals bailado y cantado a dúo»; también bailan una polka y «el Raspón». Luego de los nueve meses suena otra «Polka para la salida del Centurión» y se encuentra Don Cornelio guiando a San José y la Virgen María, y los lleva hacia un pesebre fuera de Belén. La Naturaleza (alegoría) canta los versos: «Gracias os doy mi Señor». Se cantan, asimismo, los «Aguinaldos de Cornelio» mientras que al Arcángel Miguel le toca defender al Niño-Dios «a capa y espada» del Diablo, que también anda por ahí y presagia: «Atrás, enemigo malo, / atrás tromba, atrás montaña, / que todo el género humano / será libre de tu saña» (Revista Shell 2, 9, Caracas, Compañía Shell, 1953).
Con el título de «Mesa revuelta» Juan Pascual toma la voz cantante a través su crónica en El Federalista (diciembre 17, 1868), aunque sobre las tablas el hilo de la historia sea narrado en el propio Nacimiento por Don Cornelio. Juan Pascual –en tono de publicista– relata: «Anoche abrió el Teatro de la Zarzuela sus puertas, y nos presentó en escena a todos los veteranos de la tropa nacimientil, compuesta por vírgenes, pastores, paraninfos, ángeles, arcángeles, Herodes, don Cornelio, Juan Pascual, el alcalde Matillas y el Diablo»; y emocionado manifiesta:
Al ver esta mezcolanza de seres celestiales, terrenales e infernales, me ocurrió parodiar a Iriarte en la siguiente décima, que viene aquí como pedrada en ojo de boticario: / Tocando el cinco Pascual, / Y cantando San José, / Baila el Papá sirigüé / Herodes en el Portal. / El Diablo y el Mayoral, Don Cornelio y San Miguel, / Y el Arcángel San Gabriel. / Bailan también el raspón / Al compás del tamborón / Que toca Santa Isabel.
Estas melodías –el «Papá-sirigüé» y «el Raspón»– aparecen en el apartado «Aires nacionales de la república de los EE.UU. de Venezuela» del libro de Ramón de La Plaza Ensayos sobre el arte en Venezuela, posteriormente armonizadas al piano por Vicente Emilio Sojo en 1967. Juan Pascual prosigue muy animosamente su crónica: «Para bailar, allí están Hernández, Alcántara, Colón», junto a Isidorito Colón, Felicianito Colón «y demás acabados en ito del Coro celestial». (Alcántara debe haber sido algún descendiente del músico castrense Luis Alcántara –de principios del siglo XIX–, Manuel E. Hernández era un flautista muy solicitado, Simón Colón –con voz de bajo– actuaba como el Profeta Isaías).
Así se da cierra a la crónica.
Vince De Benedittis
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