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Diario literario 2020, agosto (parte IV): Silesius (2), Anne Perrier, poetas del tiempo, miradas
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Caracas, lunes 17 de agosto de 2020
Angelus Silesius (2) y María Cristina Kiehr
Comienza una semana más de este encierro ingrato, hecho tolerable, como bien puede y suele suceder, gracias a la comunicación con amigos y familia. Los primeros, tan indispensables como los segundos, alivian los rigores de la cuarentena con su correspondencia y el intercambio, cada vez más profuso, de libros digitalizados. No estoy muy inclinado a este formato de lectura, pero sirve para alimentar mi ficción de que cuento con una biblioteca a mi alcance. De esta manera, aparte de la Antología de literatura fantástica, de Borges, puedo contar con títulos tan necesarios como el que a la mitología griega dedicó el brillante Carl Friederich Jünger, hermano de Ernst. O la nueva de Psique, el clásico y revelador tratado de Erwin Rohde, el consecuente amigo de Nietzsche. El problema con este tipo de distribución es que, como cuando vamos a una librería de viejos, raramente conseguimos lo que buscamos, una frustración que es casi siempre compensada con la aparición de algún libro inesperado. Fue lo que me pasó en la librería Strand, de Nueva York, a donde me había acercado en busca de un estudio sobre Shakespeare agotado desde hacía años. No lo encontré, pero en cambio pude adquirir treinta y un tomos de la Enciclopedia Británica en su onceava edición, la última publicada en Inglaterra antes de mudarse a Chicago, y cuyos colaboradores eran gente como Einstein o Freud, encargados de los artículos sobre la relatividad y el psicoanálisis. Es lo más cerca que uno puede estar del libro de los libros, uno casi infinito que no siempre se ocupa de los asuntos más urgentes, pero sí de otros tan interesantes y necesarios. Como, por ejemplo, dónde estaban situados los baños públicos en la ciudad de Tebas. O los distintos tipos de encajes, a los cuales dedica la edición ejemplar un revelador artículo de una veintena de apretadas páginas. La onceava, hay que recordar, y Borges lo reiteraba, no está hecha para aprender sino para ser leída por el mero placer de hacerlo. Algo así como “il dolce far niente” de la lectura. Ahora no la tengo conmigo y es uno de los libros de mi biblioteca que más echo de menos. No me ocurre con todos, efectivamente. Pero sí calculo que una de cincuentena de ellos me son indispensables. Mi vieja Biblia, por ejemplo, que perteneció al presbítero Oliveros quien, a finales del XIX, se graduó de médico y dirigió la construcción del viejo hospital de Nirgua y de su acueducto. Como la Biblia, mi Quijote, mis clásicos griegos (aquí sólo cuento con varios Homero y un Esquilo). No son los textos lo que añoro, porque al fin y al cabo están todos disponibles “on line”, sino su físico, sus olores, texturas y colores, ese amor que no lo cura sino la presencia y la figura. Por fortuna, porque lo tengo siempre a mano, cuento con un volumen de las obras completas de Shakespeare en la confiable de Pelikan Books, aunque, claro, quisiera tener las ediciones Arden con las cuales me gané la vida con mis clases en la Escuela de Letras de la UCV.
Hoy, de los pocos títulos con los que cuento en este apartamento, cayó en mis manos por accidente la edición bilingüe (alemán-francés) del Cherubinischer Wandersman (El peregrino querubínico), la colección completa de las poesías de Angelus Silesius en la traducción impecable de Henri Plard, que, también, encontré en Strand a mediados de 1981, poco antes de regresar a Venezuela (Siruela publicó una versión al castellano, que no sé si es bilingüe). Sobre Silesius escribí unos comentarios que incluí en mi La mirada del desengaño, de 1992, un estudio sobre la poesía del Barroco europeo. Mientras lo ojeaba con mal disimulado placer, seleccioné alguna grabación de mi querida María Cristina Kiehr y sólo después de un rato me di cuenta del nombre de la grabación que no podía ser más oportuna: Extases baroques, canciones y motetes de Giovanni-Felice Sances, contemporáneo absoluto de Silesius. Sobre la Kiehr he escrito en otras ocasiones en estos cuadernos desde que la descubrí una mañana tardía del diciembre de 2000 en la tienda Harmonia Mundi de Toulouse. En esa oportunidad se trataba de uno de los más hermosos registros vocales que he escuchado en mi vida, Bella Madre de’Fiori, cantatas de Scarlatti acompañada por el impecable Concerto Soave.
Caracas, lunes 24 de agosto de 2020
Fechas
La lectura de la entrada anterior, la del lunes 17 de agosto, puede crear alguna confusión en el eventual lector y tendría razón. También yo me siento confundido. El asunto es que la dejé fuera de la transcripción cuando publiqué las correspondientes a la semana pasada y no quisiera dejarla de lado. No por su calidad literaria, que no le encuentro ninguna, sino para tenerla a mano cuando quiera recordar -que para eso es que son útiles los diarios, en primer lugar, como escribió Julien Green, para oponerse al olvido tan temido- mis experiencias de tantísimos años con Silesius, a cuya lectura quisiera volver pronto.
Poemas de Anne Perrier
La poesía fruto prohibido
Belladona mortal
En el rebosante pesebre del mundo
*
No se rían
No me condenen si
Contra el avance de las trituradoras
Un único tallo desnudo
Queda en pie
*
Somos los últimos indios
Somos los papúes
Los locos los piojos
De un mundo antediluviano
Un pájaro muerto desde hace mucho
Canta para una estrella apagada
Y repleto de grandes mariposas de agosto
El día se ahorca
Bajo los bellos terebintos
*
La juventud descompuesta
La tierra cubierta de heridos
Ay ay adónde dirigirme
Hazte añicos vida mía
Y que la poesía se engalane
Con todo lo perdido
Anne Perrier (1922-2017) fue una poeta de la suiza francesa que ha sido dada a conocer en castellano gracias a las versiones de Mario Camelo en 2015 (Edit. Aurora Boreal), y ahora por las que el fino poeta y cuidadoso diarista Rafael José Díaz realizó de Le livre d’Ophélie (1979). En una reciente entrevista Díaz se refirió a Perrier:
El libro de Ofelia, dentro de la obra de esta autora, es una reflexión hacia un estadio poético un poco más trágico. En sus primeros libros, la poesía de Perriere era más celebratoria, más luminosa, pero a partir de la cincuentena, cuando escribió El libro de Ofelia, manifiesta una cierta crisis espiritual a través de este símbolo que toma del personaje de Shakespeare, donde la estructura del libro parte de una oración inicial, seguida de las horas previas a la muerte, el adiós y el epitafio. Este via crucis o relato de una crisis espiritual es un libro hermosísimo, que elegí por su belleza y su vínculo shakesperiano.
Su traducción de El libro de Ofelia fue publicada por la Editorial Polibea en este 2020.
Caracas, martes 25 de agosto de 2020
Silesius (3). El Peregrino Querubínico
De este luminoso y oscuro conjunto (existe una edición española publicada por Siruela), como todos los grandes monumentos del Barroco (Soledades de Góngora; San Ivo, de Borromini, San Mateo, de Bach; Biothanatos, de Donne et al) de poemas epigramáticos, uno de los pocos casos desde los presocráticos en los cuales un poeta asume con éxito las funciones del filósofo, Lacan, en su momento de mayor gloria que pareciera menos radiante en estos días de cuarentena, escribió que “se trata de uno de los momentos más significativos de la meditación humana sobre el ser, un momento más rico para nosotros en resonancias que la Noche Oscura de San Juan”. Y luego, en una intuición menos efectista y tal vez por eso menos lacaniana, reconoció la obra de Silesius como “la literatura idónea para el desierto y el exilio”. Con esto no se puede menos que estar de acuerdo y que explicar, para mí, el azaroso reencuentro con mi vieja edición del Silesius que, para nada, se encontraba entre mis posibles lecturas en estos días de obligado encierro. Antes de Lacan han sido mucho y buenos los lectores del poeta-filósofo alemán. Entre ellos otro alemán, también filósofo y poeta, aunque menos afortunado. En efecto, Heidegger fue consecuente en su atracción por Silesius. Una sola de sus reflexiones recuerdo en este momento. Y es aquella en la que atribuye al autor del Peregrino haber encontrado la salida al impasse en el cual se encontraba el pensamiento occidental después de que Leibniz concluyera Nihil est sine ratione. Heidegger acude a Silesius para refutar a Leibniz. La respuesta la encontró en el más conocido de los pareados de nuestro poeta, el correspondiente al #289 del Primer Libro del Peregrino:
La rosa es sin porqué, florece porque florece,
No se fija en ella misma, ni averigua si alguien la ha visto.
(Die Rose ist ohne Warum, sie blühet weil sie blühet,
Sie acht nicht jhrer selbst, fragt nicht ob man sie sihet.)
Gianni Vattimo, uno de los mejores lectores de Heidegger, interpreta con la pasión acostumbrada el argumento de su maestro: “Si el mundo se reduce al resultado del experimento científico, el mundo verdadero no existe. Si el ser verdadero es sólo planificable y calculable, el resto, los sentimientos, los miedos, los amores, todo es basura, desechos” (cit. por A. D. Carrero). Para Heidegger fue la propia condición de místico la que le permitió a Silesius encontrar una salida al pensamiento occidental sofocado, afectado seriamente por el coronavirus del cientificismo excesivo. Una amenaza que no podía dejar de precisar Ludwig Wittgenstein: “El impulso hacia lo místico procede de la no satisfacción de nuestros deseos por parte de la ciencia. Sentimos que incluso cuando quedan respondidas todas las cuestiones científicas posibles, nuestro problema sigue sin haber sido tocado en absoluto. Sin duda ya no queda entonces ninguna pregunta y ésa es justamente la respuesta” (idem).
En estos días en los que me siento en el desierto y el exilio, agradezco al azar que haya regalado este encuentro con Silesius. La incertidumbre es el único sentimiento que en estas horas comparte el ser humano. La única vez que comparte algo que no sea el rechazo a la muerte. La ciencia nos dio la espalda, nos traicionó y sin respuesta hemos quedado, nosotros, que tanto confiamos en ella. Es la tercera gran traición en la historia general de la humanidad. En la primera, nos vimos traicionados por el Hacedor al reducirnos a una condición tan precaria como la condición humana. En la segunda, mucho después, y es una aclaratoria que debo a von Rank, la iglesia nos traicionó cuando, perdonando la usura, se aliaba con el incipiente capitalismo para sobrevivir. Y la tercera es esta que nos condenó a esta y futuras pandemias cuando la ciencia fue víctima del chantaje del capitalismo no ya incipiente sino salvaje y nos traicionó para servir a los dueños del capital. En situaciones así, Silesius es una salida. Ante la incertidumbre, su respuesta es la mejor: “La rosa es sin porqué, florece porque florece”. O, como advirtió Heidegger en su última entrevista: “Ahora sólo un dios puede salvarnos”.
Poetas del tiempo
Fue un asunto predilecto el tiempo, para los poetas del Barroco (Silesius fue uno de ellos). La percepción aguda de su fugacidad habría de convertirse en obsesión, como ocurrió en el otoño de la Edad Media. La crisis propiciada por el alemán Lutero (es una generalización abusiva, pero todas nuestra crisis, desde la caída del Imperio, nos han llegado de Alemania), resultó, sin que el mismo monje lo sospechara en una conciencia europea fracturada, sin centro, una psique más insegura que nunca y su previsible melancolía colectiva. La mitad de Europa decidió desconocer la autoridad del Papa, vicario de Dios en la tierra. Lo que, en sana lógica, significaba desconocer la autoridad divina. La ausencia de Dios agudiza la soledad, como se sabe. Y en la soledad la percepción del tiempo se desfigura. No lo precisamos bien. Lo que lo define, que es, precisamente, su paso, nos parece más violento. O, y es peor, ni siquiera sentimos que pasa. El hombre del Barroco fue el primero en sentir el tiempo en toda su perversidad. El consuelo divino, para esta criatura, ya no parecía tan seguro y su experiencia se limitaba cada vez más a los místicos. Nunca el ser humano se había sentido tan miserable. El absurdo es vivencia generalizada en esos tiempos. La vida no era más que un sueño, y si no, era un mercado o un escenario. El Ser y el tiempo es un libro que comenzó a escribirse a finales del XVI, sus mejores y más dilatados capítulos corresponden al XVII, y su epílogo fue redactado durante el siglo pasado sin que se haya escrito todavía la segunda parte. El Barroco fue pródigo en grandes expresiones poéticas cuyo único asunto fue el tiempo. Desde el “no preguntes por quién doblan las campanas” hasta el Quevedo incomparable de:
Ayer se fue, mañana no ha llegado;
Y hoy se está yendo sin parar un punto;
Soy un fue, y un será y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer junto
Pañales y mortajas, y he quedado
Presente sucesiones de difunto.
El siglo XX, tan Barroco sin su grandeza, estimuló en sus mejores poetas el canto del tiempo. Sentimiento del tiempo es un libro de Ungaretti; Tarde en la tierra es la colección más conocida de Ekelöf; Pound lo convirtió en el único asunto de sus Cantos, y su camarada Eliot lo cantó bellamente en sus Cuartetos. En castellano le debemos a Borges reflexiones líricas inquietantes, pero aún más que el conocido argentino, el menos conocido (en profundidad) Antonio Machado, para el cual la verdadera poesía era “palabra en el tiempo”.
Caracas, viernes 28 de agosto de 2020
Miradas del tiempo
Hablando del tiempo creo haber dado con un título para mi próxima colección de poesías: Miradas del tiempo. Porque de eso se trata, de convertir en cuento y canto la experiencia de estos meses de cuarentena en los cuales me he podido dedicar, en la vigilia y el sueño, a mirar sostenidamente el paso de un tiempo, cuyas capacidades proteicas desconocía hasta ahora. Sabía, como todo el mundo que pasaba (“No hay como el tiempo para pasar”, me decía una vez en una barra lejana el poeta venezolano y amigo querido Víctor Valera Mora); lo que desconocía eran las variadas formas, apariencias, todas inquietantes, que puede asumir mientras pasa.
Alejandro Oliveros
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