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Cuando el fantasma toca la puerta: la influenza de 1918-1919 en Venezuela
por Rogelio Altez
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El 26 de noviembre de 1918 el Dr. Luis Razetti firmaba una lista de recomendaciones para prevenir el rebrote de la epidemia de gripe que azotaba al país. Entre esa fecha y el 28 de octubre anterior el virus había cobrado, solo en Caracas, 1.665 vidas. En el momento más álgido, entre el 1 y el 5 de noviembre, fallecieron 542 personas en la ciudad. La situación era crítica. Los sepultureros trabajaban día y noche. Las visitas al cementerio fueron prohibidas y las iglesias cerradas; para evitar aglomeraciones, ya no se hacían velorios. La madera para fabricar urnas se acabó y eventualmente se enterraba a los muertos envueltos en su propia hamaca o amortajados con la ropa de cama, cuando la tenían. En la carpintería de la esquina de La Palma, donde se fabricaban ataúdes, apenas podían responder a la demanda, y cuando lograban terminar un féretro, era cargado en los vehículos destinados al efecto por la Junta de Socorros que el gobierno conformó ante el problema. Para facilitar el traslado de los cadáveres la Junta compró un camión, dispuso de otro que era propiedad de la policía, contrató uno más y se asoció con la funeraria La Equitativa Nacional para agilizar el asunto. Solo en camiones fue posible llevar tantos cadáveres.
En el Cementerio General del Sur, según lo informó la Junta de Socorros, no se contaba con personal para atender la emergencia. A comienzos de noviembre de ese año, y ante un crecido número de cadáveres insepultos, contrataron hasta sesenta y dos enterradores de ocasión. Cavaron fosas individuales a paso acelerado, y también se abrió «una fosa grande», según lo comunicó el Arzobispo, presidente de la Junta de Socorros. Todo parece indicar que esa fosa, así como los enterramientos de personas «no pudientes» cubiertos por la Junta, se llevaron a cabo en el Cuerpo 6º, Sección 1ª Sur del cementerio, lugar que con el tiempo ha sido identificado como «Peste Vieja»; el actual nombre «La Peste» se lo ganó otra terraza, la más alejada del recinto, donde van a dar los cuerpos no identificados, o los que se quieren ocultar para siempre, como los que se hallaron en las fosas comunes del Caracazo.
En otros lugares del país la labor con los muertos de la epidemia no resultó tan sistemática. En Maracaibo los llevaban en el único carro disponible para traslados al cementerio dentro de un mismo ataúd que, a la sazón, iba y volvía, como el carro. Eran enterrados en una sola fosa hasta tres cuerpos, y en el caso de los indígenas apenas se sepultaban a ras de tierra y se envolvían en sábanas, o se abandonaban en campo abierto. Allá fue creada una Liga Sanitaria para atender la emergencia, se prohibieron las reuniones públicas y se cerraron los comercios. En algunas esquinas de la ciudad se encendían fogatas para espantar «las miasmas», en un intento de repeler la enfermedad. La Caribbean Oil Company regalaba petróleo para el caso, en medio de un estado de ánimo en extremo abatido. Ese fue el único año en que la Virgen de la Chiquinquirá no salió en procesión.
La Junta de Socorros de Caracas, presidida por el arzobispo Felipe Rincón González, estaba integrada por Santiago Vegas y el presbítero Rafael Lovera, encargados de los enterramientos y de las disposiciones en el cementerio; los médicos Luis Razetti, Rafael Requena y Francisco Antonio Rísquez, quienes coordinaban los hospitales dedicados a la atención de los contagios ubicados en la esquina de Castán, en La Pastora y en San Juan (al lado de la iglesia); Luis Alvarado manejaba el servicio de desinfección en las calles al frente de vehículos armados con pipas cargadas de abundante creolina; J. M. Herrera Mendoza y Héctor Pérez Dupuy administraban los almacenes de víveres, y también funcionaban como tesoreros de la Junta; el almacén de medicinas estaba a cargo de Pedro Manuel Ruiz, junto con los médicos mencionados. Completaba el grupo Vicente Lecuna, sin función conocida.
Todos ellos se esmeraron en hacer pública la información, y para el caso se alcanzaban noticias y disposiciones en los impresos caraqueños de la época, como El Nuevo Diario, El Universal, La Religión, e incluso en La epidemia febril de Caracas, «periódico científico ocasional». Se publicaron artículos especializados, con estadísticas y debates sobre la epidemia, en la Gaceta Médica de Caracas, órgano de la Academia Nacional de Medicina, y a partir de 1919 se comenzaron a editar los Anales de la Dirección de Sanidad Nacional, de aparición trimestral, en donde se divulgaban datos de alta precisión sobre todas las enfermedades y sus afecciones a nivel nacional. Fue un contexto crítico, pero de gran estímulo para la organización científica de la salud pública.
La situación más allá de Caracas no resultaba tan auspiciosa. Por ejemplo, el Hospital Municipal y el Asilo de Puerto Cabello colapsaron. Frente al problema, las hermanas de San José de Tarbes prestaron su hospicio, y la logia masónica «Independencia y Libertad» cedió su edificio. Se habilitaron comedores populares, medida que tuvo lugar en casi todo el país, y para fortuna de los porteños la Compañía de Carnes Congeladas colaboró con alimentos. El cementerio municipal se quedó corto frente a los fallecimientos masivos, y fue necesario habilitar uno provisional en la sabana de Santa Lucía, donde se inhumaron hasta 620 griposos. La avanzada fatídica de la influenza fue general.
Se estiman tres oleadas mundiales en el desplazamiento del contagio. La primera, entre marzo y abril de 1918, impactando en Europa, Asia y el norte de África; en julio llegó a Australia; y en octubre llega a México y al resto de América Latina. Una vez que entra en Venezuela, se advierten tres momentos decisivos: entre octubre y diciembre de 1918; entre enero y abril de 1919; y de allí hasta diciembre de ese año. El contagio llegó de fuera por los puertos, desde luego, y se vehiculizó hacia el resto del territorio mediante el ferrocarril; pero las ciudades portuarias jugaron asimismo un papel determinante para esparcir la epidemia por el resto del país. Desde La Guaira, por ejemplo, el virus se trasladó a Cumaná, Puerto Cabello y Maracaibo, y entra por el mismo camino en La Vela de Coro, Adícora y Cumarebo. En el caso de las vías terrestres la escalada hacia lo interno del territorio tuvo otro ritmo, al paso de trenes, caballos o a pie.
Las muertes por gripe se reportan desde octubre de 1918 en La Guaira, Distrito Federal, Miranda, Puerto Cabello, Zulia, Cojedes, Falcón, Anzoátegui, Bolívar y Lara (aquí, en realidad, comienza a ser crítico a partir de enero de 1919). Aragua, Guárico, Mérida, Sucre y Nueva Esparta lo hacen a partir de noviembre de 1918. Yaracuy se suma desde diciembre; Monagas, Trujillo y Táchira en enero de 1919; Portuguesa, Apure y Barinas (entonces estado Zamora), desde febrero de este año. El caso del estado Monagas es llamativo, pues si bien hay reportes de fallecimientos entre enero y diciembre de 1919, su afectación más rotunda vendrá en 1920, cuando se contaron hasta 800 muertes en ese año.
El total de fallecidos por la influenza entre octubre de 1918 y diciembre de 1919 en toda Venezuela fue de 23.318 personas. Sobre una población total que se estimaba en 2.362.977 habitantes esto representa prácticamente el 1 % de ese total. Estas cifras, repartidas en un año y tres meses de contagio, son rescatadas de entre las publicaciones científicas de la época, así como de los informes de la propia Junta de Socorros y otras fuentes. No obstante, el gobierno de Juan Vicente Gómez, ante el descenso de los fallecimientos en Caracas, finalizó la epidemia por decreto: el 30 de diciembre de 1918 se decidió que, «constando por datos oficiales en este despacho que la gripe aparece ya extinguida en esta capital», quedaban derogadas todas las medidas restrictivas que habían sido dictadas para evitar el contagio, entre ellas la suspensión de clases, clausura de templos, teatros «y demás lugares de concurrencia pública». Todos los casos y fallecidos posteriores, de acuerdo con este criterio, ya no formarían parte de la epidemia; por fortuna, sabemos de ellos gracias a las publicaciones académicas.
La epidemia de influenza en esos años es el desastre de muertes masivas de mayor impacto en la historia de Venezuela. A pesar de que los medios de comunicación de la época algo habían advertido sobre la pandemia en noticias esporádicas unos meses atrás, la violencia de la propagación y la alta mortalidad azotó con gran estrago a la sociedad de entonces. El desconocimiento del problema hizo que se hicieran búsquedas inútiles tras una bacteria, cuando en realidad se estaba frente a un virus de gripe. Razetti, uno de los más activos durante la crisis, afirmó con contundencia que «aquella epidemia fue de gripe, y no de otra cosa», en franca discusión con los bacteriólogos del momento. Él mismo indicó que el porcentaje de contagios en Caracas fue del 75 % sobre la población de la ciudad, y en aquel mes fatídico entre octubre y noviembre, la mortalidad, según sus cálculos, alcanzó el 1,9 % del total de enfermos. Esta es una tasa muy alta, y si se toma en cuenta la velocidad del contagio se podrá notar la magnitud del impacto.
El virus de influenza H1N1, causante de la pandemia, parece haber tenido origen entre los contingentes de soldados norteamericanos que se sumaron a la Primera Guerra Mundial en 1917, cuando Estados Unidos decidió apoyar a Francia en el conflicto. El contagio halló un medio ambiente muy favorable para su transmisión en las trincheras y campos de batalla. El hacinamiento entre soldados, la insalubridad y las luchas cuerpo a cuerpo fueron un acelerador notable de la propagación. De allí se trasladó rápidamente hacia Alemania y España. No obstante, el virus fue más allá de los soldados, y al viajar entre pueblos y ciudades se encontró con un mundo cuyas condiciones de vida estaban muy lejos de ser las más saludables. Las ciudades europeas y norteamericanas, en general, venían arrastrando el impacto de la industrialización masiva e indiscriminada desde el siglo XIX, plagadas de suciedad y con saneamientos insuficientes. La miseria, la desnutrición y las viviendas deplorables daban cuenta de una importante mayoría empobrecida en esos lugares. Todo esto fue una autopista para los contagios.
Las condiciones de vida en las ciudades no industrializadas del planeta no eran mejores. La pobreza, la precariedad material, la mala alimentación y la falta de aseo personal, contribuyeron decididamente con la pandemia. Venezuela no fue la excepción y la vida en las ciudades portuarias resultaba el peor ejemplo. Diez años atrás, cuando tuvo lugar la epidemia de peste bubónica, La Guaira fue uno de los sitios más golpeados; entre las medidas tomadas al respecto se sabe del incendio profiláctico de casas con muertos por la enfermedad dentro de ellas, y quizás en algunos casos con contagiados aún vivos, ya sin remedio ni salvación. A pesar de que la salubridad era una preocupación pública desde finales del siglo XIX, la realidad más íntima de la sociedad era tan tétrica como las enfermedades que padecía.
La Junta de Socorros de 1918, no obstante, tenía muy clara la situación, especialmente ante un virus que ya había demostrado su eficacia en otras latitudes. «La experiencia ha demostrado que la profilaxia colectiva contra la gripe es imposible y hasta ahora ningún servicio sanitario ha podido impedir la importación de la enfermedad, ni detenerla en su marcha invasora a través de los continentes». Aun así, las medidas tomadas apuntaban a impedir el contagio: «El papel del higienista se limita a aconsejar la profilaxia individual, cuya expresión más cabal es el aislamiento, porque el contagio de la gripe es siempre inter-humano». Con todo, esta medida resultaba (y resulta) muy difícil de generalizar, y Razetti lo sabía; por eso pensaba que ese aislamiento era «cosa dificilísima, casi imposible en la práctica».
Las medidas impuestas desde el gobierno, bajo sugerencia de la Junta, eran tan elementales como asertivas: desinfección diaria de los vehículos en las empresas de transporte (ferrocarriles, tranvías, coches y automóviles); clausura de todos los eventos públicos (teatros, iglesias, procesiones), así como las clases; denuncia obligatoria de cada caso nuevo; y la principal de esas medidas, que hoy nos resulta muy cercana: evitar entrar en contacto con pacientes infectados, «esta enfermedad no se transmite sino por el contagio inter-humano, por intermedio del aire expirado, la tos, el estornudo y los esputos de los enfermos». A pesar de todo ello, la propia Junta era escéptica: «La profilaxia pública es imposible, y la individual casi impotente».
«La gripe se ha burlado siempre de los más formidables cordones sanitarios», sentenciaban con resignación. En circunstancial coincidencia con las medidas de los médicos, pero con otros criterios, los editores del periódico católico La Religión atribuían la epidemia a causas propias de una vida social impúdica, como el «afán inmoderado de divertirse». No obstante, intuían igualmente que «el aire viciado, la oscuridad y la humedad», resultaban factores determinantes en las enfermedades contagiosas. Se enfocaron en luchar contra los microbios, «microscópicos enemigos del hombre» que se aprovechan de esas condiciones. Se quejaban de la común opinión sobre las corrientes de aire como causantes de enfermedades, y proponían que «la brisa siembre salud en vuestra casa«, que «los niños jueguen al aire libre», y que entre el sol a los hogares, «no hay mejor destructor de los gérmenes que el sol».
Los religiosos estaban describiendo las condiciones de vida de los menos favorecidos. Oscuridad y aire viciado eran sinónimos de hacinamiento y poco espacio, de viviendas sin mayor diseño ni objeto que el dar techo a familias numerosas que excedían la capacidad de esos hogares tan pobres como insalubres. «Dejad que andrajos y basura se apoderen de los rincones oscuros de la casa, y ya podéis contratar al enterrador». En su preocupación por impartir hábitos de higiene no se escondía el razonamiento sobre una de las causas más inevitables del contagio: el beso. «Entre las medidas profilácticas, además de las ya publicadas, se debe apuntar la necesidad de suprimir el beso de las mujeres». Quizás por ello, muy probablemente, uno de los nombres con el que se identificó a la influenza de entonces fue ese, la gripe del beso.
Para Razetti la gripe había sido el «mayor cataclismo» desde el terremoto de 1812 y el cólera de 1855. «La muerte no hizo distinción en su obra destructora y con el mismo aletazo trágico derribó al sabio y al gañán, a la virgen y a la cortesana, al rico y al pobre, a la matrona distinguida y al hombre eminente». Desde entonces, con cada epidemia, con cada contagio, se asoma el fantasma de aquella mortandad. Como todos los fantasmas, es tan importante en presencia como en ausencia; asusta aunque no esté, y si está, es aún más aterrador. Su recuerdo envuelve al planeta con un halo de oscuridad que asoma desde cada tumba, cada fosa común, cada agonía sufrida en hospitales y sitios de convalecencia. Es una guadaña que se arrastra con chirridos de dolor, salpica el barro de trincheras malditas, y silba entre pulmones anquilosados.
De su paso por Venezuela queda una memoria borrosa. Es el desastre de mayor impacto mortal y el menos estudiado. Quizás por no invocarlo no se consulta. Como lo dijo el propio Razetti, incansable y crítico en aquellas circunstancias, todos fueron estremecidos por tan implacable mal, impotentes ante un enemigo invisible y fatal. De pronto el silencio ha servido de conjuro; sin embargo, enterrar el pasado nunca ha sido solución, como tampoco lo es convertirlo en monstruo o épica de las mentiras. Una pandemia es un golpe mayor, pero nunca el final. La lucha de entonces viene de ejemplo, gallarda en un mundo que poco entendía lo que estaba pasando. O se convierte al pasado en lección o volverá por nosotros, uno a uno. De aquella batalla «solo quedó en pie, formidable como la muerte misma, para hacerle frente a la crueldad del espantoso cataclismo y vencerlo, la inagotable filantropía de la sociedad caraqueña». En eso creyó Razetti, y de pronto hoy se vuelve profecía.
Rogelio Altez
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