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La muerte de Simón Díaz en medio de este paisaje roto es como una copla a la que le falta el último verso. Un asunto inconcluso, sin rima capaz de cerrarlo. Muda.
Lo del Tío Simón es un acuerdo cultural, incluso dictado por la herencia. Las carátulas de los discos Tonadas y Tonadas Vol. 2 de la casa estaban ajadas desde mucho antes de que la muerte de Simón Díaz se convirtiera en un rumor constante.
Además, en las páginas centrales del Meridianito, aquella revista infantil dominical que tenía el diario deportivo donde los grandes conseguían el suplemento hípico, venían las letras que uno debía aprenderse para poder responder a unas cuartetas preguntonas en el estudio más grande de Venezolana de Televisión, cuando los días de la semana dejaban de ser de Coquito, Zurima, Chusmita o Teresita y el viernes se convertía en una merienda perfecta: Contesta por Tío Simón.
Los ejercicios de la memoria son tan poderosos. Al memorizar las letras estábamos aprendiendo y sensibilizándonos sobre temas que entonces no eran tan comunes como ahora: la ecología, la lucha contra la violencia, el amor por la música. Uno se las aprendía, pero ni siquiera lo hacía con la finalidad de cantarlas en la tele algún viernes, sino con el ánimo sencillo del espectáculo: participar de eso que sucedía en la televisión como si nos perteneciera.
Lo mismo pasaba con cualquiera de los productos que patrocinaban este recreo común y que él conseguía colocar en nuestra memoria, desde el “Palmi, Palmi, Palmizulia/ de los quesos el primero” hasta “Sabor nuestro y economía”. O los blindados asuntos culturales que conceptualizaba tan bien, como el Festichamo —una idea que estoy seguro habrá permeado de alguna manera a la MAU y los Sistemas de hoy en día— o el trueque valedero de llevar una china para cambiarla por un balón o una codiciada bolsa de útiles escolares.
Como vivíamos en un súperbloque del 23 de Enero, era evidente cuál era la canción referente en la familia: “Un súperbloque es lo mejor/para poder vivir./No vengas a decir/que hay algo superior”. Yaya, mi abuela, alguna vez me dijo que Simón Díaz para ella era un actor cómico que hacía este tipo de jugarretas sonoras que a ella particularmente no le causaban mucha gracia. Ella prefería a los mexicanos. Sin embargo, ese disco de Tonadas, de 1972, “lo convirtió en otra cosa”. Es con ese disco que Simón Díaz se muda de una Barbacoas ahora mítica a esa región, a veces tan mutante e informe, que es lo venezolano. Incluso, hasta hacernos creer en el paisaje.
Más de una vez, cuando mi papá ponía Tonadas en uno de sus excesos de madrugada, llenaba el aire colando café (aunque nunca lo ha tomado) y nos despertaba a mi hermano y a mí en medio del cariño más irresponsable y hermoso que pueden imaginarse. Lo hacía para que viéramos un amanecer llanero. Si consideramos que la vista daba hacia el recién inaugurado bulevar de Catia, las Lomas de Urdaneta vendrían a tener la responsabilidad de ser una suerte de morros de San Juan. Y alguien con una voz capaz de levantar unos esteros entre las calles Aguadilla y México es un mago. Bastaba el falsete del Tío Simón vuelto acetato para que el maraco y yo nos creyéramos el dibujo.
Yo, sin embargo, prefería Tonadas Vol. 2. Creía, incluso, que era un disco mío. Por una parte, porque la carátula estaba ilustrada por Pedro León Zapata con un maravilloso delirio sin diálogo de un Simón caricaturizado en serenatero que canta a su amada, quien está asomada por el lomo de una vaca. Por otra, porque ahí está mi tema preferido del maestro: “Cimarrón”, una canción triste que en el retiro de la carátula se le asignaba a un tal Aldemaro Romero. Casi nunca la cantan. Es hermosa: “Capitán de la llanura,/ duende del Macanillal,/ al rodeo de Mata Oscura/ hoy te fueron a enlazar./ Cimarrón, Cimarrón”.
Luego el rodeo de Mata Oscura se me apareció en la literatura, cuando Doña Bárbara “Por primera vez se había sentido mujer en presencia de un hombre. Había ido al rodeo de Mata Oscura dispuesta a envolver a Santos Luzardo en la malla fatal de sus seducciones”.
Los ejercicios de la memoria son tan poderosos…
Doy toda esta vuelta anamnésica y personal porque parece que algo nos ha convencido de que ya no hay hombres así, de que ya no hay gente así. De que ya no. Las nostalgias eternas por próceres rayocatódicos como Renny Ottolina, José Ignacio Cabrujas, Aldemaro Romero y Simón Díaz —en estricto orden de desaparición, diría Joselo— se nos instalan de una manera todavía más poderosa que la que hacía posible la alegría y la admiración de cuando estaban en vida.
Olvidamos que este tipo de figuras se arman con el tiempo. Olvidamos la constancia y la paciencia, como si la juventud y la premura fueran un talento.
Por eso tengo tanto respeto por esos dos discos: Tonadas y Tonadas Vol. 2, de Simón Díaz. Por eso y porque cada quien tiene sus episodios autobiográficos con soundtrack de Simón Díaz. Porque la obra de Simón Díaz es criolla, pero se reconoce también en la eficacia de eso que la industria llama folk y llama pop, pero que no es otra cosa que buena música capaz de conseguir cómo llegarnos al alma compartida. Simón Díaz puso a la gente a cantar una música que nos habitaba pero todavía no sabíamos dónde nos quedaba.
Existe entre nosotros la impresión de que Simón Díaz siempre fue percibido como el llanero arquetipal y que por eso debemos pasarlo a la generación que sigue, como recitar las capitales sin confundir San Felipe con San Carlos o a diferenciar uno de los pocos araguaneyes que quedan de cualquier otro árbol amarillo. Pero Simón Díaz es un personaje hermoso y lleno de coherencias y conexiones porque trabajó para conseguirlo, creyó en las cosas que nos conectan y las convirtió en un proyecto vital con todo el profesionalismo que cabe en una vocación, a pesar de que sean tan pocos los que le ponen ese empeño a la cultura.
Los maestros que se están formando necesitan gente atenta. Y quizás es por eso que terminamos guarecidos en la nostalgia: estamos demasiado ocupados con el presente como para prestarle atención a quien desea enseñarnos que hay cosas que pueden hacerse bien y para siempre.
Los maestros que se despiden en medio de este paisaje roto, en cambio, merecen que no los olvidemos, que la nostalgia no se convierta en el único gesto, que completemos la copla. Cada quien. La que nos toca. La rima, en sí misma, se encargará de decirnos que todo puede calzar y volverse bonito… y de todos.
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Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 19 de febrero de 2014
Willy McKey
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