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Alisa Zinóvievna Rosenbaum, más conocida como Ayn Rand (San Petersburgo, 2 de febrero de 1905-Nueva York, 6 de marzo de 1982), llegó a EEUU en 1926 con veintiún años, mediante una visa de viaje que el gobierno de la Unión Soviética le extendía por seis meses. En realidad, Rand no tenía la menor intención de regresar a la Rusia comunista, un país que odiaba por imponer forzosamente valores del todo contrarios a su forma de comprender el mundo. Por supuesto, nunca volvió.
Esta joven burguesa de origen judío sostenía que la única causa digna de perseguirse era la libertad para vivir, puesto que la vida constituía la única verdadera posesión del ser humano. Dicha idea le serviría a Rand para desarrollar la filosofía que la haría famosa: el objetivismo, el cual plantea la necesidad de fortalecer un pensamiento racional e independiente que permita el sostenimiento de una vida encauzada en el centro de la realidad. Según esto, el individualismo, lejos de ser un defecto, debe convertirse en auténtico pilar de la existencia, pues el individuo debe existir para sí mismo (sin sacrificarse para los demás o utilizar a otros para su beneficio) centrándose en objetivos, ambiciones y deseos provenientes de su interior; solo así se podrá vivir una vida plena y fructífera. Rand desarrolló este pensamiento a lo largo de su vida en obras ensayísticas como El nuevo intelectual (1961) o La virtud del egoísmo (1964), y en novelas como El manantial (1943), la aclamada La rebelión de Atlas (1957) y Los que vivimos (1936), con la que manifestó su distancia ideológica, filosófica y moral respecto al colectivismo soviético que destruía los vestigios de cualquier conciencia individual.
Cuando Rand llegó a EEUU le sorprendió la simpatía generalizada de trabajadores e intelectuales norteamericanos hacia el “experimento colectivista” ruso. De hecho, en un sentido más amplio, pudo observar que las dificultades económicas de la clase trabajadora (sobre todo a raíz del crack de Wall Street en 1929) y el intelectualismo de izquierda habían creado una matriz de opinión favorable hacia los movimientos colectivistas que se estaban levantando en Rusia, Italia y Alemania; la gente percibía la colectivización y estatización como una solución a las dificultades que planteaba la vida moderna. Incluso, Rand se topó con mucha gente que justificaba la brutalidad del sistema soviético como una “necesidad” para lograr una sociedad más justa. Ante esto, la autora quedó estupefacta, pues consideraba a EEUU “la única nación ética de la historia” donde, gracias a la libertad individual, las personas tenían oportunidades según sus capacidades e inclinaciones. Todo lo cual contrastaba con la URSS, régimen totalitario que había degradado moral y materialmente a millones gracias a la promesa de una redención social en el horizonte.
Entonces, Rand comprendió que muchos norteamericanos no habían superado la capa propagandística con la que el Estado soviético había encubierto la realidad de una vida miserable y repleta de privaciones, perpetrada merced a la más degradante igualación moral y material. Por ello, la autora decidió exponer todo su conocimiento sobre dicha realidad a través de una obra de ficción que sirviera como fresco de las atrocidades del colectivismo socialista. Los que vivimos no puede calificarse estrictamente de “novela autobiográfica”, si por tal se entiende la recreación ficcional de experiencias personales de un escritor; en cambio, sí es una obra construida con elementos de la realidad presenciados por la propia Rand durante su vida en la URSS. De hecho, la propia autora llegó a decir que esta novela “era lo más parecido a una autobiografía que haya escrito jamás”. La novela se gestó entre 1931 y 1934, pero no se publicó hasta 1936, debido a las reticencias de varios editores sobre su pertinencia. Finalmente, el editor George Platt Brett asumió el riesgo, pues en su opinión “era una novela que debía publicarse» debido a todo lo que revelaba; sin embargo, como era de esperarse, su recepción en EEUU no fue favorable, gracias a la gran popularidad del comunismo en aquel país durante los años ’30, conocidos como “la década roja”.
En realidad, Los que vivimos constituye un relato sobre la gente común al inicio del experimento comunista, cuando los bolcheviques impusieron su ley después de ganar la guerra civil (1919-1921) que siguió a la Revolución de Octubre de 1917. La novela refleja el sometimiento político e ideológico al que fue sometida toda la sociedad rusa por parte de los comunistas: colectivización forzosa, draconianos racionamientos alimentarios, discriminación social, persecución policial, propaganda incesante y violación discrecional de la vida privada. En este contexto, Kira Argounova, hija de propietarios y estudiante de ingeniería, se enamora de Leo Kovalenski, hijo de un militar aristócrata del zarismo; ambos comparten un carácter independiente y anticolectivista que los impulsa a irse a vivir juntos según sus principios. No obstante, deben enfrentarse a un Estado soviético que pretende sacrificar a cada ruso en pos de lograr el ideal socialista. Kira y Leo sufren los embates del nuevo orden: ella es expulsada de la universidad por su “individualismo burgués” y él queda desempleado por sus antecedentes familiares, lo que los lleva a una situación desesperada que se agrava cuando Leo contrae tuberculosis y Kira, pese a sus esfuerzos, no logra su admisión en un sanatorio estatal. La desesperación lleva a la joven a buscar la ayuda de Andrei Taganov, un fanático comunista que, al enamorarse de ella, descubre el valor de los ideales y deseos personales en contraposición al colectivismo socialista. Sin embargo, solo Kira logra mantenerse en la lucha por su libertad: Leo cae víctima de su imposibilidad para tener ideales, mientras Andrei se suicida por la doble decepción que significó comprobar la corrupción en que había degenerado la Revolución y descubrir que Kira era la mujer de Kovalenski. En cambio, ella lucha hasta el final por su más preciado sueño. Logra llegar hasta la frontera con Lituania, pero cuando está cerca de cruzarla, un guardia le dispara mortalmente.
Los que vivimos expresa la lucha por el derecho a la libertad individual frente a un Estado colectivista y opresor. Kira, la heroína, marcada socialmente por ser hija de propietarios, sueña con ser ingeniera para construir puentes y, sobre todo, con marcharse de Rusia. Vive apática respecto al nuevo orden a su alrededor y poco interesada en la pobreza que agobia a su familia por causa de la colectivización industrial y comercial; a ella solo la estimula lo que pueda concebir y crear a partir del libre ejercicio de su razón individual, por lo que intenta crearse una cápsula a su medida que le permita aislarse del totalitarismo bolchevique, cuyos valores odia. Para Kira, la vida, su vida, es sagrada en su más esencial individualidad, y ni el Partido, ni Lenin ni el socialismo pueden profanarla si ella no lo permite. Para ello, no obstante, debe enfrentarse a un Estado dispuesto a recordarle permanentemente su origen de clase y su individualismo “sospechoso”. El nuevo Estado comunista ha creado etiquetas sociales para todos los rusos con las que se propone someterlos al hambre, la persecución policial y el desempleo; ante esto, Kira alimenta su sueño de escapar, mientras intenta conseguir un espacio vital lo menos contaminado posible. Finalmente, Kira triunfará a pesar de su muerte final, pues no acepta otro ideal que el suyo ni otra manera de conseguirlo distinta a la que sus convicciones le dictan. Mientras Leo fracasa a causa de su cinismo e incapacidad para el afecto y Andrei se suicida al comprobar la gran estafa en la que se había convertido la Revolución por la cual luchó, ella se mantiene incólume en el empeño por reafirmar su derecho a una conciencia individual, a una vida propia.
En 1936, Ayn Rand le escribió una carta a su editor explicándole los motivos por los que había escrito Los que vivimos. En ella le decía: “Me han preguntado por qué escribí esta novela, y creo que la respuesta es obvia. He visto la vida soviética como muchos escritores fuera de Rusia la han visto y, mientras el mundo en general se encuentra sobresaturado con las cifras de la Rusia soviética (…) muy poco se ha dicho sobre la vida actual bajo el comunismo, sobre los seres vivos (…) Yo me preocupo por el trato dado a los seres humanos. No a todos. Solo a los que dignifican esa denominación. Incluso, si uno echa un rápido vistazo al mundo de hoy, uno no puede menos que notar el mayor y más urgente conflicto de nuestro tiempo: el individuo contra el colectivo. En mi obra, ese problema me interesa sobre todos los demás, y ningún otro país sobre la Tierra ofrece una visión tan alarmante y reveladora sobre ese conflicto como la Rusia soviética. Por lo tanto, el argumento de mi novela es enteramente ficticio, pero el trasfondo y las circunstancias que hacen posible dicho argumento son completamente reales”.
Adolfo Calero
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