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El 3 de marzo de 2019 aparecía en el diario El País, de Madrid, un artículo titulado «La segunda muerte de Trotski», relativo a los señalamientos de historiadores e intelectuales rusos sobre las supuestas falsedades y manipulaciones que la serie televisiva Trotsky comete contra la historicidad del revolucionario ucraniano. Según el texto, el serial –producido por el estatal Canal 1 de Rusia, estrenado en 2017 y ofrecido en Netflix desde 2019–, está plagado de interpretaciones que pretenden proyectar una imagen negativa tanto de Trotski como de la revolución que lideró en 1917. En tal sentido, el artículo recoge algunas opiniones expertas, como la de Alexander Reznik, profesor de la Escuela Nacional de Economía Rusa, quien afirma que la serie «es falsa, tergiversa constantemente los hechos conocidos para construir un “tipo ideal de revolucionario”: una imagen cliché y simplista de un fanático hambriento de poder, ciego a los sufrimientos de su familia». En opinión de Reznik, es más fácil difamar a Trotski porque este «sigue siendo una de las figuras más demonizadas de la historia rusa, por eso es más seguro hacer una película sobre él que sobre Lenin o Stalin». Por su parte, Esteban Volkov Bronstein, nieto de Trotski y “guardián de su memoria”, afirma que
el personaje que han fabricado [en el televisivo] es una falsificación histórica. Está a años luz del revolucionario marxista que conocí. Un hombre de una inteligencia extrema, muy cordial, trabajador incansable, proclive a educar a los jóvenes y que generaba un ambiente cálido a su alrededor.
Entretanto, los productores de Trotsky defienden el punto de vista asumido para configurar su personaje. Alexandra Remizova, una de las productoras de la serie, explica que «no podemos saber todo lo que sucedió en ese momento, pero pasamos muchas horas con consultores. Y sobre la base de este conocimiento e inspirados en varias historias y hechos, los autores tejieron una historia sólida que mantiene al espectador». Refiriéndose a la estética de Trotski –tanto el histórico como el ficcional–, Konstantin Ernst, director del Canal 1, señala a su vez que el personaje
es una verdadera estrella del rock and roll. Durante toda su vida, no solo durante la Revolución de Octubre. Cuando miras las gafas, las chaquetas de cuero especialmente diseñadas y el tren blindado que se ha usado en la producción… Es casi una historia ciberpunk. Pensamos que es un personaje que puede ser comprensible para el público más joven.
Considerando estas opiniones, y después de haber visto la serie, puede argüirse que estamos ante una muy interesante interpretación del personaje como símbolo del revolucionario total, lo cual se logra al emancipar la ficción de la Historia para transgredirla. En tal sentido la ficción –audiovisual o literaria– debe considerar la Historia como materia propicia para moldear a discreción argumentos, escenas y personajes, pero no como una disciplina a la que deba subordinarse metodológicamente. Así, la ficción tendría que enrumbarse hacia la síntesis metafórica y significativa de la materia histórica, transformándola en proyección de lo posible y no de lo probable. De esto se sigue que toda licencia o libre interpretación de la materia histórica por parte de la ficción es no solo admisible, sino deseable; quien quiera conocer la Historia debe acudir a los libros de esa disciplina: eso, además de informarle adecuadamente, le ayudará a disfrutar la ficción de manera desprejuiciada.
En el caso particular del protagonista en Trotsky, se produce una sugestiva síntesis psicológica-política derivada de interpretar libremente lo que significó ser un revolucionario durante el primer tercio del siglo XX. El confort del mundo actual ha hecho olvidar de qué material se componían los hombres que, como Trotski, estaban dispuestos a cambiar el mundo a costa de lo que fuera, incluyendo familia, hogar y la propia vida. La serie se presenta un Trotski intelectual que no rehúye la acción política o sexual –ambas, por cierto, de raíz común, a tenor del componente freudiano que se sugiere–; un Trotski que cree en seguir adelante pese a los reveses y que no se detendrá hasta conquistar el poder mediante la Revolución. Por ello, el motivo del tren bolchevique que cruza Rusia a toda velocidad no puede ser más acertado: la Revolución exige riesgo, vértigo y sacrificio, y Trotski está dispuesto a todo ello.
Sin embargo, al trotskismo rancio le molestó Trotsky. La considera irrespetuosa con la figura de su mártir perseguido y asesinado por el “enterrador de la Revolución”. En realidad, con Trotski ocurre lo mismo que con Lenin: la izquierda los exhibe a ambos como lo que debió ser en lugar de la larga noche estalinista. Esta visión, convertida en credo, es contraria al planteamiento de Trotsky, en la que el protagonista, junto con Lenin y Stalin, se lanza a una carrera sin tregua por el poder. En la serie Trotski es un ambicioso; Lenin, un manipulador y Stalin resulta un facineroso con actitudes psicopáticas (¿perfiles imposibles?). En esta pugna, Trotski no pierde por tener más ética o escrúpulos sino porque Stalin, en ausencia de Lenin, maniobra con mayor velocidad y eficacia. Acertadamente, la serie propone un Trotski decidido a no perder otra revolución debido a miramientos humanitarios, como le ocurriera en 1905, por lo que siembra el terror con determinación entre civiles y combatientes durante la Guerra Civil (1918-1922). Hipócritamente, a la izquierda le indigna que en Trotsky se exponga lo obvio: que ni Lenin ni Trotski respetaron más que el propio Stalin a sus víctimas directas o colaterales.
La serie también acierta cuando un Trotski orgulloso, exiliado en México, confiesa con claridad a su supuesto biógrafo Ramón Mercader –personaje-catalizador usado para confrontar al protagonista y hacerlo hablar sobre la condición humana– que “no se arrepiente de nada”. ¿Por qué un revolucionario habría de arrepentirse de enviar a la muerte a otros seres humanos en aras de liberar a la Humanidad?
No obstante, el mundo actual, muy controlado emocionalmente por la izquierda, no desea recordar que la ausencia de piedad fue una valiosa virtud revolucionaria; por eso a muchos les resulta hiriente que esta serie lo recuerde en la figura de uno de sus mártires favoritos. Como alternativa, el serial propone la imagen de un Trotski patriarca bienhechor pseudo-burgués: cálido pedagogo, amigo de la juventud y de la virtud (¿revolucionaria?). Es seguro que el verdadero Trotski se indignaría con esta imagen que el buenismo de izquierda posmo le ha construido, pues él se consideraba un hombre a ritmo y tono con la dinámica sintética de la Historia, sin margen para dudas existenciales. Así, y en línea con los testimonios biográficos de otros insignes revolucionarios como Víctor Serge y Arthur Koestler, esa generación de militantes a la que pertenecía Trotski no podía cosechar buenos padres, buenos esposos o buenas personas; estos eran roles burgueses que estorbaban a quienes debían moverse en la clandestinidad, barajando identidades para reunirse en comités secretos donde se moldeaba la forma que tendría el futuro de la Humanidad.
De modo pues que la serie Trotsky atina cabalmente al sugerir que la importancia de llamarse Trotski radica en estar subido a un tren imparable que, al final, solo te pasará por encima.
Adolfo Calero
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