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Los antiguos griegos pensaban que el destino era una fuerza cósmica que regulaba todas las cosas. Todo lo que ocurría, había ocurrido o estaba por ocurrir obedecía a las misteriosas leyes del destino, bajo cuyo poder estaban incluso los mismos dioses. Los griegos de la época de Homero representaban esta fuerza bajo la forma de tres señoras de aspecto muy severo a las que llamaban Moiras, palabra que significa “parte o porción”, como para señalar la parte o porción de vida que a cada uno le corresponde. Pero los griegos evitaban llamarlas así. En su lugar, les daban otros nombres como para no llamar su atención: aisa, que significa “lo que está decretado”, o kêr, “la voluntad”. Hesíodo en su Teogonía dice son hijas de la noche, aunque en otro lugar dice que son hijas de Zeus y Temis, la Justicia.
Las Moiras eran tres viejas hilanderas: Cloto, que devanaba el hilo de la vida con un huso y una rueca; Láquesis, que iba midiendo cuán largo era este hilo, y Átropos, la “inevitable” y más temida, que se encargaba de cortar el hilo, decidiendo el momento y la forma en que cada quien debía morir. Las tres eran veneradas y temidas por igual: en situaciones extremas los griegos solían jurar por ellas, y las novias atenienses les ofrendaban un mechón de pelo el día de su matrimonio.
Así pues, el poder de las Moiras era absoluto, tanto que ni el mismo Zeus, su propio padre, podía escapar a él. En el canto xvi de la Ilíada aqueos y troyanos se baten en el campo de batalla. En medio de la refriega, el padre de los dioses y de los hombres se lamenta de que el destino haya decidido la muerte del príncipe Sarpedón, por quien siente un especial cariño: “¡Ay de mí!”, dice, “las Moiras han dispuesto que Sarpedón, a quien amo sobre todos los hombres, muera a manos de Patroclo, el hijo de Menetio”. Es decir, que ni el mismísimo Zeus puede hacer nada ante el decreto de las Moiras, el inexorable dictamen del destino.
Por supuesto que muchísimo menos será lo que los mortales puedan hacer al respecto. A lo más, consultaban los oráculos, que eran los santuarios donde las pitonisas revelaban -de manera bastante confusa, es verdad- la voluntad del destino, inspiradas por Apolo. También en esto, la historia de Edipo es ejemplar. Su padre Layo, rey de Tebas, había recibido un oráculo diciéndole que, si alguna vez llegaba a tener un hijo, éste lo mataría. Sin embargo, Layo hace caso omiso y tiene un hijo con Yocasta, su mujer. Acordándose del oráculo, el rey ordena a un pastor que abandone al niño en el monte Citerón. Sin embargo, allí lo encuentran otros pastores que se conduelen del bebé y lo llevan al palacio de otro rey, Pólibo, soberano de Corinto, para que lo acoja y críe junto a su mujer. Pasados los años y por imprudencia de unos compañeros de juego, Edipo se entera de aquel oráculo que predijo su destino. Entonces decide huir, para no matar a los que cree que son sus padres y que así el terrible designio no se cumpla. En una encrucijada del camino, Edipo se topa con una carreta que ocupa todo el estrecho camino. En la carreta viaja Layo, su padre, pero Edipo no lo sabe. El heraldo de Layo, Polifontes, ordena a Edipo que se aparte, y ante su tardanza, le lanza un latigazo. Entonces Edipo, ciego de cólera, mata a Polifonte y al caballero que viaja en la carreta, a Layo. Así Edipo, tratando de escapar de su destino, lo que consigue es correr a encontrarlo. Su historia nos muestra que el decreto de las Moiras es, pues, inexorable.
Con el tiempo y como es natural, esta vieja idea del destino fue evolucionando, y aquellas historias de muertes y de viejas hilanderas fueron quedando para el mito y la poesía. También con ellas, el nombre de las Moiras fue dando paso a nuevas palabas y conceptos. Fueron los filósofos quienes comenzaron a llamar al destino heimarméne, es decir, “lo que está encadenado”.
El problema del destino y la libertad se va a tornar fundamental para el pensamiento helenístico. Los estoicos entendían que el destino era producto de una cadena inexorable de causas y efectos de los que era imposible escapar, pues son producto de la voluntad divina. Sin embargo, este concepto pronto comenzó a recibir fuertes críticas, pues, si es imposible escapar al destino, entonces ¿qué sentido tiene la libertad humana? ¿qué caso tiene la voluntad de los hombres si ya todo ha sido decidido? Hay que reconocer que durante mucho tiempo esta refutación constituyó un verdadero quebradero de cabeza para los filósofos del Pórtico, que se devanaron los sesos para contestarla.
Epicuro, por su parte, dejará una pequeña rendija, más al azar que a la libertad. Para Epicuro, el devenir de las cosas está dado por el movimiento incesante de los átomos. Todo cuanto existe, los cuerpos, el alma, las sensaciones, no son más que átomos que se unen y separan en continuo movimiento. Este movimiento es eterno, y marca la existencia e inexistencia de los seres. La muerte, por tanto, no es más que la separación de los átomos que constituyen nuestra alma y nuestro cuerpo. Sin embargo, existe una leve posibilidad de que los átomos se desvíen de la ruta que tienen fijada. A este desvío azaroso, esta “inclinación” fortuita, Epicuro la llamó clinamen, y es la causante de que, tal vez, las cosas no salgan como estaban fijadas por el destino. Todo esto lo explica en su Epístola a Heródoto, verdadero compendio de su pensamiento físico, pero también del atomismo griego.
Hubo que esperar al cristianismo para que este formidable dilema, libertad o destino, fuera resuelto. En su Compendio de Teología, Tomás de Aquino se esfuerza por dejar bien claro que el destino no es otra cosa que la Providencia divina, y que cualquier otra concepción del destino es contraria a la fe. Por tanto, el fin último de la voluntad del hombre es el conocimiento de la Providencia divina. El encuentro final con ella, y la libertad, el llamado libre albedrío, no es otra cosa que los modos de la expresión de ese destino, las formas como este encuentro puede consumarse o no, la pregunta fundamental, la formidable aventura de si finalmente se cumplirá o no nuestro destino, como hombres aunque también como colectivo. Es como si el camino quedara señalado, pero Dios nos dejara abierta la posibilidad de seguirlo o abandonarlo. En Tomás, pero también para la tradición cristiana, ese es el sentido de nuestra voluntad. La libertad, pues, existe, pero es nuestro destino salir a conquistarla.
Mariano Nava Contreras
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