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“Este libro comienza con una ciudad que era, simbólicamente, un mundo; termina con un mundo que se ha convertido, en muchos aspectos, en una ciudad”.
Lewis Mumford, “Prefacio” a La ciudad en la historia (1961)
1. Desde que comencé a estudiar urbanismo en la Universidad Simón Bolívar en 1978, la referencia de Lewis Mumford (1895-1990) apareció en la bibliografía de los escasos cursos introductorios e históricos del programa. La prosa erudita y reflexiva de The City in History. Its Origins, its Transformations and its Prospects (1961) me sedujo desde aquellas tempranas consultas estudiantiles. Casi una década más tarde, cuando preparaba, ya como profesor novel, mis primeros cursos de Estudios Generales sobre cultura urbana, en la misma USB, seguidos por las asignaturas sobre historia de la ciudad y el urbanismo, volví a la obra del pensador nacido y fallecido en el estado de Nueva York, buscando más bien su periodización. Pero no fue hasta desarrollar mi investigación posdoctoral sobre historiografía urbana, al promediar la década de 2000, cuando traté de poner en perspectiva el perfil intelectual de Mumford y su obra dentro de campos disciplinares a los que tanto contribuyó, de la historia de la técnica a las utopías, pasando por las ciudades jardín y la planificación regional. Y todo ello no obstante la paradoja de carecer, por su erudición precoz y temperamento crítico, de titulación universitaria como arquitecto, historiador o urbanista.
Desde la historia urbana sobre la que nos centraremos aquí, destaca primeramente lo que puede denominarse el evolucionismo de Mumford, tributario de corrientes previas. Tanto en el enfoque de sir Patrick Geddes como en el de la primera historiografía urbana francesa – liderada por Pierre Lavedan, Marcel Poëte y Gaston Bardet – se planteaba la puesta en relación de la historia con el urbanismo y los civic studies, para utilizar la denominación del biólogo escocés, autor de Cities in Evolution (1915). Algo de esa intención práctica y aleccionadora de la historia, así como la utilización de nociones evolucionistas y organicistas, aparecen en La cultura de las ciudades (1938) de Mumford, segunda parte de su obra sobre La renovación de la vida. Habiéndose ocupado en libros previos de la relación histórica entre técnica, civilización y utopía – que en cierta forma ya le habían llevado a entender la ciudad como una “sinfonía” de las fuerzas creativas humanas, o una “obra de arte colectivo” – el pensador neoyorquino partió en esta, su primera obra propiamente urbana, de la concepción de ciudad “como un hecho de naturaleza, lo mismo que una cueva o un hormiguero”.
Al mismo tiempo, apoyándose en Geddes – con quien desarrollara estrecha relación desde que este visitara Estados Unidos en 1923 – su discípulo confirmó que la ciudad es el “órgano” más especializado de la “transmisión social”: acumula e incorpora “la herencia de una región, combinándola en cierta medida y en cierta manera con la herencia cultural de unidades más grandes, nacionales, raciales, religiosas y humanas”. Es un planteamiento que, desde una perspectiva disciplinaria, seguramente norteó las búsquedas de la Regional Planning Association of America (RPAA), de la que Mumford fue promotor. Y a la vez, en términos culturales, coincidía con los del historiador estadounidense Arthur M. Schlesinger padre, quien, desde la década de 1930, advertía sobre el protagonismo de la ciudad como factor civilizador en la historia norteamericana.
2. Ampliando la cobertura temporal de La cultura de las ciudades, la cual de hecho se iniciaba con la villa medieval; así como acentuando el evolucionismo de sus obras precedentes, La ciudad en la historia se convirtió en el gran clásico de Mumford. Fue uno de los textos más influyentes entre arquitectos y urbanistas del siglo XX, aunque no haya sido igualmente aceptado por historiadores, recelosos de la falta de formación universitariay del discurso periodístico del autor, más conocido por sus críticas columnas en New Yorker, entre otros medios.
Como obra que sintetiza un corpus disciplinario, allí son discutidas, en sus implicaciones propiamente urbanas, las tesis de Fustel de Coulanges, Max Weber y Henri Pirenne sobre las ciudades antigua y medieval, las cuales son puestas en perspectiva espacial y territorial. Se da gran importancia, a la manera de Poëte y Lavedan, al análisis del ambiente geográfico de la ciudad, especialmente en sus fases germinales en los diferentes focos de urbanización mundial. También algunas nociones tomadas de Geddes – Paleotécnico, Neotécnico, Metrópolis, Necrópolis, Conurbación – son utilizadas en distintos momentos de la obra: bien sea durante el proceso de “cristalización de la ciudad” en el Neolítico, o en la transmutación de la Metrópolis en Necrópolis, tanto en el primer ciclo de la Antigüedad clásica, como en la modernidad posindustrial con la que el libro cierra.
Como muestra de esa interpretación cíclica de la evolución de la ciudad, cuya tendencia degenerativa fue también influida por la morfología histórica de Oswald Spengler, valga el siguiente pasaje sobre la descomposición de la Roma imperial:
“Tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista del urbanismo, Roma perdura como una significativa lección de lo que hay que evitar: su historia presenta toda una serie de señales clásicas de peligro para precaver y hacer saber cuándo la vida se mueve en dirección equivocada. Siempre que las muchedumbres se reúnen en masas asfixiantes, siempre que los alquileres se elevan empinadamente y que empeoran las condiciones de la vivienda, siempre que una explotación elimina la presión para lograr equilibrio y armonía en lo que se tiene más a mano, siempre que ocurren estos fenómenos, los precedentes de la construcción romana resurgen casi automáticamente, justo como en la actualidad podemos verlo: el circo, las altas casas de inquilinato, las competencias y exhibiciones de masa, los campeonatos de fútbol, los concursos internacionales de belleza, el streap-tease que se ha vuelto ubicuo a través de la publicidad, la excitación constante de los sentidos a través del sexo, el alcohol y la violencia: todo esto con fidelidad al estilo romano”.
Es una cita algo larga, pero ilustrativa del método analógico entre diferentes momentos de la historia de la ciudad occidental, utilizado en este caso por el autor para advertir y aleccionar sobre el síndrome de la hipertrofia metropolitana – masificación, densificación excesiva, especulación inmobiliaria, transculturación artificial – que minó a la Roma imperial, semejante a lo que estaría ocurriendo, según Mumford, en las urbes descomunales de la industrialización o del Tercer Mundo. Es una interpretación cíclica de la historia que utiliza las nociones naturalistas de Geddes, pero también con frecuencia la contraposición entre cultura y civilización, según las distinciones en las obras de Spengler y Arnold J. Toynbee, para advertir con ellas sobre los peligros de la dominación política y cultural impuesta desde las megalópolis y las ciudades mundiales.
Del dirigido análisis – por momentos tendencioso – desplegado por Mumford a través de los sugestivos capítulos de La ciudad en la historia, se desemboca con frecuencia en una advertencia humanista sobre la modernidad industrial y sus efectos inquietantes, plasmados en las seculares metrópolis expansivas, de funcionalismo y segregación, de automóviles y suburbios. Toda una admonición sobre la diáspora de los atributos cívicos tradicionales y comunitarios, la cual resonaría en varias obras posteriores, incluyendo Ciudades en marcha (1970), del mismo Toynbee.
3. Por su gran alcance y vasta erudición, en la obra de Mumford se torna difícil la distinción entre historia urbana y urbanística, ya que recorre el decurso de la ciudad como suprema manifestación del urbanismo en tanto forma cultural y artística, en el sentido preconizado por Poëte y Bardet. Desde el dominio de los estudios urbanos, La ciudad en la historia puede verse como manifiesto postrer de los discursos generales y eruditos, panorámicos y comparativos:atravesando a contracorriente la especialización y casuística favorecidas por los medios académicos a la sazón, emergió como clásico de un humanismo urbano, una suerte de suma integradora de disciplinas que estaban en proceso de diferenciación y profesionalización en las universidades,al promediar el siglo XX.
En tal sentido, en un simposio celebrado en 1995, en ocasión del centenario del nacimiento de Mumford, en la Universidad de Pensilvania, donde enseñó en la década de 1950, bien señaló Robert Wojtowicz que su voluminosa producción “tendió puentes entre las aparentemente dispares disciplinas de arquitectura y planificación, tecnología, crítica literaria, biografía, sociología y filosofía, las cuales él sintetizó en una obra muy original. Con su propio ejemplo, desafió a sus colegas a liberarse de la sobre-especialización que él creía estaba ahogando el discurso tanto dentro como fuera de la Academia”.
Sin quedarse en lo puramente contemplativo, el de Mumford es un humanismo urbano atento a las señales civilizadoras y manifestaciones históricas y seculares de la ciudad y la metrópoli, así como a los métodos disponibles para explicarlas e intervenirlas. En este sentido, se observa en The City in History el vitalismo de la primera historiografía urbana francesa, a la vez que las fases evolutivas y los interdisciplinarios métodos de análisis urbano y regional preconizados por Geddes. Esa herencia se plasma especialmente en la visión mumfordiana de la Coketown o ciudad del carbón, tomada por el autor de la novelística de Dickens; seguida de la megalópoli de explosivo crecimiento suburbano, basado en el petróleo como combustible vehicular, según una interpretación relacionada con el Paleotécnico y Neotécnico de Geddes, así como con la tesis de Lavedan sobre la descomposición de la ciudad industrial.
4. Allende su bagaje urbanístico, al considerar su gran impacto como libro para generaciones de profesionales y estudiosos de la segunda mitad del siglo XX – que supera con creces la de los otros autores mencionados, a veces más respetados por los historiadores – creo que cabe preguntarse sobre la condición propiamente histórica de La ciudad en la historia. En ese sentido, pienso que, más que continuar la concepción proveniente de la historia económica y social, desde La cultura de las ciudades, así como en la obra cumbre que la completara y sucediera, el intelectual neoyorquino ofreció más bien una reflexiva revisión histórica sobre una serie de pautas y atributos ancestrales de lo urbano: centralidad, diversidad, creatividad y civilización, entre otros. A través de estos, Mumford intentó elaborar su propia crítica del funcionalismo característico del urbanismo moderno, a la vez que alertar sobre la segregación y la diáspora suburbana que amenazaban a la metrópoli norteamericana.
Esa impresión me fue confirmada en una reseña de The City in History, que, con ocasión de una nueva edición del clásico, fue publicada por Thomas Bender en Harvard Design Magazine, en la primavera de 2002. Para diferenciarlo de Fernand Braudel, historiador por excelencia, preocupado por las fuentes y rigurosidad del análisis, el profesor de la Universidad de Nueva York bien caracterizó a Mumford como “moralista público”: su discurso narrativo, sin dejar de ser seductor y profético, no puede evitar sobrecargarse de “juicios morales” y “reflexiones éticas”, según el reseñador, lo cual acaso le haya hecho perder resonancia entre historiadores de formación.
Sin embargo, además del prodigioso influjo que continúa ejerciendo entre arquitectos y urbanistas, La ciudad en la historia puede hoy verse como antecedente del discurso ensayístico y la diversidad de fuentes que han devenido característicos, entre otros rasgos, de la así llamada historia cultural urbana. Esta incluye exponentes tan conspicuos como el sociólogo norteamericano Richard Sennett, o el geógrafo británico sir Peter Hall, entre otros que han reconocido como antecedente el humanismo urbano de Lewis Mumford.
Arturo Almandoz Marte
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