Volvió el tráfico a Nueva York // apuntes sobre el fin de algo

Fotografía de Juan Luis Landaeta

25/01/2021

Intro de verano

Muchísimos argumentos, hitos y fórmulas acabaron en el 2020. Por ejemplo, la pregunta del qué fue primero o después, o qué siguió a qué. Las fotos aéreas de las fosas comunes en Nueva York, las pistas de hielo convertidas en morgues, las primeras partidas de voleibol en los parques, el primer rebrote, el segundo, la aparición de la vacuna Sputnik en Rusia.

Paradojas. Los servicios de envío y entrega on line en la ciudad permitieron que muchos comercios no cerraran. Supermercados, cafés y claro, licorerías. No faltó la ocasión de que fuera más fácil encargar una botella de alcohol (a precios que desafiaban las leyes naturales) que tener una presa de pollo en casa.

La primera tarde que decidí salir, habían pasado ya unos 15 días desde que el gobernador y el alcalde de Nueva York habían establecido las primeras señas de flexibilización. El encargado de la tienda de licores de mi zona, en Wickoff Avenue, me dijo que el local no cerró nunca y que además vendió por encima su promedio habitual. Lo dice sonriendo, con un novísimo peinado azul. Me contó que su hija decidió pintarle el pelo en un ataque de aburrimiento durante la cuarentena.

Hablo de él porque en medio de tanto caos, me dio una de las respuestas más lúcidas que he escuchado en este desconcierto. Al saludarlo, emocionado de volver a saludar a alguien, le dije que era un gusto verlo después del fin del mundo. Relajado, detrás de la nueva pantalla acrílica, me respondió: “Pues ya era hora”. Cómo negarlo.

Antes de irme, me ofreció gel antibacterial. Vi el envase con algo de duda. Sin preguntárselo, me aclaró que su jefe, el dueño del local, decidió rendir el gel con agua, cosa que prácticamente lo inutiliza. Levanté mi mirada y nos reímos del asunto.

Al salir de la tienda vi en las zonas habilitadas frente a bares y restaurantes, lo que se vería si no corrieran los tiempos que corren: gente que fuma y ríe enseñando los dientes o toma un trago. En las aceras o en las vías peatonales parecía más imperativo el uso de las mascarillas. Había quien sonreía permanentemente como Spiderman, Batman, el Guasón o el anaranjado de Donald Trump. Algunos sofisticados usaban alternativas de tela, no recomendadas, como pañuelos o bufandas de cazador. Nadie sabe si las lavan o no.

Los locales de la zona empezaron a ocupar las calles en sus frentes. De manera que los clientes pasaban el rato sentados sobre el asfalto, con sus manchas de aceite seco y demás registros mecánicos. Tacos, pizzas, cervezas. Pieles rosadas por el calor, bocas fumando. Es fácil juzgar y ser juzgado. Qué importa.

En los restaurantes y bares también había maniquíes o peluches sentados a las mesas. Un mecanismo simpático para evitar la cercanía o animar la distancia forzosa.

El Dunkin Donuts más cercano a mi edificio estaba repleto de enfermeras del Wickoff Hospital, uno de los lugares reseñados durante los momentos más álgidos de hospitalizaciones, que, por cierto, en pleno verano siguió teniendo afuera los contenedores refrigerados de cadáveres para auxiliar su morgue.

***

Twitter se volvió insoportable. El fenómeno se extiende a las demás redes o medios. Comunicamos más de lo que no sabemos. Teorías, ofertas, supersticiones. Cada uno en su ley y dispuesto a morir por ella. A pesar de lo poco que se sabe del virus, nadie que opine deja espacio para la duda.

En Hell´s Kitchen, hacia el Upper West Side de Manhattan, los toldos en la calle se hicieron frecuentes y con ellos, ciertas reuniones de diez, quince personas, bebiendo y celebrando, como si un momento más grave hubiera pasado y ahora se pudiera celebrar como siempre.

Cuando los entrevistan, hablan del virus como si tuviera personalidad o antojos. Como si “antes hubiera hecho algo que ahora no hace”, o como si actuara a discreción. Tampoco falta quien diga que el contagio en realidad obedece al grado de voluntad ante el virus de los propios sujetos.

De vuelta a Brooklyn, el hidrante de mi calle estaba abierto. El chorro, que alcanza la acera opuesta, alivia por segundos el calor húmedo de la ciudad a las seis de la tarde. Un grupo de hombres toma cerveza y ríe. Son mis vecinos. Ninguno es mecánico, pero hacen vida en el pórtico de un taller mecánico junto a un Mustang rojo del año 68, estacionado. El carro y el umbral son el pretexto.

Llegando a mi casa, una cucaracha pasó a toda velocidad por debajo de la puerta. En mi estudio, las cosas que pinto con pintura acrílica tardan horas en secarse. Es la humedad. El primer verano de la pandemia avanza sin demora.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

2. Volver al metro

Creo que nunca había estado tan preparado para una primera vez. Se sentía un poco ridículo. La misión era cualquier misión: trasladarse, caminar diez, quince metros seguidos, constatar que las aceras alrededor de mi casa mantuvieran las mismas inclinaciones, las mismas irregularidades.

Grabé varios videos en tiempo real. Me resultaba imposible desentenderme de la cámara y de la curiosidad por registrarlo todo. La primera cosa extraordinaria fue volver a sentir la suela de los zapatos. Para el momento de la primera flexibilización de la cuarentena, llevaba tres meses sin usarlos.

La entrada a la estación Jefferson del tren L, estaba decorada con ramas cuyo follaje nadie había atendido desde el inicio de la primavera. Al bajar las escaleras, sentí el vaho de cloro (propio de algunas madrugadas) y vi la primera colección iconográfica de instrucciones para la distancia social. Por ejemplo, la calcomanía con dos piecitos a tantos centímetros los unos delante de los otros, en la máquina que vende las tarjetas o en los andenes de espera.

¿El sonido del metro? Una presencia que había olvidado. La voz que todos los habitantes de Nueva York odian, de pronto anunciaba la llegada del próximo tren para Manhattan.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

El tren casi vacío. A la comodidad de sentarse, ahora se le sumaba el estupor de sentir que todas las superficies eran potencialmente hostiles. De ese primer viaje, que la foto indica a las 5:06 de la tarde, recuerdo la limpieza del linóleo. El piso brillaba. No hay que abundar en la cantidad de pisadas, sustancias, huellas y desechos que suelen hacer acto de presencia en ese espacio.

Delante de mí iba un hombre con una panza enorme. Era delgado. No se trataba de un cuerpo obeso. Tenía varias cicatrices, como de puñaladas. Quizás balas. Se contorsionaba, estiraba sus piernas. También mostraba sus sandalias a un interlocutor imaginario, por lo menos invisible.

Hacia el otro extremo del vagón una señora de lentes llevaba un perrito metido en un morral. Con un tapabocas que parecía la media de un bebé, ajustada con liga. Todos viajamos sentados a demasiados metros el uno de otro para los estándares de esta ciudad.

Estando allí, por primera vez en meses, se interrumpió una canción que se reproducía en Spotify. El túnel que va debajo del East River y que conecta Brooklyn con Manhattan a través de Williamsburg volvía a hacer lo de siempre.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

3. Central Park con monte

En los alrededores del Central Park se siente el clac clac de los tacos de los caballos a dos calles de distancia. Estando en medio de la ciudad vuelvo a sentir ese vaho de campo, dulzón, inconfundible: mierda de caballo. Son de la policía montada, que todavía existe, o de los paseadores del parque.

A la tranquilidad de ese paréntesis, cuyas dimensiones superan a las del reino de Mónaco, se acerca una multitud de peatones con la mirada fija en el verdor, mentalizados en cuenta regresiva, como si fueran a empezar una carrera. No compiten con nadie. Se trata de gente que quiere respirar sin mascarilla. Bastan unos centímetros de umbral para ver a la mayoría quitárselas. Sea o no sea un riesgo, parece inevitable.

Adentro, la gama de medios de transporte y locomoción honra las gamas múltiples de esta ciudad. Patines en línea, corredores, monopatines, scooters eléctricas, bicicletas, cabriolets, bicicletas familiares, bicicletas que pasean a parejitas que se besan bajo un paraguas de Hello Kitty.

También están los que trotan, sudan y escupen en grupo. Hasta un tipo que, para obligarse a andar en una sola rueda, le quitó la de adelante a su bicicleta. No alcancé a verlo frenar. Me habría encantado.

Mi primera visita al parque luego de la cuarentena fue el 2 de julio. Tratándose de un espacio natural, fui bastante desprevenido y encontré eso que en varios lugares de América Latina llamamos “monte”.

El hallazgo me remitió a la dulce costumbre del descuido de parques y espacios públicos en los que crecí. Me pareció un gesto de descontrol. No creo que nadie pode esos espacios. Me parece que el uso frecuente se encarga de estabilizarlos.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

En semanas no solo la situación del monte estaba resuelta, sino que mis visitas empezaron a ser diarias. Todas las noches, hasta que el invierno se impuso, me dediqué a trotar las primeras tres millas (y caminar las tres restantes) de la línea que recorre todo Central Park, empezando y volviendo al acceso de Columbus Circle. Me acompañó el descubrimiento de las interpretaciones que tiene de Mozart, Maria João Pires.

Sin duda se trataba de un reencuentro. Más que un ejercicio de resistencia, constancia o gratitud, luego de haber estado casi cuatro meses subiendo y bajando las escaleras de mi apartamento, poder seguir la línea imaginaria de mis pasos me resultaba una osadía. Avanzar, respirar, sentir el asfalto. Ver el reflejo de los edificios en el agua. Estar vivo y estar aquí.

Todas las noches sentía que, al emprender la ruta, algo estaba por resolverse, y que, al terminarla, al llegar al mismísimo punto de partida, ya nada de lo anterior me preocupaba. Solo palpar mi mascarilla y caminar hacia la octava avenida con más cuidado: mi vista estará empañada.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

4. Defund the Police 

Toda la seguridad (incluyendo un toque de queda) que no apareció durante la cuarentena por el virus, llegó con los miedos a los destrozos que podrían ocurrir durante las manifestaciones por el asesinato de George Floyd que se replicaron en varias ciudades del país.

El aventón les sirvió a muchos comercios para mantenerse blindados de cara a las elecciones de noviembre, por lo que muchos locales operaban así, encerrados, con unos carteles casi absurdos que le decían al público: “Estamos adentro y estamos abiertos”.

La primera tarde que volví a pasar por Broadway, parecía tratarse de un espacio sellado y empaquetado, listo para mudarse a otro sitio. A los muchísimos locales vacíos, con carteles de ofertas que más nunca volverían a tener sentido, hubo que sumarle esas láminas de madera balsa, algunas con grafitis y algunas con tachones enormes de pintura que procuraban tachar un grafiti. «Defund the police» y otras consignas también estaban escritas en muchas partes, pero especialmente sobre esas tablas. La verdad es que donde sea que estén, resultan idóneas para hacerles algo encima.

Broadway a la altura de SoHo parecía una maqueta a escala real. Todo resultaba entre incómodo y sorprendente. “Sign o’ the Times” de Prince empezó a sonar en mi cabeza.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

5. Basura

¿Cómo se vería todo después de tal encierro? A veces pensé que quizás, como cuando uno cierra a discreción los ojos por unos segundos y los vuelve a abrir súbitamente, la realidad tendría otros colores y otras texturas. No pasó.

Las cosas estaban más o menos igual a simple vista. Una de las mayores modificaciones en el espacio urbano de Nueva York tardó apenas días en hacerse notar. La causa ya estaba gestada, solo faltaba el rastro de la consecuencia.

Más allá de la diligencia de las oficinas sanitarias, de reciclaje o de recolección, así como llamaba la atención no ver gente en la calle o donde resultaba común la congestión, empezaron a acumularse bolsas y bolsas de basura en las esquinas de las calles (sobre todo en Brooklyn) y en los frentes de los grandes edificios residenciales de Manhattan.

Un espectáculo que llama la atención en una ciudad en la que son cientos de miles los que de manera temporal o permanente han decidido irse. Amazon, el titán conciliatorio de las necesidades, lujurias y calmantes, es el gran protagonista de la escena.

La cantidad es absurda. En el lobby de los edificios, como el correo, están no la «caja» sino «las cajas» de cada uno. Su porción de ansiedad satisfecha. Cajas que cubren bolsas de plástico inflado, que en casi cuestión de minutos volverán a bajar por el ascensor a una sala de desechos y en horas, a la calle.

En la mayoría de los casos, el desecho estará en bolsas de colores que responden a su contenido, con el fin ulterior de facilitar (supuestamente) su reciclaje. Negras para desechos regulares, o por descarte: todo lo demás que no sea vidrio o papel, que va en bolsas azules o transparentes, según un criterio que no siempre es muy claro.

Caminando por Midtown, están los bultos apilados, que además obedecen a algunos ejercicios espaciales de los conserjes de cada propiedad. Hay quien hace un montículo arbitrario, quien reúne trípticos, o quien combina colores, intercalándolos. Una administración creativa que oscila entre no obstaculizar la calle ni impedir el paso en las aceras.

El tema me empezó a fascinar. Luego de hacer la primera fotografía a estas islas de basura, empecé a cazarlas, a reconocerlas donde sea que estuviera. En el fondo, me obsesionaba la exageración de materiales como cartón o plástico que encontraba a diario en la vía pública. ¿Estamos pensando lo suficiente en eso? ¿Qué pasa con todo eso que usamos una vez, apenas?

Empecé a subir las fotos a Instagram orientando mi crítica hacia el consumo desmedido como un contrabando. Si los que no viven aquí tienen dudas de cómo «está» la ciudad o cómo «cambió», no deben remitirse a cosas como que el Empire State se encogió o que ya no hay ratas en el metro.

Pueden pensar en lo que de verdad nos pasa cuando nos quedamos solos en una ciudad enorme. En lo que nos desespera y nos alivia, si seguimos teniendo recursos y además las necesidades básicas cubiertas. Consumimos. Compramos. Necesitamos. Y poblamos la ciudad de basura. Llenamos de basura todos los lugares por los que no estamos caminando o soñando, distraídos.

No ves su gente. Ves las cajas y los envoltorios plásticos de lo que la gente compró.

6. Thank you

El verano pareció empezar varias veces. Una cosa era mantenerse encerrado durante una temporada en la que cuesta más salir de casa y otra, con la llegada del calor. Más allá de la euforia solar característica, la humedad suele ser decisiva a la hora de necesitar salir de los apartamentos.

Progresivamente aparecieron fotos de personas en los parques, con mayores o menores medidas de precaución. La información disponible del virus al menos precisaba que en espacios abiertos era más difícil el contagio y si se trataba de lugares ventilados, cualquier imprudencia mermaba.

Así que los parques y caminos cercanos al Hudson o al East River se volvieron palacios de distracción. Fue allí donde, como si se tratara del nuevo «topless» o de las rebeldías ideológicas, vi por primera vez gente decididamente sin el tapabocas puesto, sin amagos ni vacilaciones.

Yo hice lo mío con los patines en línea. Si el aire y el espacio abierto ayudan, la velocidad también podría generar alguna ventaja adicional. Mi ruta es la misma desde que me mudé en 2013: los kilómetros que oscilan entre el World Trade Center y el museo-portaviones Intrepid. Siempre con New Jersey al otro lado del río.

En ese camino subo y bajo, como un ratón de laboratorio. En su parte colindante con Tribeca, esta vez encontré ese anuncio enorme de «Thank You» que, por segundos, me hizo sentir culpable. Claramente estaba destinado al personal médico de la ciudad y, además, creo, a la tripulación del barco hospital que estuvo anclado en esa zona durante algunos meses de la pandemia. Pero de momento sentía un dejo de ironía.

El anuncio lo podía leer yo, que iba pasando, y también gente que estaba jugando tenis en las canchas contiguas o los demás que estaban tomando sol. Podía ser absurdo y podía ser una exageración, pero en el 2020 todo fue absurdo y exagerado.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

7. Empiecen a dar la noticia

Jerry Seinfeld publicó a finales de agosto una especie de descargo que hacía las veces de reflexión sobre el dilema de la gente que se estaba yendo de la ciudad y sobre por qué quedarse, o, en cualquier caso, por qué él eligió quedarse. Le dijeron de todo: de ridículo a ricachón. Pero la reflexión no es caprichosa para quienes seguimos aquí.

El artículo volvió a mi cabeza una noche que volví a ver la ciudad desde un piso 60 de Manhattan. No es un mito filosófico ni un secreto de los astronautas: ver las cosas en perspectiva nos ayuda a pensar. Es cierto que no siempre tenemos el beneficio de la distancia para analizar o decidir así, pero puestos a escoger, creo que nadie descartaría la oportunidad.

¿Qué se supone que significa vivir en esta ciudad? ¿Éxito falso, real, innecesario? ¿Opulencia y desesperación? ¿Glamour caduco? ¿Culturas? ¿Arte? ¿Gentes? Es más, vista desde aquí: ¿Dónde está la ciudad? ¿Dónde está exactamente el sitio que tantas personas del mundo soñamos tener alrededor? ¿Cuál es la esquina que tantas personas están deseando en este momento?

Ese cielo de la foto, que parece estirarse junto con sus nubes, lleva al sur del continente, de donde vengo. Pero el cielo que tengo sobre mí, lo suficientemente caliente para sobrevivir la foto sin chaqueta, está encima de un lugar que los últimos meses ha sido un catalizador de lo que seremos o hemos sido durante los últimos tiempos. De a ratos, una pista del futuro.

La noche que murió David Bowie yo estaba viendo la ciudad desde un piso todavía mayor a éste. Me aterraba saber que, indirectamente, detrás de alguna de las luces que veía, estaba él agonizando, mientras yo me hacía preguntas parecidas con el viento del valle del Hudson en la cara. Mientras escribo estas líneas se cumplen 5 años de ese momento.

Fotografía de Juan Luis Landaeta

Coda: Nevó

El jueves 17 de diciembre de 2020 cayó la primera gran nevada de este invierno. Ya había nevado antes, pero ligeramente. Nada que recordara las estampas blanquísimas a las que estamos acostumbrados y suponemos con la cercanía de la navidad y el año nuevo.

El rito de verlo todo inmerso en ese silencio de hielo, que absorbe el ruido, significó algún tipo de alivio, así fuera fruto del paso de una tormenta.

Dos premisas se cumplían: en diciembre hace frío y puede caer nieve. En un año impredecible, que al menos una cosa respondiera a su historial, parecía satisfactorio.

La vacuna, las vacunas, ya hicieron su debut en la escena. El virus cumplió un año desde su primera mención en redes sociales. Mató al menos a una persona que conocíamos. Dejó sin olfato a otros e indiferentes a otros tantos.

“Secuela” pareciera ser una palabra clave para todo esto. No lo sabíamos, pero nuestra piel estaba esperando que una huella rara, nueva, e invisible la marcara. Aquí está y así nos deja.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo