Violeta Rojo retratada por Vasco Szinetar
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Escribo estas líneas con las tintas entremezcladas por el duelo reciente de haber asistido a la triste despedida ayer de Violeta Rojo (1959-2024). Horacio Quiroga solicitaba que se dejara al margen la emoción para escribir. Que se quede esta propuesta en las recomendaciones no aceptadas por quienes acomodamos las impresiones conducidas por las heridas cotidianas. No es fácil la conciencia definitiva de admitir lo terminante en el mapa inconcluso de lo que somos y tendemos a ser. Tenemos escasa preparación para los desenlaces, pero la idea de la muerte, esa ejecución que nos persigue para obligarnos a afirmar la vida y a hacer, queremos evitarla para afirmar que al menos somos invencibles en la certeza de vernos al espejo y avalar que florecemos en la medida en que tenemos la indestructible convicción de que respiramos una existencia y un propósito. Menos que menos estamos dispuestos para la mala noticia de que nuestros seres queridos puedan irse en el momento más inesperado. No atesoro el momento exacto cuando conocí a Violeta. Fue en los noventa, definitivamente. Lo cierto es que pactamos una amistad que tuvo sus encuentros y sus diferencias como las buenas amistades, porque de eso se trata, de coincidir y discrepar. Mas allá de la amistad, que todo lo puede, sostiene y fija, fue definitivamente la literatura que diseñó una geografía común en la cual divergimos y nos acercamos. Tuve la fortuna y el honor de que Violeta presentara mi primer libro de minicuentos, Ciento breve, y ese día luminoso representó la cúspide de nuestra amistad, no por otra cosa porque puse en sus manos ese libro que ella no malquerió como se refería Borges a Leopoldo Lugones.
Violeta Rojo fue la máxima experta en nuestro país de lo que se trataba la minificción, y además fue una avezada erudita en sus territorios mínimos, inconmensurables y extendidos. Su labor fue reconocida más allá de nuestra comarca, y fue miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, así como su obra tuvo resonancia en los países del continente americano. Me importa escasamente que aparezcan relativistas a asomar incisos y notas al pie de página. Hay muchos que han aquerenciado esos espacios, pero ella no tenía quien le roncara en esa cueva y nunca presumió de esa primogenitura. Todo lo contrario, creía en un diálogo que añadiera peldaños a esa escalera interminable para llegar a razones que justificaran la brevedad. Sus muchos, muchos libros sobre la materia, entre ellos Breve manual para reconocer minicuentos, un breviario delicioso, estimable y ameno, es un libro escrito más que para especialistas, un texto contundente para los entusiastas en la literatura que asoma poco y aspira a continuar escribiendo lo apenas sugerido. Porque la minificción es un iceberg, del cual anunciamos su apariencia e imaginamos lo que oculta. Dejó conclusiones perdurables y yo llamo a los lectores a agitar sus páginas abiertas y alentadoras para que sepan que la literatura pide cada día intérpretes que la glosen y la confronten con la idea de que nada es definitivo y todo puede ser hasta contradictorio. Tengo el deber y el deseo de congregar sus líneas, que resumiré en lo mucho de celebración que tiene su manual: “Una historia en la que la anécdota está narrada de una manera sintética, en la que no sobra ni una palabra, ni una acción, posee anécdota comprimida. Esta comprensión supone que hay datos que no se proporcionan, sino que simplemente se sugieren y corresponde al lector decodificarlos y desarrollarlos.”[1] Esta cita resume la relación de iceberg que apunté: hay un propósito que se plantea y corresponde al lector desenterrar el tesoro que queda debajo, que vive en las entrañas mismas de la narración y que deberá acometer para construir su exégesis última, asumiendo su condición de recomponedor, de artífice de una historia cuyo sello personal es responsabilidad de su lectura. Para ultimar esta idea está lo que Violeta le obsequia a los recomponedores: “El escritor utiliza una gran cantidad de cuadros, de manera de no tener que dar explicaciones, partiendo de la base, por supuesto, de que el lector debe comprender todo el sistema.”[2] Y para mayor abundamiento: “… en los minicuentos, el autor provoca el cuento y el lector lo termina.”[3] Cada lector acabará el cuento y la historia que sugiere con su personal Weltanschauung. Con ello, hay que puntualizar que el minicuento es más complejo de lo que aparenta. Cada historia estima un lector distinto. Seremos editores y glosadores en la medida de nuestras propias condiciones y perspectivas. Como somos únicos e individuales, el minicuento representa una eternidad inconclusa y siempre dispuesta a recomenzar. Es más, cada lectura implica un final distinto. Violeta Rojo se atrevió a asomarse por esta inconclusión reiterada. De allí su atrevimiento a no incorporar palabras postreras o viñetas que nos obligaran a un remate constreñido. Lo aclaraba ella con la elegancia risueña que la caracterizaba:
“El minicuento tiene dos niveles de lectura. Puede leerse sin establecerse relaciones, viendo, o leyendo y pasando la página, o puede verse o leerse estableciendo relaciones intertextuales, aplicando la “enciclopedia” y sacando más información, o en todo caso una información más rica de la que puede obtenerse siguiendo la primera opción. Por supuesto, la segunda opción no es alcanzable sin contar con un lector que sepa establecer relaciones entre hechos. Esto es, que aplique su lectura.”[4]
Una de las peculiaridades, ajustada a lo que hemos venido describiendo, que reconocía Violeta a los minicuentos es su carácter proteico, vale decir que “cambia de formas o de ideas”, según nuestro querido DRAE. Citando a Mijaíl Bajtin agregaba que “el género siempre es el mismo y otro simultáneamente”[5]. Son las “distintas formas” que aparecen, lo cual habla de su impureza en plena gestación, o también experimental. Obviamente, una tentativa que no cesa, mestiza y aluvional por excelencia. La maravilla del minicuento es que está vivo, más vivo que nunca, y que exige una coparticipación de quienes ayudan y lo mantienen infinitamente con vida.
Ayer hablaba con una común amiga, en esos momentos como en “La noche que en el sur lo velaron” en que “Su realidad está bajo las flores diferentes de él y su mortal hospitalidad nos dará un recuerdo más para el tiempo”, cuando el escenario de su partida nos obligaba a frases sentenciosas, que Violeta ha debido ser acogida por la Academia Venezolana de la Lengua para ser individuo de número, aunque a veces sucede que no siempre son los que están o están los que son. Pero, ya no hay tiempo para lamentaciones ni reconvenciones. Si bien Violeta se entregó a los misterios de la brevedad, ese tiempo finito que toca extender, a quienes nos queda recordarla no nos puede ser lícito sino tratar de que su obra se conozca con sus muchos aportes a la teoría literaria. Vete brevemente, Violeta, que regresarás con la interpretación para volver a lo mucho que agregaste a este universo que es la literatura, que con tu sonrisa siempre se convirtió en más que cautivadora.
***
Notas:
[1] Rojo, Violeta. Breve manual para reconocer minicuentos. Universidad Autónoma Metropolitana, México 1997, p. 72.
[2] Ídem, 79.
[3] Ídem, 90.
[4] Ídem, 91.
[5] Ídem.
Karl Krispin
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