Literatura

El relámpago mudo: un prólogo

18/11/2022

Conozco a Raúl de Armas desde el año 2015 en que había recién ingresado a la Universidad Metropolitana y estuvo en dos de mis clases. Desde que fue mi alumno nunca hemos dejado de estar en contacto. Pasaba por mi oficina en el Celaup y hablábamos siempre de lo mismo, hablábamos de literatura. A lo largo de mis años como profesor he atestiguado muchas promesas de promesas literarias. La palabra es equívoca porque tiene algo de un cumplimiento posible pero eventual. Usualmente el deseo de escribir viene sustentado en el puro deseo que tampoco sostiene nada si no se acompaña con un proceso riguroso y disciplinado de lecturas, lecturas y más lecturas. Hay algunos ilusionados que creen en los talleres de redacción: allí sólo se compara, se opina, pero no se aprende a escribir. Los que hemos escogido la literatura como forma de vida, en ese pacto que en que llegamos al país de la literatura y botamos los remos antes de llegar a la orilla, sabemos que el viaje no tiene retorno, que será duro, que probablemente no veremos sino nuestro esfuerzo y que, a cambio de él, sólo recibiremos más de nuestro propio esfuerzo.

He recibido muchos manuscritos de alumnos, básicamente porque en mi clase leemos novelas como parte del curso y los aliento a escribir pero especialmente a leer. Sin ese maridaje indivorciable entre lectura y escritura no existe la literatura, y tampoco implica que leyendo aprendamos a escribir: nos bastará contemplar cómo los otros lo hacen para que nos atrevamos a hacerlo. Nadie puede sino encontrar su voz que no es otra cosa que el estilo que no es otra cosa que el hombre. Transitar por la literatura urde el viaje indetenible con la realidad y a la vez sin ella como todos esos gatos de Schrödinger que son y no son al mismo tiempo sin que nadie entienda del todo esa simultaneidad. Porque la literatura nunca se parece del todo a la realidad, de hecho, existe para escapar de ella. Asomarse a un manuscrito es reconocer si el viajero confirma que tiene la certeza de ese billete de ida de un solo destino al país de la literatura porque una vez que se llega no se cambia de domicilio. De modo que se es viajero con residencia o no; los sellos en ese pasaporte no son múltiples y tienen una sola tinta y jamás será indeleble.

Cuando recibí el manuscrito de Raúl de Armas y me obligué a leerlo, temí aceptarlo porque en estos afanes no se puede mentir y uno se convierte en el simpático o despreciable funcionario de migración que te puede devolver a tu país de origen y decirte que no tienes suficientes méritos para ingresar en el país del no retorno. Naturalmente, pueden hacerse varios intentos, pero si de una vez no ingresas tendrás problema de legalidad en la comarca imaginaria. De modo que contemplé el sobre, no lo abrí sino cuando pude dedicarme a hacerlo, y al comenzar no pude abandonar la lectura, no por un sentido autoimpuesto del deber, sino porque empezaron a gustarme y con un entusiasmo desbordado, y de repente habían desaparecido las barreras, las exigencias, los sellos y los pasaportes y éramos ciudadanos de esa república que habita entre las páginas. Raúl escribe en su cuento «El relámpago mudo»: «Basta quedarse con lo justo y necesario: un oficio, una casa, una mujer obediente, una mata para regar. Lo demás es ruido». Pues bien, estos cuentos me han hecho pensar que Raúl de Armas no carga con la desdicha una promesa, sino que ha comenzado su escritura buscando sus propios sonidos. El libro que le acredita su primer refugio se llama como el cuento mencionado y está formado por diez cuentos. Una vez le escuché decir al escritor Oscar Marcano en la presentación de una obra de la escritora española Rosa Regás que el cuento era como tener una sola bala en la recámara de una pistola. De modo que cuando la sacas, no te puedes equivocar: el disparo debe ser certero y único. Los cuentos que componen esta colección participan del asombro de atestiguar la dirección de esa bala. Y tienen todos sin excepción una intrigante característica: a medida que nos adentramos en ellos, parecen que no nos darán buenas noticias, algún cielo encapotado y rebelde se cierne con amenaza sobre nosotros; tal vez el ambiente no es de fiesta, no se espera una mañana radiante sino una perfecta tormenta que nunca se sabe cómo acabará. Hay algún eco lejano de Poe, Lovecraft o Arthur Machen, a quienes no sé si el autor habrá leído. El problema no es de identidad, sino que las metáforas son comunes a la humanidad como sostenían Francis Bacon y Jorge Luis Borges. No esperamos que nos engañen: que nos recuerden algún cielo azul para coleccionarlo. Pero las tormentas y el mal tiempo que vivimos en estos relatos nos sirven para pensar como le dice Quijote a Sancho: Todas estas borrascas que nos suceden, son señales de que presto ha de serenar el tiempo. Y la frase la repetimos una y otra vez como un salvoconducto que nos dé refugio y tampoco lo sabemos con certeza, porque mientras nos debatimos en ello el autor se sale con la suya en la sorpresa literaria con la que nos ha dejado atrás.

Diversas frases me han encandilado en la lectura: «El guardabosques Omaña miró por primera y última vez a su muerte» (…) «Van nueve años desde que perdimos la felicidad» (…) «Nuestro problema es la decencia» (…) «Una tristeza alemana le sigue el paso, de esas que se callan hasta morir» (…) «Es una niñita marrón entre vehículos brillantes» (…) En materia de balas y recámaras, a Raúl de Armas no se le agotarán las municiones como a su personaje Pancho Felizola. De ahora en adelante será fácil reconocerlo. Lo delata el país del que ya ufana residencia.


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