Fotografía de Natacha Trebuq | RMTF
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Luis Vargas no protestaba desde los tiempos del bachillerato. Salió de nuevo a la calle en marzo de 2019, 45 años después, luego de ocho días sin agua e intermitencias en el servicio eléctrico, tras cuatro apagones masivos. Las detonaciones en la avenida Fuerzas Armadas no lo detuvieron.
Vargas, un comerciante y pensionado de 62 años, venía de trabajar en el mercado Guaicaipuro cuando se encontró con amigos y vecinos de hace 25 años entre cacerolas, pitos, pancartas y cauchos quemados en los alrededores de su edificio a las 11:00 de la mañana. Cuando llegó al apartamento, no había agua.
—Están manifestando, vamos a bajar —le dijo a sus familiares.
—Sí, vamos —respondió Brian, su único hijo, de 28 años de edad.
Luis mide 1,77cm y pesa 53 kilos. Ha perdido más de 10 en los últimos meses. A veces come una vez al día. La pensión que recibe no alcanza. Otra razón para protestar aquel día.
Luis se negaba a darle un tono político. Era una protesta ciudadana legítima. Alrededor de la 1:00 de la tarde subieron a almorzar, prendió la televisión y a los minutos se fue la luz. Otro apagón estaba en curso. Miró hacia arriba y se preguntó hasta cuándo.
Ya el olor de los cauchos quemados era menos intenso y el eco de los disparos más atemorizantes. La arremetida de grupos civiles armados avanzaba. Nicolás Maduro había dicho el 11 de marzo en cadena nacional: “Le hago un llamado a los colectivos, a todos, llegó la hora de la resistencia activa”.
“Había miedo pero yo bajé para evitar que a ellos les pasara lo que me pasó a mí. No me podía quedar en casa sabiendo que había otros abajo. No podía”.
Cuando Luis estaba en la esquina El Socorro, llegaron hombres con chalecos en motos con armas de fuego largas y cortas. Apuntaban a los manifestantes mientras se acercaban a los escombros que trancaban las calles. Los vecinos corrieron. Luis se quedó solo cuando la multitud, incluidos esposa e hijo, se escondió entre los edificios. Lo rodearon.
—¡Viejo, no te muevas porque te vamos a matar! —dijo uno de los encapuchados. Sostenía un arma automática y estaba acompañado por tres hombres más con tubos y láminas cortadas, uno de ellos con una pañoleta cubriéndole el rostro y otros dos con las caras visibles.
Se abalanzaron sobre él. Luis cayó al tropezar con una moto estacionada. Dispararon al suelo cerca de él. Estaba perplejo. No le salían las palabras.
Los agresores rieron. Sus miradas de odio, como las recuerda Luis, lo hacían sentir acorralado. Su hijo era tan joven como sus atacantes.
“Pensé que me iban a matar”. A Luis lo hirieron con un machete que uno de los agresores sujetaba con un trapo. El hombre arremetió varias veces mientras Luis intentaba cubrirse. Tirado en el piso, se vio los brazos ensangrentados y sintió gotas corriéndole la frente y las mejillas. Los hombres se detuvieron. La última herida fue en la cabeza. Las enfermeras que le atendieron después le contaron que el corte llegó a un centímetro del cerebro.
“Le dieron”, escuchó Brian, encerrado en el pasillo principal de un edificio al costado de la avenida Fuerzas Armadas. No quería creer que era su papá. Al verlo ensangrentado, le ardió el pecho. Intentaba calmarse para no salir a buscar a los responsables y evitar más lágrimas de su mamá, quien movía la cabeza de un lado a otro, con los ojos llorosos y en silencio. Brian creía que se trataba de un disparo en la cabeza. “Nos jodimos”, dijo. Segundos después, entendió que había sido una cortada.
Unos muchachos de la zona lo auxiliaron y lo llevaron al Hospital Vargas. Luis no podía dejar de llorar.
—¿Qué te duele? —preguntó la doctora de guardia.
—¿Por qué me pegaron así, por qué? —repetía Luis.
Mientras le cosían 20 puntos en la cabeza y otros 15 en el brazo izquierdo se fue tres veces la luz. Las enfermeras alumbraban con celulares. Necesitaban suero y gasas. No tenían el dinero para comprarlos. Sus familiares en el interior empezaron a transferir.
Luis se apretaba los labios. No quería que le pasara nada a su esposa e hijo. “Bajé para que no le ocurriera a ellos lo que me pasó a mí”, dice.
Cuando regresó a su edificio, algunos vecinos le atribuyeron la culpa de su propia tragedia.
—Eso te pasa por estar en un mal sitio —dijo uno.
—Te pagaron 1.500 dólares —dijo otro.
“Soy guerrero por mi familia, por eso no me quedé en mi casa. Vengo de una familia que somos echados pa’ lante. Yo he sido opositor de los adecos, de los copeyanos, del que esté haciendo las cosas mal”, insiste Luis.
Esa noche durmió en su casa. Un vecino policía, con el que nunca había cruzado palabra, le recomendó no estar cerca en los próximos días mientras todo se calmaba.
Policías del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas llegaron al Hospital Vargas, donde atendían a otros heridos, entre ellos a una joven que recibió un disparo en una pierna. Se acercaron luego a la avenida Fuerzas Armadas para recoger los casquillos y tomar fotos. No había sido el único cuerpo de seguridad del Estado en la escena. Durante el ataque de los grupos armados, varios Policaracas fueron testigos a distancia.
En la delegación del Cicpc en Simón Rodríguez le prometieron que llegarían “hasta las últimas consecuencias”. Jóvenes policías comían arroz solo o caraotas solas. Fueron a la Medicatura Forense con el oficio de la denuncia para presentarla ante la Fiscalía. Ya con los videos en las redes sociales, no hizo falta el retrato hablado.
Luis, quien votó por Hugo Chávez en 1998, nunca se imaginó que Venezuela iba a terminar así. Está decidido a protestar nuevamente. “Sería más cauteloso, estaría en la retaguardia. Si me vuelven a golpear, es por pendejo”.
Raylí Luján
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