EnsayoLiteratura

Unos tipos raros en Panamá

23/12/2017

«Room in New York»; por Edward Hopper. 1932

I

Son las ocho de la mañana en Ciudad de Panamá y suena el teléfono en la habitación del hotel. Interrumpo mi lectura y contesto. Una voz de mujer me dice que me esperan en el lobby para iniciar el paseo por algunos centros comerciales. Silencio. Había olvidado que ese tour venía incluido en el paquete del pasaje y hospedaje. Pero yo estoy cómodamente acostado leyendo Tipos raros de Joel Bracho Ghersi. Veo la hora. Veo el libro. Respondo: señorita, gracias, pero amanecí indispuesto. Y luego añado con malicia: preferiría no hacerlo. La mujer me dice que no me preocupe, que me recupere, y cuelga.

Pienso en la excusa que acabo de improvisar. Tal vez un lector sea eso: alguien indispuesto. Alguien con un ligero desorden interior, ¿enfermizo?, que lo aparta transitoriamente del mundo no escrito, diría Calvino. Indispuesto con esa parte de la realidad que ha sido desplazada, vencida por la literatura. Sobre todo cuando la realidad se vislumbra como una sucesión de tiendas por departamentos con ofertas navideñas. No, gracias.

Tengo tiempo, además, para darme ese lujo de lector sin apuros. Seis días, para ser exacto. He ido a Panamá a dictar un taller sobre aforismos y microrrelatos en la Librería de Panamá Viejo, pero las sesiones son en las noches. Así que tengo las mañanas y las tardes libres para pasear por la ciudad y reencontrarme con algunos amigos y conocidos. Sin embargo, esa mañana he decidido no salir del hotel y seguir leyendo. Además del libro de Bracho, sobre la cama están los cuentos de María de los Ángeles Pérez-Talavera, Umbrales líquidos; el par de novelas de la serie El acecho de los inmortales de Yoselin Goncalves; Resonancias, una antología de cuentos breves de Panamá y Venezuela, compilados por Joel Bracho y Carolina Fonseca; y la selección de microtextos de ¡Basta! 100 mujeres contra la violencia de género. Panamá, edición a cargo de Carolina Fonseca, Olga de Obaldía, Danae Brugiati y Nathaly Ponce. Todos muy recomendables pero que además tienen algo en común: son libros de venezolanos que escriben y editan en Panamá.

Albert Camus pensaba que la manera más cómoda de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere. Yo añadiría una cuarta averiguación: cómo se escribe. Y en este viaje en particular: cómo escriben los venezolanos que ahora viven en Ciudad de Panamá. Quiero leerlos, admito, por curiosidad –varios de ellos se han inscrito en mi taller–, pero también por empatía. Yo tuve que abandonar Venezuela recientemente y volver a residir en el Perú, mi país natal, así que mi lectura está condicionada por ese impulso de buscar en la migración venezolana cierta zona de tránsito en la que presiento, o quiero presentir, una forma de pertenencia. O un pretexto para intercambiar nostalgias. O quizá, simplemente, porque un lector es un ser fronterizo que va de libro en libro como quien busca placer –el placer de la fuga– en el desplazamiento imaginario, en la disolución de las identidades oficiales, en el desprenderse de los lugares que no son escritura. Los libros son credenciales de extranjería y la lectura, un oficio de escapista. Leer siempre es migrar. Todo esto me repito en monólogo interior para convencerme de mi voluntario encierro, mientras me sirvo un vaso de agua de la neverita de la habitación y me (in)dispongo a seguir recorriendo Panamá desde esos dobles confines que son los libros abiertos en un hotel turístico.

II

No es mera coincidencia entonces que me haya llegado a las manos un libro como Tipos raros del caraqueño Joel Bracho. No creo en casualidades cuando se trata de literatura: siempre hay un dibujo secreto que trama una causalidad entre el lector y el libro. El volumen, prologado por Miguel Gomes –otro venezolano fuera de su país–, comprende quince breves semblanzas de personajes que se inclinan por una vida contemplativa, no exenta de manías, ternuras y una sutil manera de buscar belleza en la sencillez del mundo. Estas criaturas de Bracho guardan un aire de familia con los personajes de Robert Walser, de Rodolfo Wilcock, de Alessandro Baricco, de Gonçalo Tavares, y sin embargo poseen una huella singular, una voz propia. Podría decirse que son una suerte de cronopios descaricaturizados, menos infantiles y surreales. Los tipos raros de este volumen son seres discretos, callados, de inofensivo extrañamiento, pero que, vistos de cerca –gracias a ese poderoso microscopio que es la prosa de Bracho–, nos revelan una manera de ser que reconocemos cercana.

En esta galería de sujetos inmateriales, André Marval es un tipo que ama la calma que le produce caminar cuando apenas acaba de amanecer; Mikel Cluj es un hombre cuya principal convicción es la duda; a Enrique Farley le gusta imaginar que vuela, o más bien, levita sobre la realidad; Felipe Mandi está acostumbrado a perseguir instantes memorables en los gestos anodinos de la gente; Tadeo Mim es un aficionado a las bifurcaciones; Tobias Gunt es un enamorado confeso de la lluvia; Rodrigo Lomas ha asumido la lectura como una obsesión tan intensa que hace que olvide todo lo que le rodea… Y así van, así son. Gente que defiende, sin armas y sin proponérselo, un mundo interior a prueba de estridencias; cultores de una vida al margen de lo que la rectora normalidad señala como central. Claro que si raspamos un poco sobre nuestra coraza de normalidad, advertiremos que todos, no muy en el fondo, somos unos tipos raros. En ese instante tal vez descubramos una inadvertida lateralidad que nos resulta cercana, una tarea por cumplir o una abandonada costumbre. Este libro puede procurar ese tipo de descubrimientos.

Otro rasgo no menos destacable es que la escritura de Bracho posee la virtud de la brevedad que, como sabemos, no consiste en escribir poco, sino en hacer de la economía de palabras una inversión efectiva: una miniatura verbal de perdurable levedad. El poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal decía que la profundidad había que esconderla en la superficie. Bracho parece haber seguido ese consejo al pie de la letra: sus textos son ejercicios de brillante sobriedad, de eficaz contención expresiva en cuyas entrelíneas se entrevé una profunda mirada sobre el ser humano. Sencillez de la palabra al servicio de la sencillez del mundo. El resultado: una forma de resistencia contra la cultura del énfasis, la afectación y la locuacidad. Un discreto tributo a esas formas del silencio cargadas de significativas resonancias.

Publicado en Panamá por Sagitario Ediciones, y acompañado de las ilustraciones de Enrique Jaramillo Barnes, Tipos raros es el primer libro de Joel Bracho, nacido en Caracas en 1984, y con licenciaturas en Derecho y Letras. Bracho vive en Ciudad de Panamá desde el año 2013 y se encarga de coordinar la Unidad Editorial Articruz. Hasta no hace mucho solo había publicado algunos artículos en la Revista de Investigaciones Literarias de la UCV, la revista Poesía de la Universidad de Carabobo y la revista Maga de la Universidad Tecnológica de Panamá, así como algunos cuentos aparecidos en el libro colectivo de 2016: De un tiempo a esta parte (Asamblea de nuevos cuentistas en Panamá). Tipos raros tiene apenas unos meses de haber salido de imprenta y no puedo sino celebrar este buen debut literario de su autor. Tanto, que su libro deja instalada en el lector una pregunta que aparece al pasar la última página: ¿y ahora qué vendrá? Por los momentos, Bracho dice que anda escribiendo otros textos breves, y no dice más, solo sonríe como el gato de Cheshire, y vuelve al silencio, ese taller de orfebrería donde talla sus palabras.

III

Unas semanas antes de viajar a Panamá, soñé con Joseph Grand, un personaje de La peste de Albert Camus que durante toda la novela se dedica a corregir obsesivamente una sola frase. Digamos que es un escritor atascado en los inicios, o un extraño forjador de silencios. Un artista frustrado o, más bien, un artista de la frustración. Otro ser inmaterial del linaje literario de las criaturas raras. Por aquello de las causalidades –supongo que las condiciones geográficas del Canal de Panamá deben estimular aún más estas correspondencias librescas, corrientes que se confunden en el istmo de la literatura–, me volví a encontrar con Grand, esta vez en la vigilia y bajo otro nombre: Adriano Berzo, uno de los solitarios de Tipos raros. Copio íntegra la semblanza de este personaje, confesando además que me hubiera gustado escribir un texto así. Le cedo la palabra a Joel Bracho:

A Adriano Berzo le gustan los instrumentos musicales. Los colecciona, aunque no es capaz de tocar ninguno. Pero sabe, eso sí, afinarlos todos: cada semana, los saca uno a uno de sus fundas, los limpia, los afina, y hace sonar algunas notas o un par de acordes. Luego los guarda, hasta la próxima vez.

Adriano Berzo ama la música desde que era niño y los instrumentos le parecen cercanos a la magia. Artefactos increíbles e ingeniosos que guardan la potencia de una melodía o de un concierto. Pero él tiene manos torpes y no logra tocar ni la pieza más simple.

Entonces escucha a otros, grandes ejecutantes. Se emociona al verlos en escena y sentir cómo la música llena el espacio. Porque es eso lo que hace la música: llenarlo todo, abrazar a quien escucha. En medio de la sala, Adriano Berzo siente que el sonido lo sujeta. Con música nadie está solo.

Así que vive musicalmente. Tararea, silba, canta canciones mientras maneja, mientras lava la ropa, mientras camina por la calle hacia el café de siempre. Qué tipo tan alegre es Adriano Berzo. Todos sonríen si lo ven venir, los niños lo llaman el señor que canta, la gente le regala discos y le habla de canciones.

Pero en el fondo, Adriano Berzo resiente sus carencias. Sus dedos lentos y un poco gordos. La distancia infinita entre las notas que piensa y los ruidos que hace. Le parece cruel no poder tocar nada.

Es por eso que a veces, cumplida su rutina de afinación y limpieza, toma algún instrumento e imagina que toca. Que toca como nadie, en larguísimas veladas rodeado de gente. Con los ojos cerrados y arrullado por la música que no ha tocado nunca, poco a poco y en silencio va quedándose dormido.

En las noches más felices, Adriano sueña que sigue tocando.


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