Pensando la universidad

Universidad pública: ¿la quiebra de un modelo?

09/03/2021

Prodavinci ha invitado a un grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre la situación de la universidad venezolana y su futuro. En esta ocasión Christi Rangel Guerrero ofrece ideas relacionadas con el modo de financiación de nuestras casas de estudio autónomas. Rangel Guerrero es economista por la Universidad de Los Andes-Mérida con doctorado en ciencias económicas y empresariales (Universidad Autónoma de Madrid), profesora titular de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la ULA, directora del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (ULA) y Coordinadora regional de Transparencia Venezuela.

Fotografía de Helena Carpio

Crecí en una familia en la que ser parte de la Universidad de Los Andes fue un anhelo permanente. Mi madre era una intelectual apasionada: desde mi temprana infancia la recuerdo escribiendo su tesis de maestría, leyendo revistas especializadas y estudiando para concursos y para dictar clases, con disciplina y compromiso inquebrantables. Este ejemplo marcó mi vida de estudiante en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales a la que llegué en 1991; tenía que obtener buenas notas para poder aspirar a una beca de postgrado y hacer méritos para la prueba de credenciales prevista en el Estatuto del Personal Docente y de Investigación de la ULA para el ingreso de profesores.

En la sede del Núcleo Universitario de La Hechicera –diseñado con un amplio patio central– era posible el encuentro, la integración y participar en animadas tertulias entre estudiantes, profesores y trabajadores de las distintas carreras (economía, administración, contaduría, estadística), del departamento de Idiomas Modernos, del Centro de Investigaciones Penales y Criminológicas, del Centro de Computación Académica, entre otras unidades que hacían vida en el edificio que hoy ocupa la Facultad de Ingeniería. Ubicado en la zona más alta de la ciudad y rodeado de montañas allí siempre hacía frío; sin embargo, el ambiente era vibrante, cálido, estimulante, teníamos acceso a una biblioteca increíble, dotada de todos los recursos para estudiar la carrera sin necesidad de invertir en libros ni revistas, con espacios para el trabajo individual y grupal, además de contar con vistas privilegiadas a las montañas nevadas en julio.

Apenas terminé los cuatro primeros semestres, concursé para ser auxiliar de investigación en el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (IIES) que albergaba profesores dedicados a la investigación de la economía regional y urbana, y la economía sectorial (petrolera y agrícola); labor que se conjugaba con las consultorías para instituciones públicas y privadas, y la alianza con el Banco Central de Venezuela para recopilar datos y calcular el índice de precios al consumidor en Mérida, Táchira, Trujillo y Barinas  —indicador de referencia para medir la inflación. Mi tarea principal como auxiliar de investigación era transcribir datos de los precios que recogían mis compañeros todos los meses, obtener los índices de precios por grupos de bienes y servicios, y entregarlos a mis supervisores –los profesores Jaime Tinto Arandes y Gilberto Vielma– para el análisis y envío al BCV. No llegué a estar un año en el IIES, pero fue un tiempo muy valioso por los aprendizajes, las amistades que surgieron con otros auxiliares, la orientación personalizada de profesores de varias asignaturas y el descubrimiento de otra posibilidad de trabajo como estudiante, con menos dedicación y mejor remunerada: ayudante docente en el Centro de Computación Académica (CCA).

En el CCA colaboraba con los cursos de computación, análisis económico de proyectos y con  los seminarios de economía aplicada dictados por los profesores Gerardo Colmenares, Jacobo Latuff y Héctor Mata Brito, respectivamente, quienes me proporcionaron importantes herramientas que me permitieron seguir abriéndome caminos.

Las actividades extracurriculares me mostraron la lenta y compleja burocracia administrativa universitaria, que lamentablemente ha cambiado poco desde entonces. Pasaron más de siete meses para recibir mi primer pago como auxiliar de investigación y luego otros siete más para recibir mi primera remuneración como ayudante docente, tal como le ocurrió a los profesores que concursaron antes de la pandemia que nos aqueja.

Para culminar la carrera tuve el privilegio de ser aceptada como pasante de investigación en el recién creado Centro de Investigaciones Agroalimentarias (CIAAL), bajo la tutoría del profesor Rafael Cartay, quién me sugirió estudiar la situación de la producción de truchas en Mérida y con total dedicación me enseñó metodología, me indicó fuentes de información, me presentó a los biólogos expertos de la ULA, me acompañó a visitar cuatro truchiculturas y hasta me abrió las puertas de su casa para preparar las recetas de trucha incluidas en el informe de pasantía.

Una semana después de haber recibido mi título de Economista, en 1996, asistí a un evento del CIAAL y la Fundación Polar en la Librería Universitaria que definió mi futuro docente. Estaba allí el profesor Fortunato González, quien había conformado el Centro Iberoamericano de Estudios Provinciales y Locales (CIEPROL) en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, para estudiar las ventajas del modelo descentralizado de gobierno, de reciente andadura en Venezuela y que ya mostraba impactos políticos y de gestión a favor del pluralismo, la innovación en la gestión pública, la participación ciudadana y mayores oportunidades de desarrollo para las regiones y municipios. Fue luego de ese encuentro que orienté mis esfuerzos a preparar el concurso para optar al Plan de Formación de Personal de Relevo en el CIEPROL, programa creado en la ULA para la renovación de sus docentes. Con el profesor Fortunato González como tutor investigaría sobre el sistema de financiación ideal para un modelo de gobierno federal y me prepararía para ser profesora de finanzas públicas en las escuelas de Derecho y Ciencias Políticas que requerían docentes en esta materia. Luego de haber sido aceptada desarrollé un plan de trabajo que incluyó estudios de doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid, bajo el auspicio de Fundayacucho y la Agencia Española de Cooperación Internacional.

Una semana después de la defensa de la tesis doctoral, el 11 de septiembre de 2001, volaba de regreso a Venezuela desde Madrid llena de ilusiones porque las normativas internas de la ULA permitían que iniciara como profesora contratada luego de concluido el Plan de Formación: se cumplía el sueño familiar, todos nos sentíamos triunfadores. No podía imaginar la tragedia que ocurría mientras tanto en Estados Unidos, ni la crítica situación que enfrentaríamos los universitarios unos años después.

En el CIEPROL nació el postgrado en Derecho Administrativo se consolidó la Revista Provincia y el Diplomado en Gerencia Municipal, se organizaron eventos nacionales e internacionales sobre el impacto de la Constitución de 1999 en el modelo federal de Venezuela, así como el impacto de las políticas nacionales que revertían los avances de la descentralización. También el CIEPROL fue aliado de Transparencia Venezuela en varias ediciones de la construcción del Índice de Transparencia de las Alcaldías en los estados Mérida, Táchira y Barinas, vínculo que me abrió el camino al activismo en la lucha contra la corrupción y los derechos humanos en esta organización.

Disfrutaba integralmente la vida de profesora: la docencia, la investigación y la extensión; en cambio, fue retador el quehacer político como representante profesoral en el Consejo de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas donde fui testigo de prácticas de tráfico de influencias en concursos y ascensos, populismo en normativas académicas e intercambio de prebendas en procesos electorales. Tengo numerosos archivos con los votos salvados a decisiones con las que no estuve de acuerdo, así como impugnaciones y denuncias que me ocuparon bastante tiempo hasta que solicité el traslado a la FACES en 2010.

Otro gran desafío estuvo en la gestión administrativa como Directora de Personal de la ULA, entre 2008 y 2012. Época en la que, a pesar de la bonanza petrolera nacional, se recortó intencionalmente el presupuesto de las universidades afectando con ello la posibilidad de renovación de cargos, el cumplimiento de las normativas laborales, los intercambios académicos, las inversiones de mantenimiento en infraestructuras físicas y tecnológicas, entre otras actividades. Algunos gremios de trabajadores, molestos por la imposibilidad de la ULA de satisfacer derechos laborales y envalentonados con el discurso presidencial de votación paritaria en las universidades, atacaron la universidad junto con los llamados colectivos; en ocasiones secuestraron sus espacios, sus vehículos, la televisora, llegando incluso a ocupar violentamente el Consejo Universitario y enarbolar la bandera del PSUV en la sede del rectorado. Ese bochornoso día debí huir a gatas del ataque por el tejado del rectorado.

Para cuando los indicadores económicos y sociales empezaron a reflejar la crisis nacional en 2014 las universidades autónomas ya acumulaban años de desinversión física, tecnológica y de recursos humanos, resultado de la política del ejecutivo de acabar con las actividades educativas y científicas ejercidas con libertad, autonomía y basadas en la meritocracia. Pero también fue el resultado de muchos años de dependencia despreocupada de la renta petrolera que nos impidió el desarrollo de capacidades para conseguir recursos propios lo que nos dejó desvalidos frente a la abrupta quiebra del modelo rentista.

Sobre este tema escribí el año pasado una ponencia para la Academia de Mérida en la que hice un llamado a la discusión y reforma del modelo de financiación de las universidades autónomas, cuyas ideas rescato en esta tribuna con el deseo de evitar la muerte de mengua de nuestras casas de estudio. Frente a la quiebra económica del Estado el deterioro de las condiciones de trabajo, la emergencia humanitaria que exige actuación prioritaria del sector público para atender grupos de población vulnerables; considerando además los aportes desde la doctrina económica del sector público y de los análisis de la experiencia internacional sobre el financiamiento de la educación superior que señalan que la gratuidad es ineficiente e inequitativa, debemos cuestionarnos si debe y puede el Estado venezolano financiar enteramente la educación universitaria. Los hechos demuestran que desde hace años dejó de hacerlo y los profesores y trabajadores con vocación y no sin grandes sacrificios son los que han mantenido activas las universidades.

Aunque las autoridades en el poder quisieran cubrir enteramente la financiación de las universidades no está el dinero y las prioridades del gasto público apuntan a otros destinos dadas las características sociales y económicas del país. Otro modelo de financiación es preciso porque no es sostenible que los profesores y trabajadores solo reciban un salario emocional por la gratificación de trabajar en su vocación mientras padecen y ven padecer a su entorno familiar por carencias básicas; no es sostenible que vivan de la caridad de sus familiares en el extranjero porque es una situación de excesiva vulnerabilidad que las contingencias como la pandemia por COVID-19 dejaron al descubierto; no es sostenible que las universidades se mantengan abiertas si sus profesores y trabajadores deben tener dos o tres trabajos y altísimas exigencias para financiar ellos la enseñanza.

Urge que atendamos con pragmatismo qué es lo posible en la Venezuela de hoy y cómo vencer las terribles sombras que se ciernen sobre las instituciones de educación superior del sector público.

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Acá puede leer los otros textos de la serie #PensandoLaUniversidad:

— Universidad Central de Venezuela: el otro exilio; por Ricardo Ramírez Requena

— La UCV “de mis tormentos”; por Tulio Ramírez

— El dilema de Samuel Robinson; por Víctor Rago Albujas

Recuerdos de un país de universitarios; por Isaac López


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