Fotografía de Federico Parra | AFP
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La curia venezolana y millares de feligreses celebran la elevación a la categoría de beato del “Siervo de Dios”, el médico trujillano egresado de la Universidad de Caracas, José Gregorio Hernández.
No lo recordamos, exclusivamente, por las peculiares características de su personalidad, sus estudios superiores en Venezuela y Europa, sus grandes conocimientos científicos y sus apreciables contribuciones a la modernización de las ciencias nacionales como docente y profesional sanitario del Hospital Vargas. O por practicar el apostolado médico y cristiano entre la gente humilde, sino que a lo anterior hay que sumar la muerte accidental del doctor Hernández asociada a los anales del tránsito automotor urbano. Es de las primeras y más aparatosas registradas en la ciudad. En ese accidente, además, estuvo involucrado el tranvía eléctrico que subía de la Plaza Bolívar a la iglesia de La Pastora.
No menos extraño ha sido el largo proceso que condujo a su beatificación. Esta se logra por la dedicación a la causa de algunos de los arzobispos del país –entre estos los cardenales Urosa Sabino y Porras, respectivamente–, apoyados por otros prelados del episcopado nacional, amén de sucesivas comisiones encargadas de revisar los casos susceptibles de sustentar las gestiones a favor de su potencial canonización.
Entre mis vivencias cuento haber sido muy cercano a Reina Ríos Noguera, hermana de mi madre. Recuerdo que un 8 de diciembre (circa 1961) Reina fue a buscarnos, luego de la celebración de una primera comunión, a casa de mis primos Marisol, Guillermo Elías y Carolina Pérez Schael. Aquella misma tarde la tía Reina se vio involucrada en un choque entre automóviles y días más tarde fue internada por problemas de movilidad en la Policlínica Caracas, donde trabajaba desde 1946 como técnica radióloga para el doctor Alfredo Borjas, uno de los padres de la urología moderna en Venezuela.
Los primeros diagnósticos obligaron trasladar a Reina al Hospital Presbiteriano de Nueva York. Seis meses más tarde fue regresada a Caracas en camilla. Los médicos y familiares que la acompañaron a Estados Unidos trajeron también un diagnóstico desalentador: esclerosis múltiple ascendente.
La enfermedad y las condiciones generales de la tía Reina desarticularon cuanto había logrado como incansable trabajadora, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Su círculo íntimo se muda a un apartamento de una sola planta. Sus padres, como también las sobrinas, se vieron involucrados en situaciones inesperadas y dolorosas, costosas y demandantes tal como la de ocuparse de un inválido, literalmente muerto desde la cintura hasta los pies.
Uno de sus hermanos, el capitán de navío Ricardo Rhuma Ríos, pudo contar con el Hospital Militar Carlos Arvelo, en San Martín, para exámenes y hospitalizaciones ocasionales; por largos períodos también estuvo en la casa de mis padres, en La Florida. Reina era asistida por mi madre, mi hermana Socorro, una ayudanta y cuantos podíamos dispensarle alguna ayuda.
Por aquellos tiempos, el gobierno de Rafael Caldera auspició la conmemoración del natalicio de José Gregorio Hernández sin reparar en gastos. Para entonces el doctor Hernández ya era un santo para la mayoría de los venezolanos, aunque la Iglesia veía con desgano que cada vez más gente mostrara devoción por el llamado “médico de los pobres”. La feligresía le atribuía varios milagros, de allí el cognomento “El siervo de Dios” con el que comenzó a denominársele. Corría el año 1964.
En agosto, debido a una serie de recidivas que pronosticaban el inminente desenlace, la tía Reina regresó al Hospital Militar. Todo parecía apuntar a que de aquel internado saldría solo para descansar definitivamente de su inhabilitación motora. Las oraciones de la familia se enfocaron en solicitar para ella la paz de que pudiesen gozar aquel cuerpo y alma de una paciente visiblemente desgastada.
Así fue hasta el 26 de octubre, día cuando se completaron cien años del natalicio de José Gregorio Hernández. Temprano, Reina se puso de pie a un lado de la cama y anduvo con pasos cortos sin requerir apoyos.
Los médicos tratantes en clínicas y hospitales, como quienes la acompañaron durante aquel estado de incapacidad fisiológica, física e incluso emocional, jamás lograron dar con la explicación científica de lo evidenciado aquel octubre de 1964. Lo sucedido con Reina, contrario de cuanto podía ocurrir, fue conversado y discutido por una multiplicidad de especialistas que la trataron. Varios de esos galenos destacaban entre los más eminentes de una época preciosa de nuestra medicina del siglo XX, quienes por distintos motivos y ocasiones conocieron del caso y del cual podían dar fehaciente testimonio.
El hecho fue debidamente informado y tratado con figuras de la Iglesia. Entretanto, la tía Reina recuperó cierto ritmo de vida, siempre afanada en servir a los demás.
Su recuperación física y su pleno restablecimiento la mantuvieron activa durante mucho tiempo hasta que comenzó a decaer cuando se acercaba a los ochenta y seis años de vida.
Falleció de un infarto el 26 de noviembre de 2010. Para sus allegados, este fue otro de los milagros de José Gregorio: regalarle cuatro décadas y media más de existencia plena a una bondadosa mujer que había nacido en Caracas, el 29 de julio de 1923.
Alfredo Schael
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