Perspectivas

Un marinero de los años cincuenta

31/08/2023

El joven marinero. (Foto del álbum familiar)

«Había en aquella mirada y en la postura inmóvil,

la revelación de una antigua intimidad con el Océano».

(Jorge Amado, Los viejos marineros)

A Poto

Hay historias que nos atrapan de inmediato. Más aún cuando esas historias han sido parte de la vida de quien las cuenta. Algo de esto ocurre cuando quedamos retenidos entre las redes de un viejo hombre de mar que nos relata cómo él se hizo marinero un día de agosto de 1956.

Con apenas diecisiete años de edad el entonces joven marinero había egresado de la escuela de grumetes de Catia La Mar. No pasa mucho tiempo sin que le propongan ir a formar parte de la tripulación de unos buques venezolanos que se construían en los diques y astilleros de la ciudad italiana de Livorno. No duda: esa es su oportunidad de conocer mundo.

Quizá el chico tenía sangre de corsario europeo, pues sus ancestros llegaron a Venezuela desde tierra alsaciana huyendo de interminables guerras entre franceses y alemanes. Pero este muchacho no sabía nada acerca de esas guerras; su vida transcurría en un país que se asomaba con desconcierto a una pasajera modernidad.

En aquel tiempo no existía la navegación satelital, por lo que todavía era imprescindible el uso del sextante. Tampoco había posibilidad de maniobrar un buque por computadoras y por ello era imprescindible la figura del timonel. Mucho menos existía la inmediatez de la comunicación digital, por lo que se escribían cartas que en ocasiones tardaban una vida en ser respondidas.

Lo primero que impresiona al joven marinero apenas vislumbrar tierra europea es la llegada a las costas del Mar de Liguria, en donde las playas resultan una celebración de bañistas despreocupadas en su natural desnudez, como si no supieran nada del recato de los tradicionales balnerarios del Mar Caribe.

Poco tiempo después, a bordo de la turbo nave Lucania, el joven marinero zarpa a la ciudad italiana de La Spezia, donde recibirá entrenamiento para maniobrar unidades de guerra venezolanas. Así es como llega a ser parte de la tripulación de los buques de la armada Almirante Brión y General José de la Trinidad Morán.

Al principio, los días en el buque son tranquilos; la rutina a bordo es una mezcla de obediencia, orden y camaradería:

¡Pero después de que un buque suelta las amarras y leva el ancla, ahí lo que hay es trabajo! Trabajos en las maquinarias, en los motores, en la medición de aceites, en el llenado de los tanques de agua; trabajos de electricidad y hasta de timonel de la nave,

comenta con entusiasmo el viejo marinero con voz tenue y menuda como su delgada figura.

Por aquellos años los días discurren sin distinción, como el indiferente oleaje. “En el buque nos sentíamos como en nuestra casa”, dice. En el tiempo libre suele perderse por las estrechas calles de las ciudades a las que arriba. Siempre recuerda las tardes que pasa en Nápoles, en Venecia, en Pisa. Cierta vez los guardias de Pisa lo levantan de la banqueta de una placita donde ha pasado la noche y lo llevan de regreso al buque como un sonámbulo. En otro paseo se topa con una bicicleta recostada de una vieja casa y decide tomarla prestada por breve tiempo:

Yo era un guardia de comisión, que es la persona encargada de salir a hacer las diligencias de la tripulación, como poner las cartas en el correo, pero ahora aprovechaba para salir en bicicleta y hacer los encargos de los compañeros, como comprar cigarrillos, aguardiente o whisky,

relata animosamente el hombre de mar mientras mueve sus finas manos.

No pasa mucho tiempo sin que la mercadería de cigarrillo y whisky llegue a oídos del capitán de navío, quien cita al joven marinero en el puente de mando para interrogarlo:

‒¿Es cierto que anda usted comerciando bebidas entre sus compañeros?

‒Sí, mi capitán, es cierto.

‒¿Y qué tiene guardado por ahí?

‒Tengo algo de Etiqueta, Buchanan’s y OldParr.

‒¿Dónde guarda eso?

‒En la caja de banderas, mi capitán.

‒Lléveme una botella al camarote y dígame cuánto le debo.

‒Inmediatamente, mi capitán. Y no se preocupe: no me debe nada.

Aunque el capitán de navío era un hombre duro, no le dio mayor importancia al asunto. “Hasta se despidió de mí jocosamente diciéndome que no fuera tan jalabola”, recuerda el hombre de mar.

Ser capitán de un buque de guerra implicaba ostentar una autoridad rayana en lo temerario, como quedó demostrado cuando se desató una tormenta en medio del Mediterráneo. Para evotar el naufragio la tripulación debía desviar el buque al puerto más cercano, pero en esta ocasión fue el capitán de fragata quien dio la orden de seguir adelante y arengó a sus marineros:

‒¡Prefiero hombres de hierro en buques de palo a hombres de palo en buques de hierro!

De la descripción del viejo marinero se puede deducir que aquella fue una de esas tormentas que amenazaba con deprender hasta la misma bóveda celeste: “Se escuchaba el aleteo ensordecedor de las propelas cuando las olas las dejaban al aire, parecía como si el buque fuera a partirse en dos”.

Finalmente, frente a esos hombres de hierro las aguas terminaron por ablandarse; el destino salvó a aquellos marineros dirigidos por un capitán de navío y un capitán de fragata que jamás sucumbieron ante tormenta marítima alguna, pero que unos años después, frente a un grupo de rebeldes, comandarían la fallida insurrección cívico-militar conocida como “El Porteñazo”, por la que esos capitanes terminarían juzgados y condenados por un consejo de guerra. Según la historia, en esa oportunidad el capitán de fragata que dio orden de atravesar aquella tormenta habría continuado haciendo gala de su elocuencia al declarar:

‒Prefiero una prisión con dignidad a una libertad indigna y vergonzosa.

“Pero cuando ocurrió lo de El Porteñazo yo no estaba ya en la marina”, aclara el viejo hombre de mar.

Una tarde, por la época en que el joven marinero aún navegaba, la certeza que aquellos jóvenes tenían sobre la protección del buque como lugar seguro se vio violentamente alterada cuando escucharon el temido grito de:

‒¡Hombre al agua!

Un marinero que caminaba por la borda resbaló cayendo de espaldas por la guaya que hace de barandilla. Los testigos contaron que ese desafortunado marinero perdió el equilibrio asustado por un perro que intentó atacarlo sin percatarse de que el animal no lo habría alcanzado porque se encontraba sujeto por una correa. “Lo buscamos, pero nunca supimos adónde fue a parar. Se lo tragó el océano, hasta el sol de hoy”, expresa el viejo marinero.

Quizás aquel malogrado tripulante se precipitó a esa «espantosa tierra acuática» imaginada por Melville cuando describe «el lugar donde se oxidan nombres y armadas sin registrar, y las anclas y esperanzas nunca dichas se pudren» o cuando el mismo escritor, quien también fue hombre de mar, habla de esa tierra «lastrada con los huesos de millones de ahogados» o ese lugar donde han dormido muchos marineros y «donde madres insomnes hubiesen dado sus vidas por acostarles»; donde también se ha visto «a los amantes abrazados saltar de su barco en llamas y hundirse íntimamente bajo la exultante ola, fieles el uno al otro, cuando el cielo parecía serles infiel» o adonde incluso fue a parar «el oficial asesinado cuando los piratas le arrojaron de la cubierta a media noche, y durante horas se hundió en las insaciables fauces de una medianoche más profunda».

Personal de marinería del destructor General José de la Trinidad Morán, 1957-1958. (Foto del álbum familiar)

En la fotografía que me muestra el hombre de mar se observa al personal de marinería del destructor General José de la Trinidad Morán, incluyendo el retrato del marinero malogrado: “Este fue el compañero que se ahogó”, señala el viejo marinero. A lo largo del buque hay suspendidas una serie de banderas: “Esto se llama el empavesado y es como si el buque se vistiera de gala cuando llega a un puerto por primera vez”, explica el viejo marinero. En la esquina superior derecha de la fotografía se lee: «A Ti, grande y eterno Dios, Señor del Cielo y de la Tierra, a quien los vientos y las olas obedecen, a Ti, nosotros los hombres del mar, elevamos nuestros corazones desde nuestros buques».

Después de la tragedia del marinero ahogado un aire de desamparo flotaba en la tripulación, pero el buque debía continuar su curso y había que sobrellevar el día a día. Además, la paga del marinero no alcanzaba para terminar el mes y se necesitaba dinero adicional para el tiempo en que se les permitiera librar.

“La vida de un marinero era muy dura. ¿De qué podía vivir un marinero? Nada más que del mar, de los botiquines y de las sinvergüenzuras”, reflexiona el viejo hombre de mar dejando escapar un suspiro.

Por eso, cuando surgió la idea de la rifa se dispuso que el número ganador sería el que nadie había comprado. Quien pidiera algún número se le anotaría en su presencia, pero no se le entregaría nada. Finalmente, llega el momento de la rifa y, en efecto, nadie recuerda cuál es su número. Y así por varias semanas: “Hasta que llegó el día en que se lo sacó el segundo comandante”.

Con un alto sentido de responsabilidad, los marineros que idearon la rifa no tienen más opción que reconocer la buena suerte del comandante ganador y le organizan un acto especial para la entrega del premio: una caja de productos Old Spice con loción, hojilla y brocha de afeitar, agua de colonia y talco.

En su carrera naval el entonces joven marinero llega ser ascendido a Cabo Segundo en el puerto de Gibraltar, Cabo Primero en el puerto de La Guaira, Sargento Segundo en el puerto de Livorno y Sargento Primero en el puerto de La Guaira. También pudo haber llegado a Sargento Mayor, pero el destino le tenía deparada una larga vida en su tierra natal y una vasta descendencia que ha ido dejando amplia estela que permanece y se multiplica.

Ahora que el hombre de mar recuerda aquellos remotos parajes dice con nostalgia mientras palpa su blanco mentón sin afeitar: “A veces uno no tiene idea de que el destino te lleva a lugares que no volverás a pisar en toda tu vida”.

Cuando le toca regresar de manera definitiva a su país, aquel joven marinero se apresura a saldar una antigua deuda; todavía hoy lo comenta con desenfado a quien escucha su historia: “Dejé en el mismo sitio la bicicleta que tomé prestada tal y como la había encontrado años atrás”.

Por fin, aquel joven marinero retorna al hogar  de su niñez en la parroquia valenciana de San Blas. Esa barriada de casas con techo de caña y frescos zaguanes. Le abre la puerta un niño.

‒Espere un momento que ya lo van a atender.

‒Avísale a mamá que ya llegué ‒le dice a su hermano menor, comprendiendo que el niño no lo ha reconocido porque solo tenía cuatro años de edad cuando el joven se marchó.

Tras la llegada a casa aquel joven marinero de los años cincuenta comienza a entretejer las historias que todavía él no ha dejado de contar, pero que aún nadie ha escrito. Esos recuerdos siguen aguardando, como en aquel cuento de Yasunari Kawabata en el que un joven escritor que ha perdido el juicio pide a su madre que lea las páginas que él le ha entregado y aunque la madre observa que no hay nada escrito en ellas, las recibe y finge que las lee, pero no hace más que contar historias que van brotando de sus propios recuerdos ante la mirada atenta del muchacho en las páginas en blanco que ella sostiene en sus manos.


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